Unos navegantes que juegan a adentrarse en las olas, despreocupadamente perderse en un punto del horizonte. Unos abrazos, que cuanto más hondos, parecen quebrar los cuerpos que los protagonizan. Una mano extendida, un adiós con más aire de desgarre, de punto final, que de posibilidad de reencuentro, en todos los sentidos marcan pautas precisas, unívocas.
Danzaire, la compañía pinareña que dirige Yurien Porras, ha ganado por estos días la atención del público vueltabajero. Como quien realiza un balance sensible sobre su propio destino, como el que no se cansa a unos metros de la orilla y se ofrece brazadas vitales que le conduzcan a tierra firme, esta vez bajo la tutela de José Miguel Castillo, regresa a las lides de diseminar metáforas sobre el campo de la escena. El resultado de la cosecha no nos ha defraudado. Entropía, es uno de los espectáculos más afortunados, para no ser absolutos, que haya presentado la compañía veguera en los últimos años.
Si antes Sinfonía de la alegría (2021), Supernova (2022), Córpora (2023), Orishas (2023), devinieron más bien tanteos formales estilísticos, con algunos pasajes memorables, dignos, donde se escrutaban sendas que pudieran definir la poética de Danzaire, ahora, Entropía, surge en el panorama del repertorio de esta agrupación como una criatura ambiciosa, reclamada, de pasos resonantes. Tiene la potencialidad de resolverse desde un andamiaje escénico perfilado, pero más allá de esto —he aquí su mayor ganancia con relación a las mencionadas presentaciones anteriores de Danzaire— resulta ser una entrega portadora de un discurso bien definido, con un notable y agradecible gesto de ahondar en la realidad social, el aquí y ahora, de la isla.
José Miguel Castillo, experimentado coreógrafo y bailarín vueltabajero, partiendo del texto homónimo del dramaturgo Alfredo Troche, alza sus propios arrojos. Edifica una Entropía irremediablemente definida por su voz autoral, por las cuerdas que, desde que fundara Danzaire en los noventa, puntualizan su poética creativa: marcada por una vocación por las imágenes fuertes, muy teatrales; la apuesta por un ejercicio danzario donde la compleja partitura de frases suele determinar un severo desempeño físico de los intérpretes. Una poética en la cual pesa la exploración de las esencias más profundas que jalonan la existencia del ser humano, que gravita alrededor la devoción por formar bailarines conscientes de la importancia del mapeo constante de información danzaria, consecuentes con el valor del autoconocimiento y las lecturas sociales agudas.
Esos son los pilares sobre los que se ha levantado Entropía. Estructurada en tres cuadros,esta pieza se revela desde una lógica narrativa fragmentada donde cada frase, cada suceso, ha sido concebido, va describiendo intencional y minuciosamente la multiplicidad de universos en crisis, dentro y fuera de los danzantes. Así pues, el hecho coreográfico que encontramos en el Teatro Milanés, viene a ser como una suerte de exposición, en el sentido de las artes visuales, en que se pueden encontrar los cuadros más variados, de las más disímiles técnicas, atrapando momentos complejísimos de nuestro día a día.
“Cada frase y suceso en Entropía ha sido minuciosamente concebido”.
Sin embargo, pese a la diversidad de rostros, toda la muestra está atravesada, se tensa sobre un fino eje imaginario que contemplamos enseguida: las crisis que se producen muy adentro de los sujetos escénicos y en las zonas en que habitan.
Iluminadas tenuemente con hilos de luz en verde, azul o casi en oscuro total, las criaturas danzantes moran en un paisaje áspero, sensible, caótico, en el que los sentimientos pululan siempre a flor de piel y nunca falta el espacio para el nudo en la garganta. En este contexto de atascaderos puede ser tan conmovedor el último beso que se profesa una pareja, un postrero abrazo para retener a alguien, como los cortes, las laceraciones mutuas, los delirios en forma de efecto dominó o los cuerpos quebrados que intentan salvarse unos a otros elevándose en pos de un haz de luz en medio de la oscuridad en escena.
