Mi abuela y mi madre en medio de una discusión en la que solo habla la primera, es algo digno de escuchar, no te lo pierdas si pasas por mi ventana. Puedes entrar, yo te dejaré un puesto detrás de la puerta de mi cuarto para que puedas disfrutar junto a mí. Sobra espacio, porque mi hermano ya no está. Seguramente estarán recordando la única vez que fueron juntas a un evento literario. Esa es una de las discusiones más divertidas, así que espero la repitan el día que pases por mi ventana.

Te adelanto el orden: Primero mi abuela le reprochará a mi madre que haya escrito el relato ganador de un concurso responsable de ese único viaje que hicieron juntas hacia la provincia convocadora. El tema era “Mujer cubana actual”, y mi madre, tímida y agobiada como suele ser, salió extrañamente de su habitual furia contra el mundo, y se atrevió a escribir un cuento sobre el asunto. Nos prohibió a mi abuela y a mí que lo leyéramos en primera instancia, y aunque a mí ese gesto me tiene sin cuidado, a mi abuela le parece, hasta el sol de hoy, un acto de alta traición. El nombre del relato: “Cómo ser cubana y no morir en el intento”, fue suficiente para que mi abuela considerara una desfachatez mostrar a la luz pública lo que ellas deben soportar por el glorioso hecho de pertenecer a tan consagrado sexo (palabras de ella, por supuesto).

A continuación, escucharás a mi abuela contar los horrores que tuvo que soportar en el evento literario. Será una de las mejores partes de la discusión, así que atiende bien lo que ella dirá: Eran todas unas tipas extrañísimas las que estaban ahí, no sé para qué me invitaste, la verdad. Flacas, despeluzadas y con ropas que parecían de payasas, las mujeres aquellas debían dedicarse a mejorar sus portes y sus aspectos en lugar de estar jugando a ser artistas, ¡qué barbaridad! ¿Y qué me dices de los zapatos que usaban? Preguntará mi abuela, y ella misma responderá: Como si andar en chancletas de baño fuera estar adecuadamente calzada. Todas, salvo tú y yo, usaban chanclas de goma para asistir a las sesiones del evento, ¡qué barbaridad! Y para colmo, algunas se descalzaban en público, como si a alguien pudiera interesarle los dedos de los pies de nadie. Dedos cuyas uñas, para recontracolmo, estaban sin pintar. Parecían puras monitas tercermundistas, con esos pies flaquísimos y esas uñas descoloridas. Chica, sácame de una duda, ¿para ser intelectual hay que estar malnutrida, y renegar de nuestro colorido de toda la vida? ¡Qué barbaridad! El único cuento más o menos entendible de los que se leyeron ahí fue el tuyo, hija. No es que me haya gustado, que conste, porque me parece una desfachatez renegar de nuestro glorioso sacrificio en bien de los hijos, de la patria y del porvenir, pero al menos tenía oraciones con artículos, sujetos, predicados, adverbios y no como los otros cuentos, que además de que eran leídos a través de gafas de sol, empezaban lo mismo por el final que por el medio con malas palabras y frases incomprensibles como “adoro la tuya mejor parte corporal” o “supe que tus huevos eran comparables con paredes dibujadas con mantequilla”, ¡qué barbaridad!.

“Primero mi abuela le reprochará a mi madre que haya escrito el relato ganador de un concurso responsable de ese único viaje que hicieron juntas hacia la provincia convocadora”. Imagen: Tomada de Pixabay

¿Y qué me dices de los actos aquellos donde lo mismo aparecía un dúo, un trío, que una gorda viejísima que decía transformarse en Sara Montiel para regocijarnos? Ay, Dios mío, no sé para qué me llevaste contigo. Los tríos y los dúos siempre me han provocado dolores de cabeza además de una tristeza tremenda. ¿A ti no? No, qué va, no sé para qué te pregunto. A ti siempre te da lo mismo chicha que limoná. Me acuerdo que las mujeres de esos dúos y de esos tríos también usaban gafas de sol mientras cantaban, como si fueran todas del grupo “5 u 4”, aquel conjunto de ciegos, ¿recuerdas?, y también usaban chancletas de baño en los escenarios, ¡qué barbaridad! Había una en particular, tan flaca y despeinada como las escritoras del evento, con buena voz, la verdad. Me acuerdo que su tono se parecía al de Mercedes Sosa. Pero a esta joven le dio no solo por presentarse en la tarima con las ya esperadas pantuflas de baño, sino que además, se descalzó allí mismo frente al micrófono y cruzó un pie sobre el otro, como hace Silvio Rodríguez, pero esta vez con los diez dedos afuera, ¡qué barbaridad! Y lo de la anciana imitadora de Sarita Montiel desbordó cualquier cosa, aquello no tenía nombre. Bueno, tal vez sí: el horror mismo.

