Tres son las obras que el maestro Andy Gamboa ha traído a Cuba y que representan un recorrido existencial por su propia vida. El gran reto era universalizar las angustias que aquejan al artista y hacerlas válidas a partir de un trabajo comedido e inteligente con los contextos. Desde un medio tan diferente y a la vez cercano —dada la concomitancia del espacio latinoamericano— como Costa Rica hasta las salas de Cuba, existe un desplazamiento ético, social y económico que marca la existencia de cada uno de los personajes y su proyección hacia el público. Pero Gamboa posee la maestría de los grandes directores de teatro, que saben imprimirle un sello a cada pieza y hacer que en su interior germine la esencia más humanista y sentida. Se está ante un orfebre de las emociones, cuya capacidad para conmover se basa no solo en el texto y su impecable hechura, sino en una proyección de escena que puede situarse entre las más brillantes que hayan pisado los escenarios cubanos de los últimos años. Ese es Andy Gamboa y de tal manera se ha robado literalmente el show en el buen concepto de la frase.

La primera de las propuestas, Memorias de Pichón, es un acercamiento a la figura de su padre y a la construcción de ese espacio lleno de imaginerías que es la primera infancia, en el cual se derrumban los paradigmas más elementales y se debe iniciar el proceso de liberación del ser individual a partir del autoconocimiento. En la medida en que se nos muestra de forma terrible la impronta del progenitor (Pichón), vemos nacer al niño artista que posee un alma sensible, al punto de distanciarlo no solo de todo el entorno familiar, sino incluso de la sociedad que lo precede y que es refractaria de la libertad y de los valores más genuinos y transparentes. En esta primera entrega, vemos a un Andy Gamboa director-actor que posee todos los rudimentos del teatro para levantar un universo en el cual se mezclan la ternura con el horror, el dolor con la alegría, la pérdida del hermano con el hallazgo del mundo. Y ese es el tema de casi todo lo que representó Andy Gamboa: la recuperación del mundo tras la tragedia de haberlo extraviado como parte de los avatares de un devenir caótico.

Memorias de Pichón es un acercamiento a la figura del padre y a la construcción de la primera infancia.

Memorias de Pichón posee una estructura dramática poderosa que solo puede tomar cuerpo a partir del trabajo de proyección en escena del director-actor. Si en el teatro existen divisiones que convierten las obras en piezas clásicas, con unas leyes que parecerán inamovibles, el maestro aquí busca un rincón dramatúrgico en el cual no solo quede representado el drama de la familia sino todo el dolor y la resonancia que ello genera hacia el interior de alguien con la suficiente capacidad para decodificar y luego codificar eso en forma de arte. El aprendizaje al que se acude cuando se ve la acción en escena no solo hace que el público se transforme, sino que se sume a la cocreación de un mundo más justo, en el cual niños como Andy no sufran el abuso, la incomprensión, el acoso y la soledad que lo azotaron en esa primera infancia. Si bien Pichón se va revelando como un personaje terrible, lleno de oquedades que lo hacen más un ogro que un padre, el entorno se va haciendo cada vez más frágil y necesitado de respuestas. Es la ausencia de tales mensajes lo que hace girones el alma del niño y de sus hermanos y los lanza a una vida en la cual o aprenden a nadar o se ahogan. La universalidad ha entrado por la gran puerta en el drama de estos personajes y ya no hay vuelta atrás. He ahí la grandeza del teatro, que posee la capacidad de establecer puentes emocionales a partir de la pérdida de los mundos y de la imperiosa fuerza que nos compele a trabajar para reconstruirlos y hacerlos nuestros. Se siente ese dolor del niño que a empujones tiene que entender la muerte de su hermano, a quien ve ascender en forma de estrella fugaz a través de un hueco dejado por una plancha de cinc del techo. Cada una de estas piezas padece sanamente de un aliento inacabado que, como la famosa sinfonía de Schubert, les imprime mayor vida.

