La magia shamánica desde la literatura de Emerio Medina
En Derecho Mercantil se suele aludir a cierta categoría denominada personalidad jurídica propia. Se trata de una entidad que precisamente es ella y responde como ella a todos los efectos. El Derecho Mercantil nos lega otra palabreja: objeto social. Se trata de aquello que ejecuta, aquello que hace, una entidad dada y solo ella. En puridad uno es lo que hace.
Hoy traslado a la Literatura ambos conceptos, a saber, pretendo sostener como resultado probado —jerga que también nos llega desde el Derecho, esta vez el Penal—, en primer término, el hecho de que EM posee Personalidad Literaria Propia, esto es, estilo y temas —modus operandi— que lo hacen precisamente ser EM y no otro, y, en segundo término, que EM exhibe un Objeto Autoral Propio, o lo que es igual, que cuanto hace EM lo hace de personalísima manera, y lo hace ser, precisamente él, y no otro.
EM carga en su morral quizá más premios que algún otro escritor cubano vivo residente hoy en Cuba. Para los que descrean de los premios —acontecimientos puramente extraliterarios y vanos— ahí está la realidad, esa realidad que es la Literatura de EM. Me permito sostener que en un medio y un gremio en el que culebrean no pocos rencores y no limitadas petulancias EM —me regocija decirlo, me enorgullece decirlo— se mantiene libre de esa execrable dualidad, y escribe y vive y trabaja sin comulgar con tales infaustos gnomos.
“Emerio Medina carga en su morral quizá más premios que algún otro escritor cubano vivo residente hoy en Cuba”.
Se dice que un autor camina en círculos, deambula siempre alrededor del mismo pozo, extrae agua a la vera del mismo brocal. Ese pozo y ese brocal son las obsesiones, las orgías interiores, lo tremebundo de la psiquis y lo rotundo de la vida del autor, no solo de la vivida, no obviemos esa trinidad que llega desde lo imaginado, lo apócrifo, y lo leído, eso que asedia desde la sangre, desde los ancestros, desde la psiquis, desde la esquina olvidada o no consciente de cualquier terruño autoral.
Alguna vez escuché decir —reincido en mencionarlo— que EM era un narrador lleno de trucos. La frase era, urge reconocerlo, peyorativa. Yo la transformo en elogiosa. En laudatoria. A esos trucos yo prefiero llamarle oficio. Los buenos escritores son buenos magos. Tienen muy buenos trucos, y los conejos, todos los conejos, les emergen vivos, saltarines y lozanos de los sombreros.
Vamos a intentar desentrañar algunos de los trucos de ese mago, ese buen mago, que es EM. Apenas unos pocos porque los mejores trucos —esos que levantan y alzan una obra— lo sabemos todos, son imperceptibles. La dramaturgia aristotélica nos ha legado, desde la Poética, una tipología estructural según la cual toda historia resulta tríptica desde inicio, clímax y desenlace.
“La realidad y el absurdo en EM se entreveran con la naturalidad de las fronteras que por arte de birlibirloque se desdibujan, se derrumban, se entrecruzan, se desvanecen”.
Ese mago que es EM tiene trucos para cada una de las partes de esta tipología. De alguna manera, además, hace estallar alguna de ellas. EM ha trucado lo temático y lo estilístico.
Vamos a intentar desentrañar las causas y condiciones que llevan a EM a ser considerado Personalidad Literaria Propia. Veamos algunos de esos… trucos.
El imperio de la fantarealidad. EM mixtura Absurdo / Realismo, y esa mixtura va a signar su cuentística y su novelística. La realidad y el absurdo en EM se entreveran con la naturalidad de las fronteras que por arte de birlibirloque se desdibujan, se derrumban, se entrecruzan, se desvanecen. La cosa realidad está ahí pero lo que se respira es cosa otra.
En una supernova la implosión ocurre ante conflictos de masa y densidad. En las historias de EM la densidad del absurdo —lenta, insidiosamente—, vulnera la realidad, esa realidad que es la masa, para colocarnos de golpe y porrazo, más bien desde empujón no anunciado, en una suerte de tierra otra. Desde la aparente realidad de casi todo el texto se llega —vehiculado por un empujón— a la implosión del absurdo que lo resuelve e imanta todo.