“(…) ¿para ser intelectual hay que estar malnutrida, y renegar de nuestro colorido de toda la vida?”

A la voz de mi madre apenas la escucharás, solo un murmullo que dice: Sí, mamá; es verdad, mamá; tienes razón, mamá, porque la pobre estará cansada de lo mismo con lo mismo, así que mientras mi abuela despotrica contra el evento literario, ella escoge el arroz, o pasa un paño sobre los muebles o realiza cualquiera de sus actos cotidianos. Y como bebían todos allí, ¡qué barbaridad!, seguirá mi abuela rezongando. Yo creía que solo los hombres empinaban el codo a la menor oportunidad, pero no, qué va, las mujeres también. Menos mal que tú y yo nos comportamos a la altura de lo que somos: damas decentes. Las otras no, aquellas flacas despintadas con aires de haber trasnochado meses seguidos, tomaban cualquier cosa de cualquier recipiente, ¿te acuerdas, hija? Lo mismo de vasos plásticos que de botellas picadas a la mitad, de envases de cartón que de copas de color ámbar, un relajo fue aquello. Esa es la única razón por la cual se podía entender que leyeran y cantaran con gafas de sol en la cara: para que no se les notaran los ojos rojos, las bolsas de abajo y las ojeras, digo yo. Yo no sé para qué me invitaste, la verdad, porque ni la comida servía. Unos pollos más fríos que los pingüinos del Polo Norte, y unos arroces de cuando los mambises, metidos al como quiera en esas cajitas de cartón que huelen a rata vietnamita fue lo que nos brindaron los tres días seguidos, ¿no es verdad?

¿Y qué me dices del alojamiento? ¡Qué barbaridad! En lugar de ubicarnos en un buen hotel, con piscina y aire acondicionado como merecíamos tú y yo, nos mandaron a unas instalaciones de bases de campismo, ¿te acuerdas de la cabaña que me tocó a mí? Era la más distante de todas, como si yo tuviera edad para escalar montañas. Un cuartucho cuya puerta principal y única tropezaba con el camastro donde se suponía que yo iba a descansar. Luego me enteré de que me decían Machenka la del oso, por unos muñequitos rusos que nunca pude tolerar. Aquello fue terrible, ¿por qué tú habrás permitido semejante atropello a tu madre? Jamás lo entenderé. Desde la primera noche tuve que mudarme a tu cabaña, ¿recuerdas? Menos mal que en tu baño no había ranas, porque en el mío pululaban y ese asco era demasiado para mi dignidad. Yo creo que a tu compañera de cuarto no le hizo ninguna gracia que yo me mudara, pero no me importó. Era una de las flacas borrachas aquellas que luego leyó un cuento sobre un escaparate lleno de flores de calabazas o un disparate por el estilo, ¡qué horror!

“Yo creía que solo los hombres empinaban el codo a la menor oportunidad, pero no, qué va, las mujeres también”.

A esta altura del monólogo de mi abuela, escucharás a mi madre decir: ¿Por qué no cambiamos de tema, por favor, mamá? No te molestó cuando nos dieron el cheque de los 150 pesos que gané y que luego gastaste en tres pomos de cloro, ¿por qué no te quejaste en el Banco Popular de Ahorro de esa provincia? Ave María Purísima, dirá mi abuela, protestar en un banco está más allá de mis posibilidades, tú sabes que mi lema es “lo que te den, cógelo”, y además, hija, ¿de qué vale protestar? Yo solo digo lo mal que la pasé en ese lugar para que no se te ocurra volver a invitarme. Es más, no sigas escribiendo cuentos. Deberías dedicarte a una novela o a escribir poemas para luego probar suerte en otro concurso, a ver si nos envían a un sitio más adecuado, con mejor transporte. Porque no creas que he olvidado los medios en que nos trasladaban, ¡qué barbaridad! Nos vinieron a buscar en un buen auto, si bien de la época anterior a tu nacimiento, aun potable. El chofer, ¿recuerdas?, fumaba unos tabacos espantosos, pero hay que reconocer que el viaje fue bueno: rápido y sin contratiempos. Ese fue solo el inicio, para que nos confiáramos. Luego nos montaron en unos camiones de nuestra etapa soviética, y apelotonadas con las flacas despeinadas y borrachas, llegamos a cabañas espantosas, ¡qué barbaridad! ¿Y qué me dices de cómo nos trasladaban para las lecturas, los cantos de dúos y de tríos, e incluso para la imitadora de la Montiel? No había forma humana de saber en qué ni quién nos recogería después de los actos o en la Base de campismo.

