Para la historia y la cultura cubanas, 1968 fue un año cumbre. Alcanzar un punto de máxima altura supone la existencia de una ladera para el ascenso y otra para el descenso. La creatividad estimulada por el triunfo revolucionario llegaba a su cúspide al tiempo que otros sucesos conducían hacia zonas diferentes, incluso paralizantes, para el arte y la literatura, y para las ciencias sociales.
Mientras los acontecimientos de mayo en París, de agosto en Praga o de octubre en la Ciudad de México sorprendían a la humanidad en direcciones encontradas (la Ciudad Luz contagiada por el espíritu revolucionario, iconoclasta, que llegaba desde países periféricos; la Primavera de Praga sometida por los tanques soviéticos; el gobierno del PRI, el único de la América Latina que no cedió a las presiones de los Estados Unidos y la OEA contra Cuba, masacraba estudiantes), en la isla también se cruzaban fuerzas contradictorias.
“La necesidad de comprender que, en el proceso revolucionario cubano, la elección del socialismo no era impuesta por una potencia extranjera, sino que resultaba imprescindible para sostener la independencia nacional”.
La tendencia que concibió el socialismo como un movimiento fundamentalmente emancipador, humanista y en oposición a las estructuras coloniales y neocoloniales que dominaron la América Latina y, en una visión más general, el ámbito reconocido entonces como el Tercer Mundo, chocaba con aquella otra que colocaba los partidos comunistas en la órbita de la hegemonía soviética, incluyendo sus conocidas restricciones al pensamiento crítico y su intención de que los Estados socialistas, ante todo, desarrollaran sus economías en competencia con el capitalismo occidental, y bajo el mandato de Estados centralizados y desprovistos ya de toda forma de poder auténticamente popular.
La necesidad de comprender que en el proceso revolucionario cubano la elección del socialismo no era impuesta por una potencia extranjera sino que resultaba imprescindible para sostener la independencia nacional, y establecer la equidad y la justicia social, tuvo a la luz del centenario del alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes en La Demajagua, de Manzanillo, un momento ejemplar. Desde mucho antes del 10 de octubre de 1968 se prepararon revistas, libros, coloquios, homenajes destinados a releer la historia de Cuba y a indagar en sus enlaces con la gesta independentista del resto del continente.
Con el asesinato de Ernesto Guevara, en octubre de 1967, comenzaba la parálisis de esa opción que el mismo Che había enunciado años atrás: crear dos, tres, muchos Vietnam. La expansión por la América Latina de un modelo de socialismo que no fuera calco del europeo, sino que se potenciara con los procesos históricos, independentistas, del continente, con el pensamiento social acumulado en la región durante al menos dos siglos y, además con las singularidades de esas zonas culturales diferentes entre sí que Darcy Ribeiro había descrito, fue perdiendo sustento.
El enfrentamiento entre estas dos tendencias políticas está recogido en Memorias del subdesarrollo. En el guion se apunta: “Se trata de una mesa redonda en la que se discute sobre la literatura y el subdesarrollo, poniendo el acento en este último, con cifras, etcétera”.[1] Lo filmado es mucho más rico: el escritor italiano Gianni Toti defiende el marxismo-leninismo ortodoxo: la contradicción es entre el proletariado y la burguesía, dice. El argentino David Viñas se le opone: “si la guerra es la máxima expresión de la lucha de clases, no hay mayor conflicto contemporáneo que el de Vietnam. La gran oposición es la que se establece entre países ricos y colonialistas y países pobres y secularmente colonizados”.