“El autor se mueve desde el realismo al absurdo —no pocas veces mixturándolos, enhebrándolos— con la naturalidad de quien intuye que las lindes entre uno y otro nunca han logrado definir cotas y viven ahí, invadiéndose, emulando”.
Se trata de un sistema donde impera un realismo absurdo. Yo lo he llamado —empleando un término cortazariano— fantarrealidad. No faltaría quien pudiera preguntarse si semejante fantarealidad llega desde lo real maravilloso o desde el realismo mágico. Indudablemente se trata de cierta muesca de realismo, pero indudablemente semejante muesca no llega desde lo mágico ni desde lo maravilloso. Tampoco llega desde el hoy muy en boga realismo sucio. Se trata de un realismo triste, absurdo, fantasioso y distópico. Un realismo acongojado. Sombrío. Un realismo, digámoslo de una vez, emeriano.
El autor se mueve desde el realismo al absurdo —no pocas veces mixturándolos, enhebrándolos— con la naturalidad de quien intuye que las lindes entre uno y otro nunca han logrado definir cotas y viven ahí, invadiéndose, emulando —quién más real, quién más absurdo— complementándose, delineando sus vasos comunicantes como quien enlaza dos océanos. Océanos que se articulan, urge también decirlo, con extrema elegancia. Simbióticos. Dos que se corporizan en uno. La realidad, parece decirnos Emerio, es el peor de los absurdos. O viceversa. Tómese, por ejemplo, uno de los mejores cuentos de EM, “De común acuerdo”, los vientos, todos los vientos, nos llevan hacia un suceso común: un viejo decide gastar ahorros en función de —¡aparentemente! — tener sexo con una bella y muy joven hetaira.
“Una muy corta frase empuja del realismo más trivial y manoseado al horror más absurdo e inusual. Las fronteras se han desdibujado en apenas cinco palabras”.
La supuesta cotidianidad deviene campo de minas, aquí y allá el autor coloca sutiles artefactos, tropezará con ellos el lector, sospechará de ellos, mas solo al final advertirá su logos. Los prolegómenos del sexo parecen tener lugar en un piso superior, debajo, en la calle, juegan niños, chicos que vieron llegar a la muchacha, la siguieron con la vista, la importunaron la mar de atrevidos para quedar jugando en la calle, pisos por encima el viejo solicita ciertas excentricidades, todo para que al final los chicos, sin aviso previo, comiencen “a subir por la pared”.
Una muy corta frase empuja del realismo más trivial y manoseado al horror más absurdo e inusual. Las fronteras se han desdibujado en apenas cinco palabras. El sex affaire entre un viejo y una hetaira joven deviene aquelarre satánico oficiado por un viejo shaman para deleite de sus protervos acólitos.
Los vasos comunicantes han cumplido su misión: los océanos han sido conectados. El aparente y real dos se fundió en el muy absurdo y no menos real uno. Nosotros, los lectores, quedamos ahí, en mitad de esas aguas, asombro y pavor de la mano: se nos ha hurtado la sex party. EM, ya llegaremos a eso, siempre nos hurta esa parte.
Mitos ritualizados o ritualización mitologizada. Como capítulo de la fantarealidad EM recrea ciertos ritos que toma de la historia, mas… prefiere crear los suyos… en una de sus historias la emprende con la palingenesia: dos viejos ahogan a un chico de 13 años para más tarde acudir al sitio del ahogamiento y regresar al chico a la vida tras el convite a una sopa; en otra un pintor se funde con su lienzo; en una tercera se recrea un extraño —y muy emeriano— rito nupcial. Recreaciones de mitos desde la emeriana tierra de la fantarrealidad.
