Cuando el talento es la medida
La recuerdo desde la primera vez que la vi en nuestros talleres vocacionales, donde a pesar de su pequeña estatura, sobresalía del resto de los estudiantes. Luego, ya desde la Escuela Provincial de Ballet “Alejo Carpentier” y la Escuela Nacional de Ballet “Fernando Alonso”, donde cursó los niveles elemental y medio, descolló como un talento extraordinario, con una técnica virtuosa y, sobre todo, con una proyección escénica de gran fuerza. En cada concurso de su etapa escolar era merecedora de las más altas distinciones por el virtuosismo y la pulcritud de su técnica, factores que la convirtieron en una favorita del público, como si ya fuese una profesional.
En reconocimiento a esos dones, María Luisa Márquez, ingresó en el elenco del Ballet Nacional de Cuba (BNC) con sólo diecisiete años y allí ha desplegado una brillante labor, reconocida por los más exigentes maestros y coreógrafos con los que ha trabajado intensamente en su corto periodo de vida laboral.
En sabia y justa valoración, ella acaba de ser promovida a bailarina principal del Ballet Nacional de Cuba, categoría que mereció, más allá de las limitaciones que podrían derivarse de su pequeña talla corporal.
Ha sido una decisión de Viengsay Valdés, directora general de la compañía —y de un equipo de maîtres y profesores— que ha sido recibida con entusiasmo por todos sus compañeros y los muchos admiradores que han seguido muy de cerca su siempre ascendente carrera sobre las tablas.
En el Salón Blanco de la casona de la calle Calzada, sede de la compañía, conversamos con María Luisa, en un descanso de los ensayos de Coppélia, ballet que interpretará, junto a su habitual pareja, el primer bailarín Yankiel Vázquez, durante la Temporada de Jubileo por el 75 aniversario de la fundación del BNC.
La promoción de María Luisa Márquez a bailarina principal ha sido una decisión recibida con entusiasmo por todos sus compañeros y los muchos admiradores que han seguido muy de cerca su siempre ascendente carrera sobre las tablas.
Mientras masajea sus pies enrojecidos después de tanto ensayar, dice para los lectores de La Jiribilla:
Soy hija única y desde muy pequeña he sido hiperquinética y eso preocupaba a mis padres, a los que no dejaba tranquilos en mi casa durante todo el día, y por ello acudieron al psicólogo, quien recomendó que me pusieran a hacer algún tipo de deporte, gimnasia o ejercicio, que me hiciera liberar tanta energía. Me atraía mucho ver Barbie y otros muñequitos que se programaban en la televisión que tenían secuencias de bailes como El lago de los cisnes y Cascanueces. Los disfrutaba. La solución fue inscribirme en los talleres vocacionales del Ballet Nacional de Cuba, donde un mundo nuevo apareció ante mis ojos. Para comenzar había que tener cumplidos cinco años de edad y yo tenía solamente cuatro, pero me hicieron como una especie de audición para ver mis condiciones físicas y mi aptitud para el baile. Básicamente eran ejercicios de improvisación y parece que no lo hice mal porque me permitieron ingresar en el Taller, aunque no tuviera la edad requerida. Allí permanecí hasta los siete años, cuando una profesora particular empezó a entrenarme con ejercicios de técnica más fuertes, con vista a mi ingreso en el sistema oficial de la enseñanza de ballet, en la escuela de L y 19. Nací en el 2003 y en el 2013, con sólo diez años empecé los estudios de nivel elemental.
Desde el principio se vio tu talento recompensado con premios y distinciones. ¿Qué significaban para ti esos reconocimientos en edad tan temprana?
En el nivel elemental cada año se realizaban concursos y yo siempre obtuve el Oro. Me preparaba fuertemente y puse toda la disciplina para cumplir lo que mis profesores me habían enseñado. Siempre fui por más.
Y ya en el nivel medio, ¿cuáles fueron los retos?
En el 2018, después de cinco años, hice el pase de nivel para continuar mis estudios en la Escuela Nacional de Ballet “Fernando Alonso”, donde tuve durante los tres años a Ana Julia Bermúdez como profesora y ensayadora. Ella me exigió mucho en lo técnico e interpretativo y bajo su guía me gradué.
En ese período nos afectó la pandemia, y concursé en el primero y luego en el tercer concurso de manera online, donde obtuve la Medalla de Oro y el Premio a la Maestría Técnica.
Y el tránsito a la vida profesional, ¿cómo ha sido?
En 2022 pasé a la compañía como “egresada”, sin todavía estar oficial, pero me dieron la oportunidad de hacer la muñeca, de Coppelia, la que aparece leyendo en la ventana. La maestra Ely Regina fue un día a la escuela y me seleccionó para que yo sustituyera a la bailarina Diana Menéndez en su ballet La forma del rojo y me incluyeron también en La hora novena, de la coreógrafa Gemma Bond, y en Sinfonía para nueve hombres, de Jene Kelly, ambos norteamericanos. Transcurría mi primer mes en la compañía y ya pude hacer dos roles de solista.
