Dos mitos en torno a Lenin y la Revolución
23/6/2017
El mito se alimenta de la convicción de mucha gente en supuestas verdades repetidas miles de veces durante generaciones. Mientras más disímiles sean las fuentes del mito y más diversa la gente que lo alimenta, la creencia en aquel es más sólida y su ruptura más difícil y dolorosa…
La Revolución rusa se antoja ella misma mitológica. Mientras más pasa el tiempo, más breve nos parece el período histórico de la existencia de la Unión Soviética. Su desaparición misma es comúnmente considerada como la evidencia indiscutible del fracaso de los bolcheviques. Este silogismo enriquece y afianza el mito.
Fotos: Internet
Para superar el argumento que condena al bolchevismo desde el punto de partida de la caída del régimen soviético, la ciencia histórica cuenta con abundante material, sobre todo documental, que demuestra las diferencias esenciales entre la experiencia y la estrategia bolcheviques, y la Unión Soviética de 1991. Ese material se utiliza muy poco. Como si viviéramos aún en tiempos de Stalin, la propaganda desconoce las fuentes y evidencias y repite sin cesar los mismos estereotipos preestablecidos hace décadas. Para hacerlos aún más sólidos, en la reiteración de la idea del vínculo orgánico y esencial de la Unión Soviética postestalinista con la ejecutoria bolchevique se dan la mano, aunque se critiquen entre sí, los propagandistas de inspiración estalinista y los grandes conglomerados mediáticos internacionales.
Me interesa en estas breves palabras hacer un pequeño e incompleto esfuerzo por someter a la prueba de la lógica y las evidencias dos de los tantos mitos que oscurecen nuestra percepción de la historia de la Rusia Soviética. El primero es el del “plan bolchevique”. Se trata de la idea de que los bolcheviques constituyeron siempre una férrea organización clandestina, que se trazó desde su origen, desde los albores del siglo XX, el designio de conquistar el poder y lo consiguió en 1917.
La idea arranca y se sustenta en una verdad: los bolcheviques conspiraron y tuvieron una organización clandestina, disciplinada y combativa. Pero esa verdad no agota el tema trascendental de la lucha por el poder.
El mito escamotea los hechos comprobados, aunque desconocidos, de la existencia y la actividad legal del Partido durante la Revolución de 1905, legal y semilegal en el período posterior a esta, cuando el Partido tuvo sus diputados en la Duma, y en el período de febrero a noviembre de 1917, al que nos referiremos más adelante. Los documentos dejan suficientemente claro que esta actividad legal y aun la clandestina abarcaban los más diversos asuntos y se proponían reivindicaciones parciales, asociadas por supuesto, en última instancia, a la perspectiva de tomar el poder, pero en ningún caso sometidas a esta, pues las propias circunstancias cambiantes de las condiciones y, en consecuencia, de las tácticas, impidieron, por muchos años, hacerse seriamente el planteamiento de acceder al gobierno.
Sobre todo, el mito ignora descaradamente el nivel sistemático, intenso y permanente de la discusión al interior del Partido de todas las cuestiones de su actividad, desde el Programa hasta las tácticas; desde las cuestiones de organización hasta las decisiones fundamentales de la política de Estado. Ese tipo de discusión, no pocas veces agudo y doloroso, fue el ABC del funcionamiento del Partido, aun en medio de la guerra, hasta finales de los años 20. Sin analizarlo, sin conocer los contenidos de las discusiones y sus resultados, es imposible hacerse la más mínima idea de la historia de la revolución.
El otro mito es el del carácter y las tácticas de la revolución. Como en el caso anterior, esta se presenta y se piensa, ya hace décadas, como un propósito definido, como una perspectiva comunista –quiere decir estalinista- previa y sólidamente concebida; que se ejecuta por la violencia que le es consustancial, que persiste orgánicamente en esa violencia que aniquila cualquier diversidad y termina, como Saturno, devorando a los hijos de la misma revolución.
