Del siglo XX por siempre recordarán los anales habaneros la explosión (por sabotaje) del vapor francés La Coubre; del siglo XIX quedan las memorias y testimonios de la explosión del acorazado Maine, y del XVIII, el estallido, “partido por un rayo” (literalmente hablando) del navío español Invencible.

El Invencible era orgullo de la Armada española y terror, por sus dimensiones y poderío de fuego, de los enemigos de la Corona. Portaba 70 cañones, pertenecía a la escuadra del teniente general don Rodrigo de Torres y se había terminado de construir en los astilleros del Real Arsenal de La Habana en 1740.

Pero lo que menos podían esperarse sus tripulantes y oficiales es que en la tarde del 30 de junio de 1741, hallándose fondeado en el muelle de San Francisco, volara hecho pedazos y causara la mayor conmoción hasta entonces registrada en la ciudad.

Plano de los astilleros del Real Arsenal de La Habana/Tomada de Internet

Caía un aguacero con ráfagas de viento de tormenta y descargas eléctricas sucesivas cuando un rayo impactó sobre uno de los mástiles del Invencible por encima de la cofa, alcanzando los aparejos que hubieran permitido maniobrar el velamen. Lastimosamente, a mucha tela y madera se reducían entonces aquellos “monstruos” del océano que en realidad constituían tonificante proteína para las llamas.

El incendio desatado resultó incontrolable para la tripulación, temerosa de que alcanzara la santabárbara donde se hallaban 400 quintales de pólvora y otros elementos inflamables. La explosión fue dantesca, arrojó un saldo de 16 marineros muertos y más de una veintena heridos.

El estruendo se sintió en toda la ciudad, los restos desprendidos del buque alcanzaron cientos de metros, los destrozos en tejados fueron cuantiosos, la antigua iglesia parroquial sufrió resquebrajaduras tales que más tarde determinaron su demolición. Otros buques amarrados al muelle también sufrieron los estragos de la explosión, cuyos daños totales cuidaría el gobernador general de no explicitar demasiado al monarca para no provocarle un “infarto” económico.

“La explosión (…) arrojó un saldo de 16 marineros muertos y más de una veintena heridos”.

Ante la incertidumbre, los vecinos abandonaron sus hogares para refugiarse en las afueras y el pánico cundió desde las esferas oficiales hasta los más humildes pobladores. Aquella tarde se coaligaron la intensidad de la tormenta y la fuerza expansiva de la pólvora para devastar la ciudad y aterrorizar a sus habitantes.  

Hoy apenas se recuerda la fecha, y el 30 de junio pasa inadvertido. Mucho ha llovido de 1741 acá. Y otras tormentas eléctricas han azotado a la capital. Afortunadamente, ya el pararrayos nos protege… aunque ante los rayos y truenos lo más seguro es estar fuera del agua y quedarnos tranquilos en casa.

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