Las proporciones
de la mansedumbre y el agravio
estarán sujetas a aquello
que movilice intereses
e instinto de supervivencia
en el alma de los hombres.
Milho Montenegro
(“Apostillas”)
Cada vez que un escritor conforma un poemario no tiene, por necesidad, que definir su poética. Ni siquiera tiene que afirmarla. Hubo ya una época de presentación autorreferencial que el poeta se reserva en pos del sujeto lírico; una voz que cambia según los estados emocionales, motivadores de un nuevo volumen. Aunque, vale aceptarlo, el poeta pudiera estar prolongando tal vez a un protagonista que se ha crecido a fuerza de variaciones.
Sin embargo, ¿pudiera entonces admitirse un nuevo yo poético en las páginas de Mala sangre (Ediciones Matanzas) de Milho Montenegro? De ser así, ¿no sería una invención pretenciosa ante unas circunstancias despiadadas para la definición del sujeto contemporáneo? Montenegro, a pesar de lo fragmentario y tardío que tiende a caracterizar a un ser humano del presente, le es suficiente para concebir uno observador y curioso que, a pesar de los pesares, muestra avidez de asimilar y comunicar para el archivo emocional de la multitud.
“La moral se ha ido cuesta abajo por imperar, más que el libre albedrío, la ética entusiasta”.
En “Vaciamiento”, poema inicial de Mala sangre, confiesa este sujeto víctima del desencanto, pero no marcado por la indiferencia, lo que figura como declaración de principios del libro: Un poco de paranoia te salva / cuando el mundo es un sitio cercenado y frío. / El corazón se vuelve lastre / si todavía vibra frente al hambre de la jauría: / bendito sea el infierno de mi cabeza / y estas manos ensangrentadas / con que aplaudo el acto redentor de mi vaciamiento.
Y así, como el héroe emprende una etapa formativa en que concientiza utópicamente aún la persona ideal, el protagonista de estas páginas asume su supervivencia, más que su existencia, sobre la desesperanza alimentada por esos recurrentes antípodas que oscilan entre la vida y la muerte, como la lozanía y lo crepuscular, el desánimo y la felicidad. De ahí el exergo de Lautréamont: “El mal que me habéis hecho es demasiado grande, y demasiado grande el mal que os hice”, en que nada se reclama ni se espera. Es como un estado de impavidez por lo hecho, que se reiterará en “Mala persona”, pero ya se anticipa en el curso de asimilación ascendente en “Ciclo del mal”. Léase entonces: Para los buenos hay compasión y olvido / para los crueles habrá tirria y memoria: / el ultraje que despertaron en mí / ahora lo sembraré en el espíritu / de aquellos que se asomen a mi angustia / y en la malicia que en ellos se encenderá / viviré como una enfermedad hereditaria / imposible de borrar.
La moral se ha ido cuesta abajo por imperar, más que el libre albedrío, la ética entusiasta, la de horizontes desenvueltos, que supera incluso el deseo de venganza.
Desde un proceder directo que es testimonio-confesión de vivencias aprendidas y aprehendidas, advierte uno preparación y advertencia. ¿Cuánto ha vivido él para ser capaz de hablarse a sí mismo e implicar a un tercero para enseguida interesar a una colectividad tal vez desconocida? En “Resiliencia” abona el posible destino: Que nadie se compadezca / en la hora de mi declive: / cada vez que me vean caer / se activarán los mecanismos / que generan mi expansión.
En “Mala sangre II (Congénito)” podrá advertir el lector, sobre todo en “El arte del exterminio”, una suerte de recomendación frente al desastre, casi un manual de defensa…
En la estructura del volumen se entrelazan a veces —no se convence acaso el lector de la premeditación, aunque en efecto, admitámoslo— casos de los discursos sobre derrumbes/muertes, con los de llegadas/nacimientos. Por ejemplo, “Causa y efecto” con “¿Mala madre?”. En este pareciera que, por regresión, esta víctima del exterior se describe a sí misma o describe el lamentable nacimiento de otro. ¿Por qué? Ella es feliz viéndolo caer / −indefenso− / por el embudo de la muerte / lejos de toda salvación y retorno. / Suerte de lluvia y tanta oscuridad / escamoteando esas lágrimas de complacencia / que el mundo nunca comprenderá.
Instalado en “Mala sangre II (Congénito)” podrá advertir el lector, sobre todo en “El arte del exterminio”, una suerte de recomendación frente al desastre, casi un manual de defensa o tal vez, supervivencia, donde se legitimará sin exagerar, cierto cambio de actitud. Sin embargo, no hay flojedad en un discurso existencial que se sacrifica más que sacrificar a otros en pos, en el fondo, de ser tutela; aunque sea tutela de ¿bajo perfil? ¿Y cómo serlo de veras, si de continuo expone y se expone? Pues:
Aquellos que confiesan su culpa / están preparados —sobre todas las cosas— / para ofrecer la frente y recibir / una dos tres piedras lacerando su carne: / la primera por el desliz / la segunda como expiación / y la tercera para dejar en claro / la diferencia entre culpables y verdugos.
Antes del señorío del ocaso en los cinco poemas de “Mala sangre IV”, rige en el cuaderno lo que pareciera ser la estación del reencuentro y la conformidad. Se ilusiona en vano el lector. Pues esa “auténtica belleza del ser” que define y resume “Mala sangre III” puede no solo ser diaria y a flor de piel, sino visceral, escatológica y hasta necrófila. En “Mala compañía” se expresa:
Los hombres solo escupen excusas / para calmar sus conciencias enfermas / aun cuando traen dentro / la desgracia que apesta en su sangre. / Elijo este desamparo de sarcófago / y este disfraz de indigente / donde me creo a salvo / al menos por un instante: cuando estoy frente a los otros / recuerdo que soy igual a ellos / y esa certeza me golpea / como a su peor enemigo.
En principio, el yo lírico de Mala sangre —premio Milanés 2022 en el apartado de poesía— sobrelleva la informalidad de utopías y otros designios que quedaron en el camino. Y, no obstante, Milho Montenegro y su criatura toman al lector de la mano, con inusual simpatía, para recordarle las simas más depurativas del hombre.