El reto que me planteé ante la solicitud de escribir un breve prólogo a este libro sobre Julio, lo resumí en varias preguntas: ¿Qué puedo decir que motive a los que no lo conocieron personalmente, pero conocen su obra como artista y pensador? ¿Qué puedo recordarles a los que sí compartieron, en diversas formas y alcance, una relación laboral, creativa y cercana con él? ¿Cuál es la significación que nos deja Julio en el cine cubano, y más allá, en el latinoamericano y en el de cualquier parte donde haya auténticas reflexiones, búsquedas y angustias sobre la relación entre realidad-cultura popular-creación artística y política en estos tiempos? ¿Cuál fue la huella que dejó en mí?
Lo conocí en algún momento de 1957. Julio visitaba irregularmente la Sociedad Cultural Cine Club Visión —centro de formación teórica, cultural y, soterradamente, política, de jóvenes de una barriada popular de La Habana—, a la que yo había llegado meses atrás por pura vocación de cinéfilo. Como un “maestro”, iba por allí ocasionalmente, para participar en algunas actividades y conversar con nosotros. Porte de conferencista no tenía. Era muy cómodo intercambiar con él.
Su condición de graduado, en la época de oro, del Centro Experimental de Cine de Roma, más sus experiencias profesionales como asistente de dirección en el cine cubano de entonces, nos hacía escucharle con mucha atención cuando opinaba, evaluaba y daba consejos ante la posibilidad de que algún día pudiésemos hacer cine en Cuba. En ocasiones, cuando emitía criterios o contaba anécdotas de las grandes obras del neorrealismo, yo sentía que intimaba aún más con las películas vistas y re-vistas de Zavattini-De Sica, Visconti y otros maestros del cine italiano, que tanto marcaron mi vida en aquellos primeros años de juventud.
En algún momento decidió darnos, a un pequeño grupo de los más motivados por el cine, un curso de preparación como “asistentes de dirección”. Nada más ajeno a la idea que tenía de “prepararme” para algún día hacerme un “creador cinematográfico”. Julio nos quería introducir en el trabajo industrial del cine, y hacernos comprender la necesidad de dominar también esa fase del proceso creativo.
Ni Béla Balázs, ni Jean Epstein, ni Arnheim, ni otros textos de pensadores capitales del cine como arte, en mis lecturas de formación cultural, me habían adelantado esta necesidad. Fue el guion de “Calabuch”, la película de Berlanga, el material que sirvió de base para ese breve “curso”. Lo habíamos conseguido en una revista española de la época y se reprodujo. De pronto nos vimos, no haciendo una lectura de análisis artístico-dramatúrgico de la obra escrita, y sí aprendiendo a “desglosar” locaciones, secuencias, escenas y planos en sus necesidades prácticas de realización y así organizar lo que debería ser el plan de producción-filmación de ese guion, en su día a día.
“La huella del quehacer magisterial de Julio está presente (…) en buena parte de sus obras mayores y en una larga lista de la producción que consolidó la existencia de la industria y el movimiento cinematográfico cubano”.
Recuerdo que me resultó un poco denso, pero quien lo impartía era Julio García Espinosa, graduado del Centro Experimental de Cine de Roma, realizador de El Mégano —el documental censurado por las autoridades de la dictadura de Batista que no habíamos podido ver—, y ya un profesional insertado en el quehacer del cine que esporádicamente se realizaba en la Cuba de los últimos años de la década de los cincuenta del siglo pasado. Por eso asistimos, disciplinadamente, a las clases que nos dio, apreciando cómo su personalidad le permitía amenizar los conocimientos, no muy atractivos, que nos transmitía. Todavía yo no estaba en condiciones de valorar el nivel integral que Julio iba adquiriendo, como intelectual y creador (tenía 30 años), preocupado por la cultura nacional, la creación artística en sus más vastas interrelaciones y complejidades, y el cine en su doble condición de arte-industria.