Inefabilidad del sexo. El sexo en EM se insinúa, flota, gira, coquetea, se anuncia, y… ahí, en ese magma inefable de trunca natividad, queda. Recuérdese lo ya dicho: EM nos hurta esa parte. El sexo en la literatura de EM es también cosa otra. Es el chasis, nunca las ruedas. Es la luz, nunca lo que se ve. No es el fantasma: es la sábana blanca. No existen en EM felaciones, ménage a trois, penetraciones, masturbaciones, sexo en grupo, gays, lesbianas, eyaculaciones, coitos. Nada. Cero. No hay sexo homo, hetero, grupal, privado. Todo eso queda bye. No se piense en una literatura asexuada. Tampoco en personajes asexuados. Por el contrario. El sexo flota ahí. Y es un flotar muy insinuante. Por momentos… inquietante.
“El lector, acostumbrado a la bacanal heterotópica y dionisiaca de nuestra literatura puede asombrarse: E.M. lleva a flotar un asomo de sexo y… lo deja flotar”.
El sexo respira y… se hace respirar. Y si hay desnudos tales quedan muy lejos de la contextualización de la cópula. Puede parecer al lector que esta —esa cúpula que es la cópula— puede resultar inminente. Y repito: finalmente será una cosa otra. Lo inminente se desvanece. Son historias sexuadas… sin sexo, al menos sin esa suerte de pandemónium de sexo que invagina, penealiza y anolifica desde hace mucho en la literatura cubana.
El lector, acostumbrado a la bacanal heterotópica y dionisiaca de nuestra literatura puede asombrarse: E.M. lleva a flotar un asomo de sexo y… lo deja flotar. Y será apenas el olor. Serán apenas las ansias. Apenas el ectoplasma. Las ansias —quizá truncas— de sus personajes y las ansias —seguramente truncas— de sus lectores.
Y habrá morbo, sí, pero de manera impúdica correteará del lado del lector. Llevado y traído por las manos de EM el morbo se contiene, se aquieta, se agazapa. Se friza ahí. Se huele pero no se ve. Se siente pero no está. Se trata de un morbo —o el aliento de un morbo— que asombra —y se admira— entre tanto morbo estentóreo y furibundo.
La urdimbre filosófica desde la épica distópica. Cierta urdimbre filosófica, existencial, marca las historias en EM. Una épica distópica… si la hubiera. Épica porque el desastre en EM rara vez resulta individual. Rara vez involucra a un solo ser. Involucra al dúo o al grupo. Es gregario, de todos. Es la épica gregaria y utopista del Boom desleída en la distopia carnavalizante, individualista, del post boom.
Ello crea una muy rara épica distópica. El Boom nos legó que los personajes luchan colectivamente contra el entorno. En EM el entorno parece luchar contra los personajes. Parece abrirlos, hendirlos, herirlos, hundirlos. Y casi siempre vence el Entorno. Los personajes son reses; el entorno el matadero. Los personajes de EM, inmersos en esa épica distópica, devienen outsiders.
No se trata de outsiders típicos del dirty realims, a lo Bukoswky. O del outsider hessiano, no serán outsiders a lo lobo estepario. O émulos del Extranjero de Camus. Serán outsiders agónicos. La distopia aúlla a puro aullido en EM, distopia social, personal, mítica y mística, hasta sexual, porque en EM no pocas veces el Eros se asume y resuelve como tragedia, como asco, como absurdo, como negación de lo real.
EM regala un outsider otro —y asúmase que continuamente he debido emplear esa palabra para caracterizar alguna peculiaridad en la obra de EM, otro, otra— se trata de un outsider muy emeriano: un pobrecito. El entorno en EM existe como loci trágico. En EM el loci, el sitio sobre el que se mueven los personajes, se entiende como un personaje más. Y ese loci parece devenir también un outsider.
“En EM los personajes luchan, viven, aman, desaman, matan y mueren de la mano de tragedias dípticas, bipolares”.
El sitio predetermina la suerte de los personajes. Los marca. Será el matadero. El infierno, sin Dante, pero con Emerio. El sitio en EM será el viento; los personajes parecen izar las velas. El sitio decreta la pobrecitud, entidad que en los textos de EM exhiben hasta aquellos personajes que alcanzan ciertas cotas de emeriana felicidad.
