Teatro de la Luna: En el Mar Nuestro de cada día
“Liberemos a la Esperanza para que, junto a la Fe y la Caridad, se recupere la armonía perdida”, convidó la Virgen de la Caridad luego de aparecerse ante esas tres mujeres que, a la deriva en el mar, clamaban por encontrar el camino hacia la felicidad.
En busca de ella salieron. No importa de dónde ni importa hacia dónde van. Solo saben que no desean regresar, aunque en algún momento pensaron que esa sería la mejor alternativa ante la muerte inminente por hambre, sed o deshidratación. Sin embargo, una de ellas se mantenía dudosa de si podían evitar salir en su búsqueda nuevamente después de regresar al mismo punto de partida.
Mar nuestro es perfectamente mío, suyo, de todos.
Una era atea y marxista, otra era romántica y delirante, la tercera era ferviente creyente y resuelta… Las tres, alucinadas o locas. Una pide calma, la otra advierte del peligro de no confiar, la tercera ve espejismos y se aferra a ellos. “Si creyéramos en el futuro, no estaríamos en esta balsa”. “¿Quién me salva de mí misma?”. “El control es un ejercicio”.
Tienen unas pocas galletas y huevos, porque la suerte no las ha abandonado definitivamente. Tienen sus ropas, sucias y un poco ajadas, de colores azul, blanco y rojo. Tienen sus cabellos recogidos en turbantes, pero se afirman como blanca, negra y mulata (más jaba’ que mulata). Solo se tienen a sí mismas, a sus diferencias y a sus sueños.
No fue la virgen la que les indicó el camino. Ni siquiera las pudo acompañar en el viaje. “Cada día nosotras, las deidades, somos más inmortales porque ustedes nos necesitan”, aseveró y tenía razón.
Buscaron la luz, el camino hacia adelante, la incertidumbre si fuera preciso. En las tres se reúnen las frustraciones y anhelos de un mundo entero. Buscaron la felicidad. Aunque la Virgen les dijo que “la felicidad no está en el Norte ni en el Sur, sino en nosotros mismos”.
Cuando el dramaturgo cubano Alberto Pedro escribió Mar nuestro, seguramente supo que la obra podía ser llevada a la escena en cualquier momento porque siempre el ser humano, hombre o mujer, andaría en busca de lo que cree que le falta, sin indagar en él mismo, sino en pos de otros caminos, otros lugares, otros seres, a los que hace responsables de su bienestar o no.
Sabía que la emigración, existente desde tiempos prehistóricos, sería la carta a jugar, y que los riesgos siempre iban a justificarse con los deseados beneficios. Sabía que las sociedades, aun al cabo de los años, mantendrían desigualdades y diferencias políticas. Sabía que, en una Isla, sus hijos se lanzarían al mar con más pretensiones que miedos y que a los dioses se aferrarían cuando lo creyeran todo perdido. Alberto Pedro sabía que los aplausos no cesarían, porque se premia lo que tan bien se dice, en nombre de todos.
Raúl Martín incluyó Mar nuestro en su ambicioso deseo de presentar con su compañía Teatro de La Luna una trilogía de este autor. Defiende la presencia femenina en la escena y apuesta por actrices de diferentes generaciones y formas de hacer. Tiene un grupo de trabajo que, como aliados incondicionales, le siguen en sus proyectos creativos y se sabe merecedor de afectos y reconocimientos porque, desde su posición, contribuye a la reflexión colectiva y al actuar coherente.
La puesta en escena, disfrutada en reciente temporada en el Centro Cultural Bertolt Brecht, puede provocar lágrimas, abrazos o incluso desapegos, todo lo contrario. ¿Acaso siempre estamos listos para recibir lo que se nos comporta cual espejo de nuestro interior? Puede que, incluso, lo estemos y aun así, sea muy fuerte el encuentro con los diálogos y los movimientos escénicos.
Las actrices (Yaité Ruiz, Minerva Romero, Yosmara Castañeda y Doreen Granados) fueron orgánicas, coherentes con sus personajes respectivos, loables en escena. Caramba, Raúl Martín tiene el olfato propio del sabueso que conoce a alguien y sabe dónde puede acomodarse y donde debe retarse a sí mismo. ¿Que una se destaque por encima de la otra? Puede suceder en cualquier obra teatral, pero la armonía entre todas en medio del conflicto, en la imaginaria embarcación, frente a los ojos de todos situados cual teatro arena… eso es otro punto a favor que Alberto Pedro agradece, esté donde esté.
Quiero subrayar que poco tiempo tuvieron para ensayar, según me contaron. Que la complejidad del texto es un reto único y que dos de las actrices llegan a Teatro de la Luna por primera vez, dispuestas a asimilar una estética singular. Que el público siempre acude a la sala con expectativas inmensas y que, aunque las luces y el sonido se engranaran cada vez mejor en cada función, no hay nada negativo que pudiera yo (sin ser especialista) señalar.
Baste decir que Mar nuestro es perfectamente mío, suyo, de todos. Queda encontrar las respuestas en nuestra Fe, nuestra Esperanza, nuestra Caridad. Alberto Pedro siempre ha defendido la tesis de que la felicidad no está, propiamente, en ningún lugar. ¿Acaso conocemos dónde está la nuestra? En el mar nuestro de cada día.