Ser temba tiene múltiples desventajas, sobre todo en materia de entendimiento del mundo moderno, donde casi nada se resuelve ni se consigue como antaño. Solo existen dos maneras de sobrevivir: adiestrarse en telecomunicaciones, bancarización, tutoriales que enseñan desde cómo hacer un atrapasueños casero hasta cómo cepillar al perro, o tener a mano a alguien joven dispuesto, con paciencia infinita, a ayudarnos a no sucumbir entre las fauces de la modernidad en la cual los tembas somos dinosaurios. Este es mi caso, y hago público mi agradecimiento a una muchacha encantadora que responde al nombre de Amanda, y que vive atrás de mi casa.

Amanda, pobrecita, ha intentado en repetidas ocasiones que yo entienda cómo funciona el mundo, y me muestra cómo buscar en algo llamado navegador, a través del cual, al parecer, se encuentran muchas respuestas a las infinitas problemáticas con las cuales tropiezo a diario. Ella me explica, pero afortunadamente no espera a que yo entienda, sino que ella misma va resolviendo mis inquietudes una y otra vez.

Así dispongo de Transfermóvil, por ejemplo, cuestión que jamás hubiera logrado por mí misma. Debo ser una temba con necesidades especiales, algo así como una discapacitada tecnológica, dicho con todo respeto. El día que logré aprenderme cómo entrar a esa plataforma digital, y pagar todas las cuentas de la casa sin moverme del sillón, fui muy feliz. Gracias a Amanda, si bien ha aumentado mi sedentarismo, mi sistema nervioso central sufre menos que antes en nuestra corrosiva cotidianidad.

Todo iba bien, hasta el día de hoy cuando salí. Desde que amaneció, supe que la jornada sería difícil. Tuve uno de esos presentimientos imposibles de explicar, pero que existen, esas señales imprecisas que nos previenen, augurios sin argumentos que parecen advertirnos “No salgas hoy de tu hogar”. No hice caso por mi educación atea, y me dirigí a la feria de Línea y calle L. No necesitaba algo específico, y no debí ir, pero ya dije que me dejé guiar por el materialismo científico, y fui a la feria de mi barrio.

“Tuve uno de esos presentimientos imposibles de explicar, pero que existen…”.

No es objetivo de esta estampa comentar la rara impresión que causa contemplar payasos haciendo sus actos en medio de la venta de plátanos, de calabazas, de ropa usada y de aromatizantes de piso. Sin rumbo fijo, me puse a merodear entre las variopintas tarimas, sin que nada llamara mi atención, hasta que llegué a una mesa cuya dueña exhibía productos naturales para repeler moscas y mosquitos, para fortalecer las uñas y para darle brillo y fuerza al cabello.

Queda establecido que soy una temba, de modo que compré todos esos productos (estamos en época de dengue y de Oropouche, así que el repelente se incluye como necesidad primordial, además del cuidado de la apariencia personal), aunque me llamó la atención (y mucho) que las tres sustancias olieran exactamente igual. Debe ser que si las uñas están fuertes y brilla el cabello, los mosquitos no pican, pensé, y también me propuse preguntarle a Amanda las razones de tan peculiar hallazgo.

De regreso, dispuesta a mostrarle a mi joven amiga el resultado de mis compras, descubrí horrorizada que había extraviado mi monedero. Aunque aún conservaba en él cierta cantidad de dinero, ya que había comprado solo los tres frascos con idéntico olor, no era la pérdida monetaria lo que me angustió, sino el papeleo infinito que me exigirían para volver a tener identificación, licencia de conducir, tarjeta de la clínica dental, entre otros documentos.

Como era de esperarse, acudí a mi vecina, la joven y eficiente y comprensiva Amanda. No más me escuchó, me hizo notar, ante mi pasmo in crescendo, que también había extraviado mis tarjetas magnéticas, con lo cual, estaba expuesta a que me vaciaran mis magros cúmulos de dinero, que serán muy magros pero son míos. Yo, en franca desesperación, le pregunté: “¿Y qué debo hacer?”. “Cancelar esas tarjetas ahora mismo”, me dijo. “¿Y eso cómo se hace?”, pregunté al borde de un ataque de nervios.

“De regreso, (…) descubrí horrorizada que había extraviado mi monedero”.