Serán seres rudos, llevados y traídos por sus hechos, los por ellos provocados y sufridos, y los por el entorno provocados y por ellos igualmente sufridos. Mas… siempre serán personajes a merced de algo. A merced de todo. Personajes a los que se ha negado toda merced. Urge aclarar que ellos mismos, los personajes, no se asumirán como pobrecitos.
Ellos se asumen fuertes y rudos y duros. Hombres. Muy machos. Y de esa manera se comportan. Desde esa machitud se tratan. Más… ello no los deslastra de pobrecitud. No es el pobrecito que llega desde el realismo sucio. Se trata de un pobrecito a la manera de Emerio. Son personajes emerianos. La tragedia siente predilección por ellos. Los busca. Los crispa. Los hunde. Los mata. La tragedia, impenitente, siempre los encuentra. Una tragedia goteante y lenta se regodea sobre ellos.
“EM idea para algunos de sus cuentos una suerte de comienzos que arrancan… a mitad del cuento”.
Estos, los de EM, son personajes signados por el hastío. La desesperanza. En EM los personajes luchan, viven, aman, desaman, matan y mueren de la mano de tragedias dípticas, bipolares: de un lado empujan tragedias gregarias, inherentes a todos, que a todos atenazan; de otras tragedias personales, privadas, esas que solo a uno mueven y remueven, que solo a uno hace vivir, amar, desamar y morir. Los personajes de EM son abandonados de Dios. De la Virgen, pudiera decirse, tratándose de Cuba.
Comienzos in media res. Este podría ser uno de los trucos más emerianos, más personales, de EM. Precisamente la magia del oficio lleva a este narrador a elegir para estos cuentos comienzos in media res. Así ocurre en “Una cita en Estambul”, uno de los mejores cuentos de EM.
EM idea para algunos de sus cuentos una suerte de comienzos que arrancan… a mitad del cuento. En mitad del asunto. Inicios trucados. Inicios que demandan —a modo de desambiguar y recontextualizar— el uso de continuos flashbacks / flash forwards, analepsis y prolepsis, esa virtualidad que es ir y venir en la cinta del tiempo de una historia, para recolocar a personajes —y recolocarnos a todos nosotros, sus lectores—.
Recurso anaforizante como plataforma de desarrollo. Uno de los procederes más marcados de EM resulta el empleo de ritornelos o recursos anaforizantes, propios de la música, o de la poesía, para llevar adelante sus textos. Recordemos que la anáfora, como recurso, nos llega desde la Retórica. Se trata de narraciones en espiral. Desde esa espiralidad las historias en EM poseen un muy inusual ritmo interno. Cierta recursibilidad. De alguna manera respiran. La anáfora es la respiración de estos cuentos. Ciertas formas musicales muestran un tema dominante, tema al que se regresa una vez y otra durante toda la pieza. Recordemos la forma sonata o el rondó. Ese recurso sostiene esas piezas, las desarrolla y las lleva al final.
EM echa mano a esas iteraciones, a esos temas dominantes, en función de sostener, desarrollar y llevar adelante sus textos, de ahí que fraseos, palabras, motivos, nombres, situaciones aparezcan una vez y otra en tanto asciende la historia, sin cambios unas veces; otras introduciendo una leve variación, y así, de inicio a fin, se diría que la historia asciende desde —y por— ellas.
“El autor nos sorprende con cierres en apenas una frase, una oración, unas pocas palabras, cierres que en muchos casos determinan y definen el nivel de realidad de la historia —que definitivamente la descubren—”.
El autor emplea la anáfora como peldaños. Como ascensor. Y peldaño a peldaño, piso a piso, va a llevar arriba el texto, a sus personajes, y con ellos, arrumbados y llenos de ese emeriano ritmo, a todos nosotros, sus lectores.
El cierre abrupto. EM se especializa en ellos. Quizá en la cuentística cubana actual no existan, cuantitativamente hablando, tantos cierres abruptos y, cualitativamente, tan abruptos, como los empleados asiduamente por EM. La pieza no pocas veces se articula, dato que se ofrece aquí o allá, pensando y preparando —de alguna manera anunciando— esos cierres abruptos.