La realidad fue bien distinta y, como en el caso anterior, está abundantemente documentada. El programa bolchevique desde 1903 establecía una clara división entre la etapa democrático-burguesa de la revolución y la socialista. Esta perspectiva comenzó a transformarse, y no de golpe, al estallar la guerra imperialista en 1914. La guerra y la crisis del movimiento socialista internacional crearon, según creía Lenin, condiciones para el estallido revolucionario, y pusieron a la orden del día la transformación de los partidos revolucionarios en varios sentidos, entre ellos el programático: podía transformarse la guerra imperialista en la guerra contra los imperialistas, y la revolución socialista mundial −entiéndase europea− que Marx y sobre todo Engels habían postulado, podría ser un hecho. Con ese grito, ¡Viva la Revolución Socialista Mundial!, entró Lenin en Petrogrado en abril de 1917.
La cosa no termina ahí. Un asunto es la revolución mundial y otro la historia rusa. Y esta consiste sencillamente en que en Rusia la revolución comenzó como la revolución en un solo país: “comenzamos primero”, diría Lenin. No diría más que eso, en el sentido de que los bolcheviques esperaban con impaciencia y apremio la revolución europea, pero dijo eso, exactamente. Y entonces el análisis del levantamiento de octubre arranca desde esa perspectiva. La revolución es el resultado de una crisis nacional que solo los bolcheviques pudieron resolver. Sus destinos no eran predecibles ni podían preverse a largo plazo. Las tácticas se transformaban a gran velocidad, pues así cambiaban las condiciones y los agrupamientos de fuerzas.
La dualidad de poderes entre el Gobierno provisional y los soviets hizo regresar a Lenin a su fórmula de 1905: los soviets constituyen la dictadura democrático-revolucionaria del proletariado y los campesinos. No obstante, las cosas no sucedieron como era “previsible” y estos soviets coexisten con el gobierno burgués. Cambia —otra vez— la táctica y Lenin propone tomar el poder de forma pacífica, a partir de la fortaleza de los soviets. De la lucha armada comienza a hablarse en julio de 1917 cuando es violentamente reprimida una manifestación popular en Petrogrado. Mas, en septiembre, Lenin regresa otra vez a la posibilidad de tomar el poder por la vía pacífica, si los bolcheviques se hacían, por la vía del voto, con el control de los soviets. Esto último, en efecto, sucedió, pero de todas formas fue preciso el levantamiento armado. En vísperas de este, Trotsky, uno de los organizadores de la sublevación, razonaba que si el Soviet tomaba el poder en su congreso –sin disparar un tiro– la cuestión del derrocamiento del gobierno “ya no sería un problema político, sino policíaco”. Otra vez las cosas se salieron del “guion”. Los obreros y soldados tomaron todos los puntos clave de Petrogrado antes de la memorable sesión en la que el Congreso de los soviets se constituyera en el principal poder del Estado. Los miembros del gobierno fueron arrestados mientras se realizaba esta sesión. Al intervenir en ella Lenin proclamó: “La revolución obrero-campesina, de cuya necesidad hablaron todo el tiempo los bolcheviques, se ha consumado”.
No se hablará del curso al socialismo dentro del país durante un buen tiempo. Se esperará largo y tendido por la Revolución Mundial. Lenin será especialmente impresionado por la capacidad de autoorganización de las masas y considerará este argumento como un tanto a favor de una perspectiva socialista cuando surgen los primeros Comités de pobres en el campo. La guerra civil, la distribución igualitaria y la perspectiva de una revolución europea introducirán con fuerza la idea de un curso al socialismo. La ilusión durará hasta la primavera de 1921. La sublevación de Kronstadt terminará con la ilusión del socialismo nacional igualitario, que solo será recuperado por Stalin en los años 30. Se iniciará la Nueva Política Económica y, un año después, Lenin comenzará a replantearse “todos los puntos de vista sobre el socialismo”, uno de los grandes temas de este libro.
Son apenas dos mitos, de los muchos que habrá que desmontar para superar los múltiples prejuicios, de “derecha” y de “izquierda”, que tenemos sobre la historia de la revolución rusa.
Entonces, camaradas, si van a leer La última lucha de Lenin, deben librarse de cualquier visión maniquea y olvidarse de que alguna vez vieron un manual.
Excelente artículo. Lenin es el más grande dirigente de la clase trabajadora. Siempre estará presente en nuestras luchas. Salud y Saludos.