Ciertamente sobrecogedoras, bellas, polémicas, son muchas imágenes. Surgen como agujeros negros en el seno de Entropía. Instantes tales como la primera sección, del segundo cuadro de la obra, en que los intérpretes se trasforman en una masa casi compacta de autómatas que parece no tener más destino que asfixiarse en su propia monotonía, en sus propios límites. No menos atendible es la huella sutil, delicada, precisa, del dúo que protagonizan dos jóvenes bailarines (él y ella) que contrasta deliberadamente con la secuencia final de la obra, toda una apoteosis, en la cual los bailarines se sumen en una rumba estilizada, habita de lo contemporáneo y lo folclórico, expresando desde la improvisación, más allá de las crisis, las ganas de vivir, de superar las olas de desgajes, las horas de ramalazo.
Desde hace algún tiempo, jóvenes figuras egresadas del nivel medio de enseñanza artística, sea de la ENA o de la Unidad Docente de la Compañía Lírica “Ernesto Lecuona” de Pinar del Río, se vienen sumando a las huestes de Danzaire; lo cual ha sobrevenido en un florecimiento de ímpetus, un reverdecer, nuevos proyectos creativos en esta compañía. Entre esas figuras está Alexander Hernández, quien, todavía de prácticas profesionales, demuestra tener condiciones para ser un intérprete de calibre. Además de sus bien conocidas condiciones físicas, de su destreza para evolucionar en diversas modalidades danzarias (desde el folclore hasta la danza contemporánea), en los espectáculos en que se ha enrolado (Orishas y Entropía) demuestra organicidad natural, lirismo innato y una cierta ductilidad que le deja fluir, crecerse, gestar en escena una huella que roba la atención.
Josué Calzada, Guillermo Alejandro Rodríguez y Aliennis Valle también han aportado mucho a Entropía. En el caso del primero, es digno reconocer que además de su dominio técnico y su búsqueda de sentido de verdad en la interpretación, sobresale la pasión que desborda, que aporta seguridad al conjunto. Guillermo y Arlenis, por su parte, a un año de egresar de la academia de arte, ya comienzan a dar frutos, se observan en estos avances sobre las impresiones de formación, sobre todo en el trabajo de relación, en el sentido en que asumen la interpretación. El dúo que protagonizan, sin grandes complicaciones, repetimos, es una muestra de delicadeza, pasión y compenetración.
Entropía es resultado de trabajo arduo y dedicado.
Entropía, nos atreveríamos a decir, es un importante punto de alza dentro de la nómina creativa de Danzaire. Encontramos a una coreografía, a un coreógrafo, a un José Miguel Castillo renovado y a unos novísimos bailarines con un evidente crecimiento luego de intensas jornadas de aprendizaje y labor en escena. Y aunque todavía la obra se encuentra en una fase donde quedan por madurar algunas de sus zonas —precisar detalles concernientes al trabajo de dinámicas, proxemia, la limpieza en algunas frases y la labor de conjunto de los bailarines— desde ya, esta pieza, desde su armazón global, muestra sus quilates. De manera que nos queda la certeza de que el fuego de las tablas se encargará de curtir el sabor de este vino que bien nos ha llegado a la mesa, que bien agradecemos todos los que seguimos de cerca los esfuerzos por crecer y reponerse por parte Danzaire.
Notas:
En el caso de las tres primeras obras, existía una hibridez entre ballet neoclásico y la danza contemporánea que pasó sin penas ni glorias. Luego, las dos piezas más recientes, cuajarían desde el sutil paso de aunar el lenguaje del contemporáneo con elementos del espectáculo y el folclore. El resultado más laudable de estos montajes sería, además de ser agradecidos por el público, que tendrían el mérito de convocar a Danzaire a realizarse cuestionamientos a lo interno, que la agrupación se convocara a indagar, más allá de la factura estética, formas sustanciales de llegar al espectador.