Se tiene la impresión de que el autor ha construido alguno de estos cuentos… desde el final. Cuentos como caligrafía árabe. El autor nos sorprende con cierres en apenas una frase, una oración, unas pocas palabras, cierres que en muchos casos determinan y definen el nivel de realidad de la historia —que definitivamente la descubren— para, de un empujón no previsto llevarnos, asombrados y de bruces, desde la aparente realidad en la que se ha movido la historia toda hacia la realidad otra de una historia otra.
En EM el clímax de la historia no es aristotélico, no se ubica a la clásica mitad: se ubica al final. Son finales trucados de fuerza enorme. Desde la letra mayúscula inicial hasta las primeras letras de la penúltima oración EM obligará al lector a moverse en una historia que se tomará por real, para, en las cuatro /cinco palabras previas al punto final, esas, las postreras, abrir la puerta, más bien descerrajar la puerta de una patada, para dejar libre —ante todos los asombros— los alisios del absurdo o la fantasía.
Otra vez la fantarealidad. Si antes aludimos a esos inicios in media res, ahora hacemos alusión a finales que mixturan clímax y resolución. EM dinamita la lógica aristotélica. En EM el clímax de la historia no se ubica a la clásica mitad: se ubica al final.
El núcleo duro: estilo emeriano. En nuestro entorno tiene lugar un fenómeno con arreglo al cual asoma el espectro —no precisamente ectoplasmático— de cierto mimetismo temático / estilístico, fenómeno al que alguna vez se denominara “instinto gregario”; o “relaciones incestuosas” y un servidor hubo de llamar hibridaje. A saber: no se logra personalizar-individualizar procederes estilísticos. O temas. Se hacen comunes los QUÉ ESCRIBO y los CÓMO ESCRIBO.
“Suprímase el nombre del autor de la portada de no pocos de los libros de nuestra narrativa de los últimos 25 años y los entendidos no alcanzarán a desambiguar Al autor. Suprímase el nombre de EM de la portada de sus libros: todos sabremos que tales han sido escritos por EM”.
Ello delata cierta homogeneización muy pasteurizada. EM, en cambio, comienza adentrándose —aparentemente— en el mismo common land para, muy pronto, tomar un atajo y llevarnos a un no land home. A una tierra otra.
Un atajo que nos lleva a sus propias tierras. EM exhibe procederes absolutamente ajenos al common land, un modus operandi que huye de la local pasteurización, huye de lo incestuoso o lo híbrido. Procederes que —felizmente— lo identifican.
Ya lo dije: Personalidad Literaria Propia. Objeto autoral inconfundible. EM tiene sus propios QUÉ NARRO y sus propios CÓMO NARRO. Se ha hecho de un estilo. Un estilo por demás elegante, diáfano, exacto —pienso ahora en uno de los textos más exactos y bellos de la narrativa cubana actual, un cuento que responde al nombre de Las cruces—, estilo en el que no sobra ni falta algo.
Se trata de procederes que lo hacen ser quien es. Inconfundible. Suprímase el nombre del autor de la portada de no pocos de los libros de nuestra narrativa de los últimos 25 años y los entendidos no alcanzarán a desambiguar al autor. Suprímase el nombre de EM de la portada de sus libros: todos sabremos que tales han sido escritos por EM.
El hálito —del samovar— ruso. No pocas historias tienen en EM ese hálito. Esa rusofiliación. —Esto es común a un grupo de narradores cubanos que estudiaron y vivieron en Rusia. Estoy pensando, por ejemplo, en Lázaro Zamora Jo, Ana Lidia Vega Serova o Alberto Marrero—. Mas… regresemos a EM. Tomemos un cuento como “Era diciembre”: un hálito eslavo se respira ahí, un inocultable olor a samovar ruso, el lector visualiza el acanelado tono de una isba de roble rodeada de abedules.
Para no decir más, vayamos al non plus ultra. Vayamos a ese cuento ruso escrito por un cubano: “Los tikrit”. Se alude a ese cuento y se hace silencio. Ese cuento y sobre el hálito ruso no se diga más.
El homenaje desde la lúdica referencialidad. Urge referirse a lo lúdico literario en EM, ese recrear y pasear de EM por historias de otros, meterse debajo de la piel de esas historias para, desde la piel de la muy cubana realidad, la suya, desde su propia piel, hacer surgir una epidermis otra.
