Paisajes habaneros de Izuky Pérez Hernández
En 1840 apareció una noticia en el Diario de La Habana: había llegado a Cuba el fotógrafo estadounidense George Washington Halsey. Arribó un año después de que Louis Daguerre, primer divulgador de la fotografía y creador del daguerrotipo a partir de las primeras experiencias de su coterráneo Joseph Nicéphore Niépce, registrara el invento. Se dice que el estudio “contaba con la inestimable ventaja de disponer de la luz natural. Y de acuerdo con ella trabajaba. Su estudio estaba abierto desde las 10.30 hasta las 13.30 horas”.[1]
En atención a los criterios sobre la mejor hora para hacer una fotografía según distintos artistas del lente, uno se pregunta aún: ¿qué tan distinta era aquella luz natural que ya hoy para los fotógrafos resulta casi imposible considerar si le encargan un trabajo en ese horario del día? Cuando Esteban Mestre decidió fotografiar la ciudad de La Habana prefirió la luz de la puesta del sol o la crepuscular de paisajes nublados, “con el fin de así captar los pequeños detalles con la máxima sensibilidad”.[2]
Cuando la filósofa andaluza María Zambrano visitó La Habana, tuvo que sentir la presencia de la aurora antes de la salida del pujante sol. Esa claridad primigenia que parte siempre de lo oscuro, es equivalente a la luz de la razón. A veces, cuando la autora de El hombre y lo divino despertaba un poco después de la efímera presencia de lo auroral, la luz mañanera tendía a enceguecerla. Zambrano lo experimentó en muchas ocasiones cuando abría las persianas de uno de los apartamentos del edificio López Serrano de El Vedado.
Eliseo Diego, autor de “Oda a la joven luz”, poeta de contrastes entre el estarse de puertas hacia adentro y las afueras —de quien Raúl Hernández Novás reconociese la materialidad de los espacios de Diego en virtud de una expresión a través de la luz o las tinieblas—, en el documental El sitio en que tan bien se está (Marisol Trujillo, 1978) manifiesta:
Sería necesario hallar, descubrir cuál es el secreto, el encanto, el hechizo de La Habana. Pero si nosotros pudiéramos lograr esto, desaparecía inmediatamente el encanto, el hechizo de la ciudad. Sería como violar una de esas prohibiciones que hay en los cuentos, de que no se puede abrir una puerta, no se puede decir cierta palabra, no se puede pasar por algún lugar. Lo que yo sí pudiera decirte, tratar de hacer un resumen, reunir los ingredientes que hay que echar en el caldero para que surja este hechizo, las palabras que forman el ensamble. Una de ellas sería el sol, otra la luz que para mí son dos cosas distintas ya (…), el color de la ciudad, la forma, el dibujo de las casas, esos soportales de las grandes calles de La Habana y el azar con que fue naciendo, brotando, la ciudad.
¿Cuál era (es) la mejor luz para mirar bien en la propia isla el paisaje citadino? Otro escritor, también poeta y ensayista como Luis Cernuda, de visita en La Habana escribió: “Como ciudad parece existir por su cielo y quien quiera hablar de ella no puede hacerlo sin antes hablar de su aire. Para conocerla hay que mirar hacia arriba, y no en cualquier momento del día, sino de preferencia al atardecer”.[3] Es el propio Cernuda uno de los que mejor ha cifrado el hallazgo de la imagen oportuna, para esa voluntad vespertina de retratar, con justicia, el paisaje urbano de esta capital:
(…) en La Habana el atardecer es memorable: el aire no se ensancha tanto como se ahonda, entreabriendo camino como para unas alas, hacia el fondo mismo del cielo, en cuyas nubes, o, mejor, en cuyos celajes, vibran los colores ensordecidos. La silueta de la ciudad entonces, al ahondarse de tal modo el aire sobre ella, parece descansar, igual que la superficie de un agua quieta, bajo la maravilla de su cielo.[4]
De esos colores ensordecidos de la capital en los atardeceres entiende justamente Izuky Pérez Hernández:
La Habana tiene edificios relativamente altos y calles estrechas. Sucede que cuando hay un profundo contraste de luces y sombras —la luz de las diez de la mañana a cuatro de la tarde— crea sombras y luces muy fuertes. Es demasiado contraste, molesta. Es mucho mejor hacer fotos de la ciudad cuando va cayendo la tarde, o al amanecer, que no hay sombras tan marcadas. Es cuando es posible advertir un apastelado en el paisaje. En general, los colores de la tarde son más dorados, más suaves, lo que permite estar acorde con el dramatismo que genera la propia ciudad.
En su carácter documentalista su fotografía reafirma una mirada realista y ávida de una primera percepción visual que reorganiza la estética ya vista o advertida de la ciudad.
La Habana atendida por Izuky parece considerar un habanocentrismo autorreferencial. Mas ello supone incurrir en un desacierto apreciativo, pues de lo que se trata es de explorar una ciudad que no ha podido cambiar tanto como ha deseado. Por antigua o reciente que sea, toda urbe deviene inventario de transformaciones externas, donde pasado y presente dialogan o se divorcian ante sus habitantes.
Izuky es consciente que la continuidad de una ciudad depende de la constancia de cuanto se preserva en favor del espacio público y antes de la calidad de vida de sus moradores. Cuando en la ciudad prevalece el deterioro notorio de sus edificaciones, la elevación de nuevas obras no garantiza el renacimiento de aquella. Con premeditación, se ha renunciado a un diálogo. La ciudad, alegoría de quienes la habitan, se centra lastimosamente en su supervivencia.
¿A Izuky le concierne un debate de la capital entre lo que ha sido y cuanto es? No se dude. Pero esta Habana atractiva que capta su lente tributa a una imagen, en rigor, que pretende perdure. ¿Imagen para la memoria? Más bien imagen que aspira ser —como quieren y logran ser los mejores retratos— registro con ansias de permanencia. El paisaje urbano de este fotógrafo cubano es una declaración de amor por el mejor semblante de una capital que confía —tal vez demasiado— en su ahora.
Aferrados a la vida y, pese a todos los pesares, los paisajes citadinos de Izuky Pérez Hernández revelan un silencio aparente que no la representa a ella ni a sus moradores. La capital cubana, en sus atardeceres, desacelera su ritmo pero no descansa del todo. En esos instantes vespertinos, en que acaso se asemeja la luz auroral de las primeras horas del día, es cuando La Habana emerge en su plenitud cultural y acrecienta su historia.
Notas:
[1] Estudios críticos sobre fotografía cubana. Rafael Acosta de Arriba (coord.). La Habana: Editorial UH, 2020, p.23.
[2] Ibídem, p.26.
[3] José Prats Sariol: “Cernuda, presencias cubanas”, en Proposiciones, Año I/Edición Nº3/1995, La Habana, p.46.
[4] Ídem.