El ingreso al BNC me trajo sentimientos encontrados porque todo era muy diferente a la escuela, especialmente las clases y la dinámica de los ensayos. En la escuela ensayaba una misma obra con un mismo profesor durante todo el año; en la vida profesional cada vez que sonaba el timbre tenía que cambiar de salón, enfrentarme a obras nuevas y a diferentes ensayadores, cada uno con sus formas especiales de exigir.
A la hora de interpretar, no entro en conflicto con el repertorio clásico y con el moderno, porque ambos tienen una misma exigencia, la calidad del movimiento, que es el elemento fundamental por el que uno debe guiarse.
Poco después tuve la suerte de que me dieran un rol principal, el de Swanilda, en Coppélia, que pude hacer durante las giras por las provincias de Pinar del Río y Matanzas. Seguidamente, con la llegada del coreógrafo inglés Ben Stevenson tuve el reto del Pas de Deux de Esmeralda, que bailé con Diego Tápanes y Yankiel Vázquez. Los roles fueron llegando, a veces inesperadamente, como me sucedió con la Kitri de Don Quijote, la que tuve que interpretar por una lastimadura de la primera bailarina Grettel Morejón. No se me olvida que fue un jueves y tanto Yankiel como yo, debutamos en esos roles tan difíciles.
Cuando llegó el 27 Festival Internacional de Ballet, en el 2022, dejé de ser “egresada”, para ser miembro oficial y fui promovida a rango de solista. Todo fue muy rápido.
Se te ha visto brillar en las obras del repertorio tradicional y en coreografías contemporáneas, ¿cómo enfrentas ese reto?
A la hora de interpretar, no entro en conflicto con el repertorio clásico y con el moderno, porque ambos tienen una misma exigencia, la calidad del movimiento, que es el elemento fundamental por el que uno debe guiarse. Por ejemplo, en La forma del Rojo, la coreógrafa nos exigía “intenciones” para cada movimiento, y ahora que ensayo el segundo movimiento de Rara Avis, de Alberto Méndez, tengo que usar la misma técnica “en una imagen”, que es la del colibrí. La calidad que le damos a los movimientos es lo que más distingue a cada estilo.
Estaba en la reunión del Salón Blanco donde se dio a conocer la noticia de tu ascenso a la categoría de bailarina principal y pude ver las reacciones de tu cara al escuchar la emotiva ovación que te dieron los bailarines. ¿Qué sentiste en ese momento?
Lo del nombramiento fue algo sorpresivo para mí; no me lo esperaba. No trabajé con vistas a subir de categoría dentro del elenco, sino por lograr una calidad cada vez mayor en mi baile. Cuando lo oí decir en la asamblea dicen que me puse muy roja; no lo podía creer. Siento una gran responsabilidad al llevar esa categoría, que exige mucho en lo técnico y en lo artístico, ya que te puedes convertir en el centro de un espectáculo.
Estoy consciente de que me faltan muchos roles que debía de haber hecho antes de este nombramiento, como las dos willis o Mirtha la Reina, en Giselle; en Coppélia no he hecho ni las Amigas ni el Amanecer. En fin, la vida me propició ese salto y ello me obliga a dar más de mí.
Esa categoría me reclama que lo que entregue esté acorde y sea merecedora del rango que me han dado. Te convierte en un ejemplo para los jóvenes que vienen detrás. Mi meta para el futuro es que cada entrega artística que haga no demerite esa valoración obtenida. Como toda bailarina tengo sueños y en el Ballet Nacional de Cuba hay algunos que toda bailarina quiere cumplir. Todas aspiramos a hacer Giselle o Carmen, que son puntos cimeros en nuestro repertorio. Es una meta y quiero trabajar para lograrla. Enfrentarme a Giselle o Carmen es un reto, pero no lo creo que imposible. Antes tendré que hacer muchos roles, trabajar muy duro.
Esa categorización tuya ha removido recuerdos a los que llevamos muchos años dentro de la compañía, a los balletómanos y a los críticos de danza. Primero porque desde Vladimir Álvarez en 1997 y, recientemente, en el 2022 Yankiel Vázquez, a los bailarines de baja estatura les costaba mucho trabajo el ascenso a una categoría tan exigente en lo técnico y en lo estético. Y lo segundo es que muy pocos han logrado ese rápido salto, virtualmente desde las filas del cuerpo de baile hasta un nivel, casi el máximo en la jerarquía del elenco. ¿Te sorprendió esa decisión?
El que me hayan dado la categoría de bailarina principal es un gran honor, un reto y a la vez una responsabilidad muy grande. Ya no me miran como una simple bailarina o una solista, sino alguien de quien mucho esperan. Debo trabajar para no defraudarlos. Lo de la estatura nunca me ha afectado, lo he suplido con la disciplina y con una entrega a todo lo que hago. Llegar a lo máximo, que es ser una primera bailarina es un sueño, una gran ambición. Lucharé por ello y el futuro dirá.