He ahí historias como “La lección” —un chico entrega a Don Miguel de Cervantes el manuscrito de El Quijote para que el Manco de Lepanto se lo apropie—; una segunda aparición de lo cervantino llega desde “El tercero” —visita Don Quijote una de nuestras ciudades para ser denunciado a la autoridad tras hacérsele sospechoso a la presidenta de un CDR—.
“Hemos transitado por algunos de los trucos de ese narrador que es EM, trucos que desde mi cristal constituyen el núcleo duro, el eje estilístico-formal, sistémico, de la obra de EM”.
En “El agujero”, Gregorio Sánchez, escolar cubano —émulo del Samsa kafkiano— despierta con un agujero en mitad del pecho. En otra de sus historias EM desacraliza lo sacro de María de Nazaret y de su Arcángel para inundar de sacra humanidad a dos innominados seres. Antes habíamos aludido a los mitos. EM, desde lo lúdico, desacraliza lo sacro bíblico para hacerlo humanamente sacro.
La ambigüedad actancial. En algunas de las historias de EM no alcanzaremos a saber quiénes son los personajes. Por qué hacen lo que hacen. QUIÉN, QUÉ o POR QUÉ resultan entidades ambiguas. Omitidas. Forcluidas, diría Lacan: expulsadas del universo simbólico del sujeto. En “La niña, la puta y tú” no sabremos qué demonios hacen esos tres seres viviendo juntos. ¿Quiénes son los hombres del campamento al que acuden las chicas de La Villa? En “Ella se vestía de bruja” no sabremos quiénes son los personajes que en esa historia van a moverse. El fantasma de cierta ignota polisemia asola. Queda libre. EM cree en la polisemia como el Papa en Dios Padre. Dejemos a la polisemia decodificar esos códigos, desambiguar la ambigüedad. Cada uno lo hará a su muy santa manera. Recordemos aquella pregunta clásica de nuestras aburridas pruebas de idioma inglés: fill the space in blanck. Precisamente eso desea EM: que llenamos los espacios en blanco.
A ello puede agregarse: el uso de oraciones cortas, nerviosas; una marcada economía de lenguaje; una sintaxis sui generis, como la empleada en ese texto que responde al nombre de “El martillo y la hoz”; el uso continuado de la muy difícil segunda persona —asombra incurra en ello repetidamente—, una cuidada y muy bien empleada, elegantísima, segunda persona, recordemos esa voz —indefinible— que nos habla en un cuento como “Canción de Mayelín”; esa otra voz que asoma —de fuente no menos imprecisa— en otra de esas historias, esta vez en “Usted recuerda ese olor”.
Hemos transitado por algunos de los trucos de ese narrador que es EM, trucos que desde mi cristal constituyen el núcleo duro, el eje estilístico-formal, sistémico, de la obra de EM. Al menos he pretendido ubicar los núcleos y ejes advertibles que devienen proceder, elemento distintivo, modus operandi. EM articula esos procederes, cada uno en función del resto, para, en el más puro espíritu del slogan mosqueteril de Dumas, imbricarlo todo en intrincada madeja, juego de complementariedad en el cual cada viga y cada traviesa se saben porción de un mismo maderamen. Y de ello resulta un sistema. Estilo, digámoslo al fin: estilo. Personalidad Literaria Propia.
Otros muchos trucos tiene este narrador neto y nato que es EM. Pero de los buenos magos no se alcanza a develar los mejores trucos. Los mejores trucos, los no develados, alzan la obra. Alzan a los lectores. De tales trucos no hemos dicho una palabra porque los mejores trucos no se ven. Precisamente la conjunción de todos esos trucos —los que vemos, y aquellos otros, los que no vemos—, conforman y alzan la obra de este narrador que persiste en vivir a 900 km de La Habana, y que hoy por hoy, es uno de los mejores narradores del país.
* Texto leído en el espacio “El autor y su obra”, dedicado a Emerio Medina, en la Biblioteca Nacional “José Martí”, el 24 de abril de 2024.