La historia de la Academia Cubana de la Lengua está plagada de deudas, deudas a personas de primer orden en la cultura cubana que nunca ingresaron. Algunas por propia voluntad, vale aclarar. Se pudiera pensar que es lógico, no están todos los que son por razones de espacio, o de abecedario. Y replicará algún maldiciente que tampoco todos los que estuvieron o están, lo merecieron o merecen, punto que no voy a discutir y que es también lógico, tomo el denostar como uno de los comportamientos humanos de mayor visibilidad, como se dice ahora.
A mi ver, con la entrada de Arturo Arango a la Academia Cubana de la Lengua estamos pagando una de esas deudas. Permítanme demostrar por qué. Repasemos sus haberes.
Sumo cuatro libros de cuentos (Salir al mundo, La vida es una semana, La Habana elegante, Vimos arder un árbol). Son libros ascensionales, van de una leve complejidad a una complejidad mayor. De algún modo aparece de continuo, los sucedáneos de la serpiente (el origen del mal), y sus huevos fatídicos (la exponenciación del mal), como si habitar el mundo resultara, como mínimo, un padecimiento, idea que es más vieja que las palmas deliciosas, pero no hay mal que por bien no venga, y Arturo toma el escarpelo y extrae de las entrañas de la bestia un rostro conciliador, una virtud desecada, alguna que otra regañina amable. Raro uso del optimismo este uso.
“Arturo trata el muestrario de costumbres con dosis equilibradas de bondad y crueldad”.
Sigamos con los haberes. Sumo cuatro novelas (Una lección de anatomía, El libro de la realidad, Muerte de nadie, No me preguntes cuándo), más el relato La hoja de un árbol. Libros que me han ido asombrando, y este asombro recalcitrante tiene que ver con dos detalles.
Primero. Los cinco trabajos se pueden leer como una sucesión de ensayos, y de fondo el viejo acierto de dar tal fuerza a las situaciones de la petite histoire, que la Grave Histoire parezca un eco. De este modo, el silencio cósmico en la oscuridad cósmica es un pasillo entre edificios.
Segundo. Ante una realidad amorfa, poco fiable, por completo impredecible, Arturo trata el muestrario de costumbres con dosis equilibradas de bondad y crueldad, sin deslindes claros, o sea, emprende el camino en sentido opuesto al que toman el Colegio Romano y el Noticiero Nacional de Televisión, tan escrupulosos ambos con los asuntos concernientes a la doctrina de la fe.
Sigamos con los haberes. Sumo los libros de ensayos con el recurrente título de Reincidencias (va por el tercer volumen). Y sí, son ensayos, reincidentes o no, más crónicas, entrevistas, encuestas, viñetas. Un cajón de sastre, un ir y venir por el desastroso mundo. Así que son también libros testimoniales, memoria de los años más duros que los llamados duros; años siempre complejos de la siempre joven Nación Cubana, pero vistos desde las más íntimas incitaciones personales, cual marginalia de un autor retraído, que nos dice de él en susurro, cuando en verdad está hablando de todos a gritos.
“Junto a esas escribanías no se puede dejar de mencionar su vida en el cine y para el cine”.
Y dentro del género ensayo hay que situar su polémico asedio a la poesía cubana que titula En los márgenes. Y aquí debería permitirme un elogio sin más, aunque con reparos milimétricos, pero no los voy a precisar porque no es el lugar.
Acoto que los reparos minúsculos, no los mayúsculos, reparos que el lector atento puede tener, son una virtud que solo les asiste a los libros de pro, y es el caso. El elogio también se los ahorro porque no es la hora.
Sumo dos libros más, uno de crónicas (Paso de prisa), que yo también pasaré de prisa, y la única obra de teatro que ha escrito hasta el día de hoy (El viaje termina en Elsinor), que no logro entender, yo que estoy metido hasta el cuello en tropelías de comediantes, cómo no se ha llevado a escena.
Y junto a esas escribanías no se puede dejar de mencionar su vida en el cine y para el cine. Aseguro que son incontables los guiones que ha escrito o revisado o rehecho, donde subrayo los realizados para el muy querido Juan Carlos Tabío.
Vale una aclaración. Que el guion cinematográfico es literatura está fuera de cuestión, no hay más que leer los espléndidos guiones de Michelangelo Antonioni. No, no voy a tomar tal meandro, no viene al caso. Sumo a la summa los guiones, a eso iba, y basta.