He ahí la grandeza del teatro, que posee la capacidad de establecer puentes emocionales a partir de la pérdida de los mundos y de la imperiosa fuerza que nos compele a trabajar para reconstruirlos y hacerlos nuestros.

Por eso, la escena del hermano que se ahoga posee una esencia que atraviesa las tres obras y que les da sentido. De hecho, en entrevista con Andy Gamboa pude constatar su seguridad de que el alma del hermano lo ronda en el camerino antes de cada función y que solo se produce el chispazo del éxito cuando el director-actor siente en su espalda el abrazo y el gesto de apoyo proveniente de dicho ser desde el más allá. En esa mística se sostiene en parte el arte, en la creencia de que algo sobrenatural nos habita y nos invita a seguir en la larga lucha de una vida que requiere de un sentimiento poderoso, apasionado, adentrado en las esencias del universo. Memorias de Pichón posee como pieza central un largo monólogo en el cual Andy improvisa el personaje del padre, en parte los textos están previstos, pero en una inmensa porción se hacen en el camino y mediante el contacto con la gente. Las emociones del director-actor chocan con el público y se rehacen, existe una resonancia. Un equilibrio se rompe y se recompone de forma constante en esa escena. Pudiéramos decir que más allá de lo que se espera de un artista de la talla de Andy Gamboa, se está en presencia de un aliento sobrenatural, que una vez más es capaz de representar los más internos dramas del universo. No solo están presentes el complejo de Edipo y un sabor hamletiano que atraviesa la obra, sino el impulso freudiano de darle salida a través del ello, de la sinrazón, a todas las dudas razonables de un ser humano hipersensible. La obra deja una puerta abierta al siguiente episodio, que versa sobre el hermano perdido (que es un vehículo dramático para expresar la necesidad de recuperar el mundo).

Y es que Autopsia de una sirena viaja al pasado más recóndito de la familia para exponer las señales en torno a por qué el niño Andy tuvo que hacerse a sí mismo dolorosamente y en la soledad. La muerte prematura del hermano, que acontece en medio de las olas, establece un drama que sigue siendo un hiato entre el presente y los sucesos ya idos. El sentido aquí no solo se escapa y resulta por momentos angustiante, sino que es propenso a los más enérgicos reclamos al subconsciente. Por un lado, la personalidad poderosa del hermano y su transexualidad manifiesta en un entorno social y familiar donde ello no solo era visto como impropio e inmoral, sino que recibía toda la violencia injusta posible. Por otro, la hechura quijotesca del muchacho quien, a pesar de los rechazos, era capaz de una felicidad exultante. Si el monólogo del padre en la primera propuesta era de una desgarradora presencia, el de la sirena no solo sorprende por sus dotes de humor y por el desenfado, sino por el núcleo triste y chocante que mueve al personaje. La sonrisa que nos despierta resulta al cabo deprimente, pues se sabe que detrás del maquillaje, de los intentos por ser alegre y por levantar una acción llena de vitalismo, hay un mundo que no tolera al personaje y que construye con milimetría de reloj la trampa de su muerte. La autopsia transcurre en el plano de lo teatral, pero eso no quiere decir que cada uno de nosotros no posea una sirena interior, un ser otro que ha sido reprimido hasta el hartazgo y que en los instantes de la representación teatral acude a nosotros. La manifestación del hermano de esta forma puede darse con toda la potencia a partir de esa maquinaria hermosa de lo dramatúrgico y de tal forma constituir un acto de justicia.

Vemos a un Andy Gamboa director-actor que posee todos los rudimentos del teatro para levantar un universo en el cual se mezclan la ternura con el horror, el dolor con la alegría, la pérdida del hermano con el hallazgo del mundo.