Al leer hoy los documentos generados por el Congreso Cultural de La Habana, realizado en enero de 1968, resulta evidente que fue preparado para circunstancias que habían comenzado a desaparecer. Rafael Acosta de Arriba, que ha investigado el tema, informa que asistieron “quinientos intelectuales de setenta países, en su mayoría socialistas, guevaristas, maoístas, trotskistas, situacionistas, católicos revolucionarios e intelectuales de la denominada Nueva Izquierda y una mínima representación de los países del llamado campo socialista”.[2] Fernando Martínez Heredia, en 2007, lo calificó como un “gran Congreso […] que ha sido concienzudamente olvidado”.[3] Y Ambrosio Fornet asegura que, en el Seminario Preparatorio del Congreso, en 1967, “se puso de manifiesto que gran parte de nuestra intelectualidad estaba elaborando, desde posiciones martianas y marxistas, un pensamiento descolonizador más ligado a nuestra realidad y a los problemas del Tercer Mundo, que a las corrientes ideológicas eurocéntricas de ambos lados del Atlántico”.[4] Pero 1968 puede ser recordado también por la publicación, en la revista Verde Olivo entre noviembre y diciembre, de la serie de artículos firmados bajo el seudónimo de Leopoldo Ávila, con duros ataques contra autores o tendencias estéticas. O por libros que, en algunos casos antes de ver la luz, serían objeto de censura o de críticas de marcado sesgo político. Señaladamente: Fuera del juego, de Heberto Padilla; Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat; Condenados de Condado, de Norberto Fuentes; Los pasos en la hierba, de Eduardo Heras León; Paradiso, de José Lezama Lima; y Lenguaje de mudos, de Delfín Prats. Todos estos autores, junto a decenas más, luego de 1971 fueron excluidos del espacio público. Lo que se anunciaba en este año se consolidó a partir del 1er. Congreso de Educación y Cultura, cuando la tendencia más dogmática dentro de la Revolución se afianzó con el poder en las esferas de la ideología y la cultura.
Era necesario afirmar la “conciencia del subdesarrollo” como premisa indispensable para construir la sociedad que queremos construir, sobre bases firmes…
El intelectual alerta y comprometido (en el sentido que la palabra alcanzó en aquellos años) que fue Tomás Gutiérrez Alea, en carta del 30 de agosto de ese mismo 68, cuenta al director de fotografía Ramón Suárez las repercusiones del estreno de Memorias del subdesarrollo: en la segunda semana todavía hay colas y, “lejos de lo que esperábamos, la película no resulta tan polémica ni nada de eso”, aunque “ha encontrado algunos enemigos irritados (interesantes e importantes), lo cual me tranquiliza un poco con mi conciencia”.[5]
Antes, al presentar el filme en el Festival de Karlovy Vary (o sea, en la Checoslovaquia socialista y todavía no invadida por las tropas del Tratado de Varsovia), tenía el cuidado de explicar a la audiencia que:
Hoy nuestra Revolución no pretende presentar una imagen de abundancia y mucho menos de lujo. Los valores de la Revolución no son los automóviles y los aires acondicionados, sino el hombre que lucha porque ha alcanzado un alto grado de conciencia, porque sabe que la única manera de ser libre, de salir de la explotación y del atraso es redoblando sus esfuerzos.
Por eso, era necesario afirmar la “conciencia del subdesarrollo” como “premisa indispensable para construir la sociedad que queremos construir, sobre bases firmes, sin mentiras, sin engaños, sin mistificaciones”.[6]
Algunos de los signos que caracterizan este año crucial están presentes en las tres películas emblemáticas que se estrenaron: Memorias del subdesarrollo, Lucía y Aventuras de Juan Quin Quín, así como en La primera carga al machete, de 1969. Esta última da pie a la singular revisión de ese instante decisivo de las batallas entre el naciente ejército mambí y las tropas españolas, ocurrido semanas después del inicio de la insurrección. Manuel Octavio Gómez y su equipo de realización simulan un documental, digamos, imposible (con recursos inexistentes hasta fines del siglo XIX) para que fueran los protagonistas quienes explicaran al espectador las razones que hicieron ineludible la opción independentista, a la vez que, a tono con los tiempos que corrían, debatieran sobre la legitimidad de la lucha armada (y de acciones de extrema violencia, como el uso del machete).
En Aventuras de Juan Quin Quín el arco de transformación de los personajes principales está sustentado por el enfrentamiento sistemático con el poder y sus efectos devastadores, a la vez que se alimenta de la cultura popular. La película es, a un tiempo, profundamente política y desacralizadora, como lo era la Revolución Cubana en esos años.
