Cuando un artista, o escritor, por voluntad y méritos propios, entiende que puede integrar la membresía de la Uneac, debe presentar una carta de solicitud en la que haga constar su acuerdo con los propósitos de la organización y, obviamente, con sus estatutos. Tan elemental, que parece anodino resaltarlo.

Años atrás presenté mi carta de solicitud y me integré al trabajo del Comité Provincial de Villa Clara. Siempre que tuve opiniones discrepantes lo expuse en asambleas. Temas incómodos, métodos, estatutos —que no han sido inamovibles—, y muchas otras cuestiones propias de las transformaciones de la vida en el país y sus relaciones internacionales, han entrado en debate. Sin censura ni limitaciones al criterio, lo que no significa que esas opiniones fueran recibidas con unanimidad de aceptación ni que se vieran libres de momentáneos resquemores. Así suelen ser las relaciones colectivas, más si se tiene en cuenta cuánto ha crecido en membresía y variedad esta organización.

No haber obtenido el consenso a mi favor, en ocasiones —más de las que yo mismo esperaba—, no me convierte en víctima de imposiciones o atropellos, ni en una especie de quijote genial de las ideas, incomprendido y por encima de todos. No hay que aferrarse a ese infantil ombliguismo que martilla a la par de las campañas ad hoc. Elemental y lógico, tanto, que tampoco debía reclamar aclaración.

“Siempre que tuve opiniones discrepantes lo expuse en asambleas. (…) Sin censura ni limitaciones al criterio, lo que no significa que esas opiniones fueran recibidas con unanimidad de aceptación ni que se vieran libres de momentáneos resquemores”.

Lo curioso es que muchos, una vez que han cambiado la vieja opinión del tiempo de solicitud, reiluminados por concepciones ideológicas opuestas a la razón de ser de la organización, ni siquiera han pedido separarse —lo que sería lógicamente ético—, o en su defecto, tampoco han publicado una especie de renuncia pública, en carta abierta y de común perreta. Algunos corifeos del galopante desprecio que a diario nos hostiga en redes públicas, han asumido esta última versión, implorando quizás notoriedad militante en las normas de guerra cultural que se han impuesto. Otros apenas rasgan vestiduras mediáticas en una esquina cualquiera de internet, en ambiguas catarsis. Basta con medio párrafo de esa agobiante fauna discursiva, para topar con matrices evidentes de odio, discriminación, intolerancia, ninguneo y muchas yerbas aledañas. Quienes ejercen, o hemos ejercido responsabilidades en la Uneac, o simplemente hacemos uso del legítimo derecho de ser parte de ella, nos vemos despojados —por decreto de insana gritería— de la capacidad de opinar, del talento para crear, del derecho elemental humano de elegir.

Por épocas, la mentalidad de algunos de sus integrantes ha intentado llevar a la Uneac hacia métodos más corporativos que artísticos, por lo general valiéndose de la necesidad de conseguir financiamiento, esquivo y condicionado toda vez que el mundo se estrecha en su unipolaridad ideológica. He defendido siempre que el accionar corporativo —necesario, imprescindible— jamás deje de estar al servicio de lo artístico, aunque a la postre lo artístico no sea lo que promete. Desde un mundo corporativo hasta la médula espinal de su sistema social, donde los méritos artísticos se contabilizan con cifras de recaudación más que con válidos estudios, apreciaciones críticas o medidores científicos de recepción, se pretende anular la apuesta todavía vigente a favor del trabajo creador, de la obra en sí misma, sin mediaciones de intereses espurios ni campañas forjadas en oficinas de mal intencionada inteligencia. La voluntad martiana que pide estar con todos y para el bien de todos, se amolda como una plastilina de escolar aburrido y se escupe en la cara de aquellos a quienes se escamotea el derecho a ser todos: los que estamos. Si la probada inteligencia de algunos no da muestras convencionales de discernir estos asuntos —elementales y lógicos también—, habría que entender esa “verdad sospechosa” como astucia, acaso hipócrita y servil, presta a limpiar los pasados expedientes, en pánico ante esos prometidos ajustes de cuentas que llueven por doquier.

“Pero lo cierto es que sufrimos un acoso constante, irrespetuoso, por parte de escritores y artistas que han renegado de la Uneac, fueran o no miembros de ella”.

Y ya que el diálogo brilla por su ausencia —si se permite el eufemismo—, y se impone una burda cachiporra de títeres voluntariosos, me apropio del legado parrandero de San Juan de los Remedios y readapto —explícitamente fuera de contexto, beligerante en su intención— el himno de uno de sus Barrios:

Aquí te espero,
Sansarí,
aquí te espero.

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