Autopsia de una sirena es la inmersión en el mundo trans de Costa Rica, en el cual se podía hallar la muerte solo por poseer una condición determinada y no estar debidamente protegido como un derecho. Se trata por ende de un estudio de las consecuencias de una sociedad profundamente intolerante, que no había entendido la necesidad y el derecho de las personas diversas de llevar adelante un proyecto de felicidad y de vida alternativo. Y, por ende, esta historia que posee un título que la acerca casi a un cuento de hadas termina trágicamente con la abrupta desaparición del personaje que se encara con su padre y que halla en ese choque abrupto, onírico, filosófico, más preguntas que respuestas, más caos que estructura, más vacío y tragedia que un sostén sobre el cual cimentar una relación de coherencia y de apego a lo que tendría que ser un entorno familiar sólido. La violencia, en cambio, es el gran personaje que recorre las piezas y que otorga entidad a Pichón y a todo el círculo que flota y que deviene doloroso proceso de inmersión dramático. Para Andy Gamboa sigue habiendo un vacío, el mismo que aparece en forma de estrella fugaz a través del agujero dejado por una plancha de cinc, pero que en la siguiente pieza es esa escena turbia, sin final, ese bucle en el cual padre e hijo flotan y en la que, este último, grita imperiosamente y por toda la eternidad, sin tener ninguna respuesta. Así es el destino de la sirena del cuento. Hay una reactualización y una caída de los mitos, un cuestionamiento de la ternura y una reestructuración de lo que significa la familia a partir del choque con su realidad dura y cruda.

Autopsia de una sirena es la inmersión en el mundo trans de Costa Rica.

Señor de señores entra con toda la potencia de la historia de vida propiamente de Andy ya adulto y su crecimiento como artista. Un autodescubrimiento que es también el de su libertad sexual como ser humano, que se va lejos de la familia y enfrenta sus miedos, para percatarse de que ha perdido tiempo y que eso es lo más valioso. Toda la obra es un fárrago rápido en el cual existe un monólogo de un gigoló que conoce a Andy y que nos brinda referencias fragmentarias sobre su experiencia y en torno al choque con la existencia dura de las calles, en la cual se halla muy poco amor y quizás algún sexo con sentido. Para esta tercera entrega, la sala fue dispuesta de manera diferente. El escenario no era ya algo alejado, sino que discurre entre dos filas de asientos a poca distancia, tan poca que el director-actor toca y abraza a las personas del público. Y es que en esta pieza se respira la necesidad de amor, de hallar un cariño cierto. El vacío del drama familiar es llenado con la búsqueda, con ese apego humano que hace de Andy un ser humano encantador, pero lleno de accidentes emocionales que lo envuelven en un halo de complejidad y de sumo interés dramático. Andy es un muchacho que poco a poco va apareciendo en escena y que se hace con los pedazos de una vida que él recupera dolorosamente. Si el tema desde el inicio de la trilogía es la pérdida, esto se va complejizando con el tema de la completitud. El personaje no pudiera respirar si no llega al último acto y allí, justo en medio de todo su drama, ve que cada pedazo de su existencia tuvo un sentido, por mucho que doliera. La contradicción está dada por la manera en que el propio director-actor construye el personaje y lo relaciona con el público. Si bien por una parte pide que nadie encienda el celular, varias veces se retracta de dicha orden y reclama que lo alumbren con las linternas de dichos dispositivos. La sala termina siendo un universo íntimo en el cual los del público colocan las luces y las mueven a su antojo para poner el foco de atención sobre aquellos aspectos de la vida de Andy que les resulten más interesantes.

Más allá de lo que se espera de un artista de la talla de Andy Gamboa, se está en presencia de un aliento sobrenatural, que una vez más es capaz de representar los más internos dramas del universo.