Arturo Arango ha entrado en un sinfín de antologías. Y Arturo mismo ha antologado la poesía de Bonifacio Byrne, el cuento cubano contemporáneo, las prosas de Julián del Casal. Además, y es otra manera de husmear en vidas ajenas, Arturo ha dirigido talleres y dictado cursos y conferencias por medio mundo.
“Quiero resaltar muy mucho, (…) una labor en extremo modesta, por completo a la sombra, que Arturo Arango realiza desde que lo conozco, hará mil años. Me refiero al arte de editar”.
Esto de los talleres apasiona, a mí me apasiona. El intercambio de obsesiones con filias y fobias de los talleristas, son un muestrario de neurosis al rojo vivo. Vuelvo a salirme del tema.
Obra tan extensa, variopinta y buena, le ha traído a Arturo Arango premios y distinciones. No podía ser de otro modo. No voy a precisarlos aquí porque las enumeraciones solo se toleran si son breves o caóticas, y el listado no se presta para la brevedad, y al ámbito en que hablo no le va el delicioso ajetreo del caos.
Quiero resaltar muy mucho, y por eso lo he dejado para lo último, una labor en extremo modesta, por completo a la sombra, que Arturo Arango realiza desde que lo conozco, hará mil años. Me refiero al arte de editar. Arturo ha sido editor, jefe de redacción y director de revista. Y en gran medida, lo publicado por él en contubernio con no pocos colaboradores, debe aparecer como parte de su obra.
Aquí terminan los haberes, la summa arturiana que lo convirtió en fuerte candidato a miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua, o más bien en una deuda.
La segunda parte de la demostración es bastante subjetiva, debo admitir.
Arturo Arango es manzanillero. No es posible contemplar en Cuba nada más extenso y quieto que el mar de la bahía abiertísima de Manzanillo, pero Arturo vive en la antípoda de ese remanso, es vecino de otras aguas, que son en extremo salíferas, hablo de las aguas de Cojímar. Debe ser una certidumbre geográfica, no un fatalismo. Verán lo que pienso. Ante todo, parto de dos premisas.
La primera. En esta demostración de por qué Arturo Arango era una deuda de la Academia, reverencié a la diosa de La Razón. Ahora la voy a echar a un lado, porque La Razón, con mayúscula, en la época de la Ilustración, antes aún, se entronizó, con todo derecho, como un símbolo civilizatorio. Pero La Razón, tan zarandeada por El Quijote, dicho sea de paso, no siempre está condenada a tener razón, no tiene por qué ser siquiera razonable. Se puede asociar e integrar obedeciendo justo a aquello que la razón ignora. Sé que llaman a ese aquello, intuición, revelación, inspiración, o me da la gana. Lo cierto es que La Razón peca procurando su fin último, que son las conclusiones, y ahí hace un acto de auto agresión. Las conclusiones en sí son lo opuesto al razonar, son el suicidio de La Razón, son algo más propio de la fe ciega del ignorante.
La otra premisa es más sencilla. La educación es imprescindible, pero nada de lo que merece saberse puede ser enseñado, mas sí se puede aprehender por otros medios.
No soy tan joven como para aseverarlo de manera terminante, pero las aguas no siempre son bienhechoras ni siempre traen lodos. Asocio e integro mares singulares y lugares costaneros para decir, sin explicaciones, que la obra de Arturo es de una belleza meticulosa, temerosa de no ser precisa, quieta, como el agua quieta del mar de Manzanillo, y es de un pesimismo embozado, o de un optimismo plagado de fisuras, devotas de la salinidad, como el mar de Cojímar.
Y digo más, huelo la marisma, huelo que entre el exponer la realidad como un plato o como una salación, se debate más que la obra, la honestidad de Arturo Arango.
Me he preguntado antes, y vuelvo a preguntármelo aquí, ¿qué pasaría si los libros de Arturo llegaran a las manos de un inuit canadiense, diestro afilador de arpones, o a un catedrático de Cambridge, perito en runas? Entre foca huida y foca cazada, ante su propia sombra larga, y entre deducción desacertada y deducción traída por los pelos, ante la incandescencia de una lámpara estudiosa, el inuit y el catedrático leerían por igual de un pueblo y un arte sacudidos, con intensidad, por meros asuntos de aldea, bajo influjos de la aldea global, por supuesto. El inuit y el catedrático entenderían poco de lo puntual, pero comprenderían a la perfección algo tan esencial como la calma tentadora del mar y la maestría que supone el que no falte, ni sobre sal.
Concluida la demostración razonada e intuida, solo me resta decir, “bienvenue au club, Arturo Arango”.