¿Te acuerdas de esas bicicletas chinas de la época de Mao en que nos llevaron la vez de la imitadora de Sarita Montiel? Fuimos todas, las flacas etílicas y tú y yo en catorce de esos aparatos, manejados por unos tipos rarísimos que eran mudos. Al menos, no pronunciaron palabra en el trayecto entre las cabañas y el Museo Numismático donde se celebraba el acto. Para luego devolvernos a nuestro hospedaje en unas carretas haladas por caballos que partían el alma. ¿Y qué decir de cuando nos esperaba un flete de taxis a la salida de una de las lecturas de cuentos ganadores? Ave María Santísima, casi me muero del susto cuando vi la ristra de autos negros que parecían de la mafia siciliana. Los choferes tenían el pelo largo, recogido en una coleta imposible de peinar, y usaban camisetas en lugar de estar adecuadamente vestidos para la ocasión. ¿Te acuerdas del tiempo que pasamos en plena calle esperando que alguien nos trasladara sin adivinar que nos habían enviado esos taxis mafiosos con sus choferes ordinarios? No fue hasta la medianoche cuando se te ocurrió acercarte a uno de ellos para preguntar qué hacían allí en fila india, y dijo: nos orientaron que recogiéramos aquí a unas intelectuales y las lleváramos a nuestra Base de Campismo Popular. ¡Somos nosotras! Gritaron las flacas, y sin orden ni concierto nos montamos. Recuerdo que me tocó sentarme al lado de una ganadora del género poesía, que estuvo recitando todo el camino, un espanto doble. Yo no sabía si gritar, si halarle el moño al chofer o si saltar del taxi para que me atropellara un camión soviético, un caballo o una bicicleta maoísta, me daba igual. Como a ti siempre todo te da lo mismo chicha que limoná, ni te enteraste. Te vi riéndote, no creas que no. El carro donde iban tú, la borracha de las flores de calabazas y la trovadora con voz de Mercedes Sosa pasó cerca de donde viajábamos la poeta y yo, y te vi a través de mi ventanilla muerta de risa, ¡qué barbaridad!

“Como a ti siempre todo te da lo mismo chicha que limoná, ni te enteraste. Te vi riéndote, no creas que no”.

Es que nuestro chofer se parecía a Woody Allen, mamá, dirá mi madre, y por eso nos reíamos. Qué manía de encontrarle parecido a todo el mundo, agregará mi abuela. Como si eso tuviera alguna importancia. El acto final, ¿te acuerdas?, fue ya el colmo blindado, el desbarajuste máximo: en un patio cualquiera adornado con guirnaldas navideñas, reunieron a todas las integrantes de los dúos y los tríos, y también a la vieja Montiel, para acabar de rematarnos. El locutor del acto, ¿te acuerdas?, un tipo cuyo lenguaje no llegamos a entender bien, hacía unas muecas que él creería graciosas pero que a mí me parecieron grotescas, dejaba que nosotros mismos adivináramos el orden de las artistas. Primero un dúo, luego la vieja Sarita, más tarde un trío y así, hasta que reaparecían en el mismo orden haciéndonos creer que no solo era espantosa la despedida sino infinita, qué cosa más grande.

Menos mal que nos tocó para el regreso el mismo auto de antes de que nacieras, aunque fuera con otro chofer, ¿no es verdad? Uno de los sicilianos con moño y camiseta fue quien al fin nos devolvió a nuestra ciudad. Nunca entendí para qué le diste a las flacas borrachas despeinadas nuestro teléfono, si nunca han llamado para invitarnos a nada. Una perdedera de tiempo, hija, pero a ti seguro te da igual. Yo lo único que digo es que deberías dedicarte a escribir una novela. Que sea bien buena, ¿me oyes?, para que luego nos llamen de otro lugar, y podamos descansar entre sábanas olorosas y bañarnos en una buena piscina. Niña, ¿tú me estás escuchando? Hay un silencio tremendo en esta casa, me da la impresión de que nadie me hace caso, como siempre. ¿Y el niño y su amigo qué hacen, que tampoco se sienten? Mejor me asomo al cuarto. En ese momento, yo abriré un libro cualquiera, te daré una revista a ti, y fingiremos que estábamos entregados a la lectura desde temprano, como si fuéramos dos niños de otra época. Mi abuela nos sonreirá desde la puerta, y por último le dirá a mi madre: menos mal que este niño es discreto y tranquilo, cómo me gusta el niño, qué bueno nos ha salido, hija. ¿Vas a seguir limpiando los muebles o me vas a atender? Qué cosa tan grande, Ave María purísima, en esta casa no se me presta la menor atención. Nadie escucha lo que yo digo: a todos les da igual chicha que limoná.  

4