Ya a esta altura de la tercera pieza, Andy Gamboa ha hecho de su cuerpo un territorio en cual se define teatralmente la trama. El desnudo explota con toda su turgencia, a poca distancia de las personas y se establece un diálogo con las oquedades filosóficas del personaje que llega a impactar. No se está hablando aquí de la simple desnudez sin una implicación dramatúrgica, sino del poder que posee el cuerpo humano como símbolo de hallazgos, sobre todo en el caso de un personaje que a tales niveles debía llevar su urgencia tanto erótica como existencialmente humana. Perdido en medio de una etapa de su vida, Andy se abandona al placer y al cariño desaforado, equivocándose en muchas ocasiones y haciendo de su avance un error lúcido. No hay otro camino que recorrer y lo hace con elegancia, aunque caiga y deba levantarse muchas veces. En el monólogo, no solo son significativos los textos, sino los gestos de apego y de amor que él mismo realiza hacia su persona. No solo porque como ser humano vive en otra época, divergente que la que le tocó a su hermano, sino porque eso que él ve como un privilegio quizás, posee un martirologio cercano, doloroso y real. Andy no fue la sirena que murió ahogada, ni tuvo la poca suerte de caer a manos de personas violentas y homofóbicas, sino que halló en el arte el arma para triunfar y hoy puede exhibir ello como un orgullo ante un mundo que lo aclama. Él estuvo el tiempo suficiente para que su familia asistiera a las obras de teatro y a través de ese poder curativo hallase un sentido a los dramas del pasado. Él habló con su padre y de alguna manera pactó con él una tregua que le devolvió el aliento de lo que una familia tiene que ser. Pero en medio de todo ese éxito que lo coloca como el señor de señores, él se acuerda de su hermano, ese que no vio nada de eso y que permanece en el bucle, del cual solo escapa gracias al teatro. Andy posee de esta manera una existencia dual, una especie de doble entidad, lo cual le confiere poderes sobrehumanos para ser un buen humano.

En Señor de señores la sala termina siendo un universo íntimo y el público coloca las luces para ver aquellas áreas de la vida del protagonista que más la interesan.

Para estas tres obras de teatro solo hay elogios. La dramaturgia tiene que sugerir la transformación del universo, está hecha como un dispositivo de pensamiento y de cambio para mejorar la existencia. Así la piensa el maestro Andy Gamboa. El recorrido desde la estrella fugaz que se ve a través de una plancha de cinc desprendida del techo hasta el escenario en el cual se produce un reencuentro del artista con su ser; no es otra cosa que la magia del conocimiento. Pero no se trata de una razón pura e instrumental que pueda exponerse como parte de una fría tesis académica, sino de la inmensa trama emocional de los seres humanos enfrascados en el hallazgo del apego y del sentimiento más genuino de identificación consigo mismos. Hay que recurrir a la metáfora del pájaro azul del poeta belga Mauricio Maeterlink, para quien la esencia no estaba en la lejanía, ni en el viaje, sino en una mirada profunda e introspectiva.

Para estas tres obras de teatro solo hay elogios. La dramaturgia tiene que sugerir la transformación del universo, está hecha como un dispositivo de pensamiento y de cambio para mejorar la existencia.

¿El teatro puede cambiar el mundo? Esa interrogante nos cae encima cuando se hace la oscuridad en medio del escenario y termina esta trilogía. Para Andy, el pequeño mundo de la familia sí ha recibido el impacto de los efluvios de un poder que no es de este plano y que mezcla por un lado el talento del director-actor con la presencia sobrenatural de la sirena en el camerino y a lo largo de la presentación. El teatro por lo menos es un misterio que se manifiesta con la potencia de una entidad y que no solo alcanza a los seres humanos, sino que es capaz de entregarles una versión diferente de sí mismos. A quienes han acudido en calidad de espectadores les queda la gratificante sensación de que no se ha perdido el tiempo, sino que el hallazgo de Andy es de alguna manera suyo y que este contacto con una búsqueda sórdida y lúcida ha traído consigo la bendición no solo de la belleza de una pieza de arte, sino la bondad de los caminos que los conducen a pensarse mejor como seres. El teatro quizás no puede cambiarlo todo, pero posee el poder suficiente para iniciar una pequeña revolución interior. A eso se refiere Andy, por eso sale al escenario en cada ocasión y esa es la justicia que su hermano, atrapado entre un bucle y una estrella fugaz, recibe durante cada representación.

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