Mi primer encuentro con la obra de Cosme Proenza —y creo que también el de parte de mi generación— estuvo marcado por eso que Walter Benjamin definió, en su conocido ensayo, como la “reproductividad técnica”. Las obras de Cosme nos llegaban en fotos, en reproducciones, en imágenes que uno miraba absorto como se mira la maravilla. Resulta, cuando menos, curioso que haya sido así que muchos conocimos su obra antes de verla en una galería y comprobar la reafirmación de ese diálogo inicial, la constatación del prodigio, porque de similar manera, en los campos de su natal Santa Rita, el adolescente Cosme conoció “las obras maestras y los autores que la civilización occidental difundió como universales”. En las páginas de revistas como Carteles y Vanidades, y en los cursos por correspondencia de la Academia Interamericana, inició esta “educación sentimental” que le permitiría ir adentrándose en el uso del color, en las técnicas de dibujo, en el trabajo con el medio y la preparación del soporte; dándole forma a sus herramientas y a su vocación de pintor.

Presentación del libro por parte del equipo detrás de sus páginas. Imágenes: Robert Rodríguez

El libro sobre arte, como sabemos, está fuertemente ligado a su trabajo. Para el artista que aseguró que su obra es “pura investigación”, estos constituyeron los soportes básicos para esa investigación inicial que resultó ser la antesala de su inquietud “ante cuestiones como el sujeto, la historia, el Arte, los museos, las máquinas”: el arte y la imagen, la imagen y su reproductibilidad; lo que articuló el amplio discurso que atraviesa horizontalmente su obra. Ahora Cosme nos es devuelto en las páginas del libro Un juego enorme con el tiempo, entrevista realizada por la realizadora audiovisual Alejandra Rodríguez Segura, con la asesoría de Ángel San Juan, para aprehenderlo, para oírlo en cada palabra mientras leemos su testimonio, de similar manera a como él se adentró en esos años en el Bosco y Brueghel, en Da Vinci y en Miguel Ángel, en Velázquez y en Goya, en los impresionistas franceses, trazando un arco que va desde los tiempos del antiguo Bizancio hasta la modernidad, con artistas como Jasper Johns, Robert Rauschenberg, Pollock, Morris Louis y Barnett Newman, años que coinciden en el ámbito internacional con el agotamiento de la abstracción. Leyéndolos y viéndolos, investigándolos y haciendo un ejercicio de análisis, viviéndolos… así fue conformando su obra. Es como si los ciclos continuaran abiertos siempre, en expansión. Es como si la permanencia de la tradición en la vanguardia no dejara de fluir, porque, justamente, la obra de Cosme Proenza no puede comprenderse sin esos principios que “tienen al menos quinientos años” y que, en su caso, acompañaron la intención de unir la tradición y la vanguardia, e investigar desde Holguín —el sitio donde quiso hacerlo— las capas y profundidades de la Historia del Arte Occidental, que integran la génesis de nuestra identidad.

“(…) la obra de Cosme Proenza no puede comprenderse sin esos principios que ‘tienen al menos quinientos años’”.

Resulta interesante —y lo justifica su propia formación intelectual— como Cosme Proenza no partió de las raíces digamos que más inmediatas, las de su origen campesino y las de las vanguardias cubanas, sino que trabajó, estableciendo un diálogo fecundo, desde el análisis de la tradición, con lo más intelectual de la cultura de Occidente. Miró —sin utilizar este “discurso campesino” y desde una esfera pública proletaria— a la universalización del arte desde lo local y fue capaz, asimismo, de transformar estos contenidos a partir de una herencia medular, para devolver una historia otra sobre el arte de Occidente (sobre lo más canónico de este, la pintura), siendo —recordemos a Ortega y Gasset— un transeúnte por la historia del arte.