Amanda, gracias a todos los santos, no se detuvo en explicarme, sino que directamente entró en algo llamado sitio web del Banco Nacional. Allí encontró el número del teléfono adonde debe llamarse en caso de pérdida, robo o extravío de tarjetas bancarias. Ella misma llamó en repetidas ocasiones al número indicado, sin recibir respuesta alguna. “Hagámoslo a la antigua”, dije yo, llamemos al 113, que según recuerdo, es para información general. Amanda llamó, obtuvo otro número, y lo marcó.

Resulta que, como tengo una tarjeta del Banco de Crédito y Comercio (Bandec) y otra del Metropolitano, no es posible hacer la denuncia de una sola vez, sino que es necesario llamar a dos teléfonos diferentes. En resumen: Logramos hablar con ambas sucursales bancarias, y Amanda canceló mis cuentas, de forma que nadie pudiera extraer dinero de ninguna, con el detalle añadido de que pronto debo dirigirme a esos dos Bancos para solicitar que me hagan nuevas tarjetas, para lo cual, antes tengo que hacerme un nuevo carnet de identidad que demuestre que yo soy yo.

Amanda trataba de consolar mi angustia cuando, de repente, recibí en mi móvil un mensaje: “Acabo de encontrar su monedero en la Feria de Línea. Me llamo María del Carmen, y no se lo llevo a su casa porque tengo mucho catarro”. No soy capaz de expresar mi alegría, mi sorpresa, mi estupor ante tal mensaje. De inmediato llamé a esa increíble mujer que seguramente alguna deidad puso en el camino de mi monedero.

Le pregunté cómo había logrado comunicarse conmigo, ya que entre mis identificaciones no está anotado mi teléfono. “Te googleé”, me dijo, y yo no entendí nada, no obstante expresarle mi gratitud inmensurable. Añadí que yo podía hacerle llegar vitamina C, jarabe de aloe, o lo que ella necesitara para el catarro, y le pedí su dirección. Amanda me explicó lo que es googlear, y fue en persona a recoger mi monedero, y a llevarle vitaminas a María del Carmen, bendita mujer cuya amabilidad no alcanzo a elogiar en su justa medida.

“Yo sentía que aún algo más podía suceder, pero por segunda vez, omití el augurio”.

Yo, temba al fin, estaba exhausta. Cuando mi angelical vecina regresó, me dijo como al pasar: “Esa señora es mayor que usted, pero está muy actualizada”. Abracé a mis carnés con una efusividad tremenda, así como repartí besos a mis tarjetas bancarias, a esas alturas ya inservibles. Amanda llamó entonces a los mismos teléfonos de antes, para retirar la orden de cancelación, pero resulta que es imposible el proceso inverso, de modo que de todas formas debo enfrentarme a la vorágine de dos Bancos, para obtener dos tarjetas nuevas.

Al menos, y gracias a María del Carmen, me ahorré los demás inconvenientes de nuevas identificaciones, que no es poca cosa.

Ya más calmada, le comenté a Amanda que debí hacerle caso a mis premociones de temba, y que debía quedarme el resto del día en mi cuarto. “Dese una ducha caliente y relájese, que ya todo pasó”, me dijo ella. “Voy a hacer café para las dos”, agregó.

Yo sentía que aún algo más podía suceder, pero por segunda vez, omití el augurio. En lo que mi joven, angelical, y paciente amiga ponía la cafetera en el fogón, seguí su consejo y me metí en el baño. No más abrí el grifo, se desplomó la ducha y me golpeó en la cabeza esa parte ancha y plana llena de huequitos por donde suelen salir gotas cristalinas para bañarse. Comencé a sangrar por la frente, mientras el agua chorreaba directamente de la tubería, por lo cual no me quedó más remedio que llamar a gritos a Amanda, quien acudió solícita y me ayudó a vestirme.

“Hay días en que lo más recomendable es ni bajarse de la cama, si ciertos y determinados pálpitos nos indican que algo malo puede suceder, es algo que solo los viejos entendemos”. 

Fuimos juntas al policlínico, pero allí no había hilo de sutura ni analgésicos, así que regresamos confiando en que mi propia coagulación se ocupe de restañar la herida, que no es nada seria, la verdad sea dicha.

Escribo esta estampa mientras sostengo sin esparadrapo (que tampoco hay) un pedazo de gasa que me consiguió Amanda, y que ella misma colocó encima de la ceja abierta, y anudó sobre mis orejas. Debo parecer una temba momia. Hablando en plata: hay días en que lo más recomendable es ni bajarse de la cama, si ciertos y determinados pálpitos nos indican que algo malo puede suceder, es algo que solo los viejos entendemos.

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