Esta era mi ciudad, mi amada antigua.
Carlos María Gutiérrez
He visitado muchas ciudades del mundo: Moscú, Leningrado, Riga, Minsk, México D.F., Guadalajara, Madrid, Córdoba, Toledo, Salamanca, Málaga, Sevilla, Marbella, Segovia, Valencia, Alcalá de Henares, Cádiz, Puerto Banús, Ronda, Bilbao, San Sebastián, Vitoria, Lisboa, Caracas, Maracaibo, Ciudad Ojeda, Santa Bárbara de Zulia, Mene Grande, Mendoza, Montevideo, Asunción… las amo, pero ninguna dejó en mí la certeza de vivir que me transmite Santa Clara, una ciudad que el próximo 15 de julio cumplirá 335 años de juventud.
A Santa Clara —ciudad que un día me consideró Huésped Distinguido— arribé en 1955, a punto de cumplir los seis años; aquí inicié mi vida escolar en la que llamaban Escuela de La Pastora, cercana a la iglesia homónima. La calle Nazareno —mi calle— entonces era de tierra; frente a mi casa había un establo donde se resguardaba ganado mular y equino durante las noches; al doblar la esquina, una carbonera; y los pregoneros matizaban las mañanas con sus ingeniosas propuestas: el carbonero (por latas y por sacas), El Chíviri (chiviricos y empanadas), el manisero (tostado y garapiñado), el amolador de tijeras (su pipitaña cautivante). Lo que más circulaba por esa vía eran carretones de caballos. Y se trataba de una vía relativamente céntrica.
“Santa Clara ha sido, desde entonces, mi ciudad, provinciana y pintoresca”.
Mi preceptor, el tío Armando Rojas, tenía una bodega en la parte delantera de la casa, donde fiaba y vendía víveres, bebidas, dulces y de todo lo que se pudiera vender. Recuerdo que un día me dijo que a la Coca Cola se le ganaba un centavo, pues la fábrica se la daba en cuatro y él la vendía en cinco. Calculemos entonces el valor de un centavo de la época.
Santa Clara ha sido, desde entonces, mi ciudad, provinciana y pintoresca. Otros sitios de Cuba también lo son, pero ella carga con la ventaja. Gracias a esta ciudad, donde crecí culturalmente, aprendí que la vida se archiva en colores. Creo que, en comunión con los otros niños de mi cuadra, con los que jugaba a los trompos, los balines, la bamba, viola y el paso, una mi mula, paso gigante, cruz roja, los escondidos, el viejito pega-pega, el agarrado, Antón Pirulero, los indios y cowboys, aprendí también sobre la diversidad de los gustos y lo impredecible de los comportamientos.
Con casi todos aquellos amiguitos alguna vez me engarcé a los piñazos (más bien a soplamocos) porque los mayores se divertían cazando peleas, como si fuéramos gallos; nos mandaban a mojarle la oreja al rival de turno, elegido a capricho. Era una cuestión de honor dar la batalla, pues ensalivarle la oreja a otro niño era una de las provocaciones mayores, solo superada con pisar la raya en el piso donde —nos decían los grandes— estaban nuestras madres. Quien no respondiera como es debido ganaba un desprestigio que solo con una revancha contundente se podía lavar.
En aquellos días supe, sin conciencia del peligro que para ellos generaban, de las labores de conspiración contra la dictadura de Batista en que estaban involucrados mi tío y mi abuela Emilia. Por primera vez oí tiros de verdad, el 9 de abril de 1958, estallaron petardos y perdí, porque se me fue a bolina, el papalote que me había confeccionado Guido, uno que mariposeaba alrededor de mi mamá, recientemente divorciada de mi padre. Supe de un primero de enero con barbudos legendarios en las alborotadas calles.
Han pasado las décadas en una magnitud que me asusta, pero en la Santa Clara de cada uno de esos decenios pasados por mis años siempre he entrevisto el lugar donde ponerle sentido a la vida. Es cierto que otros escenarios del mundo, y del campo cubano, han alebrestado en mí los entusiasmos creativos y las ganas de ser útil, pero esas calles feas y estrechas le trasfunden a mi alma una energía que me conmina a enriquecerlo todo.
En Santa Clara, hoy y hace décadas, se respira cultura. Lo que desde ella ofrecemos ha matizado muchos momentos de tensión extrema. La sola existencia de un lugar como El Mejunje, que desde 1984 le está avisando al mundo que la diversidad y el rigor no están reñidos para hacer entregas de inmejorable acabado, bastaría para celebrar año tras año la fecha de fundación de la que es más clara que santa.
“En Santa Clara, hoy y hace décadas, se respira cultura”.
Últimamente, un fenómeno de animación de las comunidades, con la entrega de artistas y promotores llegados de todas las instituciones, ayuda a que la dura cotidianeidad se repliegue y la gente se nutra con la belleza de la música, la poesía, la magia teatral, alimentos indispensables para que la vida se salve, por instantes, de lo perentorio. Esa expansión hacia las periferias ha sido una de las tónicas más destacadas de la vida cultural santaclareña en los días posteriores a la COVID-19.
La ciudad sufre, como todas las otras de la Cuba bloqueada, con las asimetrías que la escasez, sumada a la especulación y la pulverización de los salarios, toca a la puerta cada día. Sufre, pero no fenece. Santa Clara sigue siendo una ciudad alegre. Los durísimos ajustes se van paliando, con diversas variantes de creatividad y solidaridad, aunque persistan las insuficiencias. Confiamos en que algún día se recuperará el equilibrio, pues se trabaja para superarlo.
Entre el 12 y el 15 de julio se llevarán a cabo las celebraciones por el significativo aniversario 335 de la fundación. Todas las instituciones culturales tienen su programa; algunas ofertas crecerán. Por unos días nos centraremos en celebrar nuestra permanencia en este sitio donde siempre se ha podido pensar en un mañana mejor, hijo del hoy —por incierto que sea— y de la historia que define el relato de nuestra grandeza.
A mi ciudad, que nadie venga a mojarle la oreja; somos muchos los dispuestos a cuidar su luz.