“No puedo citar a un grande si no puedo ni siquiera asomarme a un diálogo con él”, aseguró en el documental Cosme, un enorme juego con el tiempo, dirigido por Alejandra y al cual no podríamos separar del libro, pues resultó la génesis del proyecto editorial: si el documental fue un homenaje al amigo-artista que, en su Holguín natal, se sabía querido y admirado; el libro, al complementarlo, lo es también. Como dije entonces en las palabras de presentación, Cosme, un enorme juego con el tiempo es un autorretrato de Cosme, quien supo que además de su obra, que ha influido a varias generaciones, este documental sería como esa carta al mundo que lanzó la poeta Emily Dickinson: una carta-testimonio que permite acercarnos, curiosos y motivados también por la admiración, a momentos vitales de su vida: a la génesis y los caminos de un maestro. Por eso este es, sobre todo, un libro necesario y sincero, como sincera es la mirada de Cosme Proenza. Él mismo aseguró que “se es personal en la medida que se es sincero consigo mismo”, como aquel Martí de Jorge Arche que, con la mano en el pecho, le cautivó en su infancia. Este libro publicado por Ediciones La Luz, con edición de Luis Yuseff, corrección de Mariela Varona y diseño de cubierta e interiores de Robert Ráez, es otra carta lanzada al mundo. Aquí también Alejandra nos entrega otro autorretrato de Cosme pintado por Cosme, y por ella, junto con el equipo editorial de La Luz; luego de varios años de profusa investigación y trabajo, y con la humildad del orfebre, o del copista e iluminador que en el claustro medieval, a la luz de la vela, dejaba que la pluma creara maravillas insospechadas, misterios por imaginar. A todo ello —como amplios pórticos de luz que custodian la entrada a mundos que apenas vislumbrábamos, incluso quienes nos habíamos detenido un poco más en su quehacer— nos acerca un libro que, en su valor testimonial, resguarda la memoria de uno de nuestros grandes artífices, y que nos hace agradecer la dicha de haber vivido similar tiempo bajo el sol en la misma ciudad; incluso que podamos decir a nuestros hijos y nietos, con orgullo, que fuimos contemporáneos de Cosme Proenza.

En la presentación, el público ávido de adentrarse en la obra “de belleza divina y humana” de Cosme.

Este libro —producto de largas conversaciones en la etapa de filmación y de disímiles complicidades que unieron (unen) a la directora y al pintor— complementa, como dije, el documental. Podríamos alternarlos y buscar la continuidad de ideas parar ampliar los temas. Este es un material de amplio valor, no solo para investigadores y artistas, sino para todo aquel cuya sensibilidad quede atrapada o rozada por la belleza, pues Cosme no creía en el posible agotamiento, en su devenir histórico, del sistema de valores plásticos establecido por el humanismo renacentista, pues confiaba en su continuidad y expansión, a través de la investigación, la apreciación y el acto creativo; y la fuerza de su plenitud humanista. “La belleza es imperdonablemente adhesiva, no hay manera de escapar de ella”, me comentó una vez.

“(…) la ventaja de ser viejo es que eres como San Juan en el Apocalipsis, que ves desde más alto cada día”.

Todo lo anteriormente escrito (y hasta el libro) es apenas una nota al pie en la obra de Cosme Proenza (como diría Severo Sarduy al comparar su literatura con la de José Lezama Lima): apenas unos apuntes a modo de agradecimiento, unos trazos inconexos, un leve rasguño, imperceptible, en esa roca que Sísifo de Corinto, desde tiempos inmemoriales, continúa levantando cuesta arriba en la empinada ladera; unas líneas que han tratado de estar en sintonía y diálogo con las investigaciones de Ángel San Juan que sirvieron de catálogo para Paralelos. Cosme Proenza: Historia y Tradición del Arte Occidental. Lo importante —y lo que nos muestra este libro, con su voz como interlocutor ideal— se encuentra en su obra plástica, luego de un trabajo de más de cinco décadas. Ese ha sido su rasguño en la roca, su manera, desde la tradición occidental, de convertir la utilidad en virtud; su manifiesto sobre tela. Una vez Cosme me dijo que “la ventaja de ser viejo es que eres como San Juan en el Apocalipsis, que ves desde más alto cada día”. Esta posibilidad nos permite volver, entre los hilos del tiempo, sobre lo pasado. Desde la altura de hoy, al lado de sus ángeles tutelares y de los maestros a los que tanto admiró y con los que dialogó a plenitud, y bajo el manto de la Virgen de la Caridad del Cobre, Cosme Proenza Almaguer nos acompaña, mientras se escucha la Sinfonía no. 4 de Johannes Brahms. Él siempre supo que “lo grande que tiene el arte es su capacidad de expansión” y que si algo podrá permanecer será su belleza divina y humana.

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