Tres años después, la realidad de Cuba, y con ella mi realidad, giró radical y vertiginosamente, me encontré aplicando aquellas lecciones de 1957 con el guion del tercer cuento de Historias de la Revolución (“La Batalla de Santa Clara”). Fui uno de los asistentes de dirección de Tomás Gutiérrez Alea (Titón) en esa película y tuve que enfrentarme al desglose de producción, bien complejo para la época del naciente Icaic y la Cuba de entonces. Lo pude hacer profesionalmente, sin que toda la parafernalia organizativa me apabullase, gracias a la experiencia del aprendizaje con Calabuch. Fue así que pude interactuar de tú a tú con los técnicos y profesionales cubanos que participaban en aquella filmación y que se habían formado en los tiempos de Juan Orol, Manolo Alonso y otros realizadores cubanos, o mexicanos, que venían por acá cuando Julio era, solamente, un asistente de dirección.
La obra artística y teórica de Julio está ahí. Sus películas documentales y de ficción, sus trabajos teóricos, correspondencia profesional, discursos, entrevistas, intervenciones en debates en el Icaic o en foros y eventos nacionales e internacionales, han quedado para siempre con nosotros. Casi todo ha sido publicado en libros y revistas. Añadamos ahora la etapa actual de digitalización, que la extiende aún más. Este volumen nos trae nuevos textos, de él y sobre él, y los organiza para que lo medular de su vida, obra y pensamiento, quede recogido en su desarrollo y en el contexto que le tocó vivir y actuar.
Pero quiero dedicar ahora unas líneas a un componente de su vida que, en mi criterio, está a la misma altura de su quehacer como artista y pensador. Me refiero a su obra como formador de dos generaciones de cineastas, su contribución incuestionable a que en el Icaic de sus primeras tres décadas surgiera un sostenido y auténtico movimiento artístico, razón de ser primordial de este organismo estatal. Creo que esta importante faceta de su vida puede quedar, y ya lo siento, parcialmente desdibujada en la memoria histórica de hoy. Añado que el tiempo, el implacable, puede ir reduciendo la inmensa significación que, en mi criterio, tuvo Julio en algo tan importante como anónimo, y que de alguna manera comience a ser minusvalorada u olvidada esa etapa de su vida.
“Julio desempeñó la compleja y difícil tarea de formador y asesor, gracias a la combinación de diversas capacidades profesionales y humanas”.
En el año 1996, alguien, no recuerdo quién, ni para qué ocasión, me pidió que le diera una breve opinión sobre esta cualidad de Julio. Yo la di por escrito, octubre 11 de 1996, y conservé una copia. No me acuerdo si se publicó y en dónde. La reproduzco, ahora, en este prólogo, porque son solo once líneas. Veinte años después escribiría lo mismo, en todo caso subrayándolo ahora por más tiempo de reflexión; por el presente que atravesamos en el cine cubano y por el recuerdo de que ya no podemos contar con él. Todavía en 1996 era posible. Hoy no lo pudiera escribir mejor, ni ampliándola, ni sintetizándola.
Creo que más allá de los vientos coyunturales, de los rejuegos voluntarios o involuntarios de la memoria individual y colectiva, hay una verdad incuestionable en la historia del Icaic, de sus primeros 32 años. La huella del quehacer magisterial de Julio está presente, visible o invisible, directa o indirecta, en buena parte de sus obras mayores y en una larga lista de la producción que consolidó la existencia de la industria y el movimiento cinematográfico cubano. Julio desempeñó la compleja y difícil tarea de formador y asesor, gracias a la combinación de diversas capacidades profesionales y humanas, pero creo que todas ellas se sustentaron en una cualidad superior, nunca abundante y hoy bastante escasa: la generosidad.
Pero ya para concluir, de pronto me rectifico y me digo de golpe que lo más probable es que esta parte de su vida escapará a lo que yo quisiera y no será recordada con la justeza merecida. Se irá disolviendo en toda su importancia, o en buena parte de ella, cuando desaparezcamos sus contemporáneos. Quedará en insuficiente perfil en los resúmenes de historia que valorarán en el futuro esas décadas. Tal vez haya que irse resignando a que así es la vida cuando de ser generoso se trata y la grandeza está en saber asumir ese don, sin esperar reconocimiento, como creo lo hizo Julio.
*Prólogo del libro Vivir bajo la lluvia, de Julio García Espinosa. Compilación Dolores Calviño. Ediciones ICAIC, 2016.