La relectura de la historia de Cuba es central en Lucía, estructurada en tres episodios que suceden en momentos de alta tensión revolucionaria: la guerra del 95, la lucha antimachadista y los iniciales 1960. Lo que hoy llamaríamos el “discurso de género” permite extender el conflicto que enlaza los tres cuentos más allá de 1959. Su tercer episodio nos advierte que las transformaciones más profundas en la sociedad, los cambios en los comportamientos humanos, son más difíciles una vez alcanzado el relativo equilibrio que ofrece la paz.
“La mejor evidencia de lo que fue la década inicial de la Revolución es la extraordinaria vitalidad de la cultura cubana, cuyos gestores mostraron, fundamentalmente entre 1967 y 1968, una mezcla inusual de madurez, trasgresión y coherencia”.
Esa es, justamente, una de las líneas de sentido que atraviesa Memorias del subdesarrollo. La sociedad cubana en transformación, acosada por el gobierno de los Estados Unidos, es mirada, evaluada por alguien que es incapaz de integrarse al proceso de cambios radicales, pero que, al mismo tiempo, desprecia a aquellos que fueron sus compañeros de clase.
Las tres obras que aquí se revisan, cada una a su manera, indagan en los efectos que una revolución ejerce sobre las personas, y en la manera como el subdesarrollo condiciona, limita, en ocasiones incluso profundiza, el alcance de los propósitos fundacionales.
La mejor evidencia de lo que fue la década inicial de la Revolución es la extraordinaria vitalidad de la cultura cubana, cuyos gestores mostraron, fundamentalmente entre 1967 y 1968, una mezcla inusual de madurez, trasgresión y coherencia. El cine es, por las complejidades de su realización, la rama donde ello fue aún más palpable. A nueve años de fundado, ya el Icaic estaba produciendo películas que, al paso del tiempo, continuamos admirando como clásicas.
“El Instituto fue en esas décadas mucho más que una productora de cine. Se convirtió en un centro donde se pensaron la política cultural y opciones para el arte, en las circunstancias de Cuba”.
En entrevista con Magdiel Aspillaga, Julio García Espinosa dice:
Las cuatro son totalmente distintas, las cuatro son tan diferentes que se pueden ver retratadas en ellas cuatro individualidades. La gran proyección del concepto de conciliar vanguardia política y vanguardia artística es que, cuando uno desarrolla su individualidad, no está ajeno a una base común. Todo individuo, aun el que se declara apolítico, aun el que se declara exclusivamente esteta, está identificado con una base común, con posiciones similares que tienen determinados sectores.
Para García Espinosa, “[su] individualidad se enriquecía en la medida en que sentía que formaba parte de un sector, de una comunidad con la cual estaba identificado”.[7]
Me aventuro a asegurar que el sector, la comunidad a que se refiere García Espinosa, puede entenderse en una dimensión más amplia: la Cuba en revolución, o en una más específica: el conjunto de cineastas nucleados en el Icaic. El Instituto fue en esas décadas mucho más que una productora de cine. Se convirtió en un centro donde se pensaron la política cultural y opciones para el arte, en las circunstancias de Cuba. No fue, como a veces se ha presentado, un universo paradisíaco. Los documentos publicados por Alfredo Guevara en varios volúmenes, o de Gutiérrez Alea compilados por Mirtha Ibarra, sacan a la luz contradicciones entre los principales pensadores que pertenecieron a la institución. Pero en las obras creadas está la huella visible de todos ellos. La energía acumulada por el Icaic, durante los 60 del pasado siglo, fue suficiente para atravesar los duros 70 sin perder su carácter original, y para renovarse en el segundo lustro de los 80.
“El cine cubano de los 60, y en especial estas tres películas, dibujaba un rostro de la nación hasta entonces inédito en las pantallas”.
En cuanto a las búsquedas estéticas, García Espinosa y Gutiérrez Alea acuden a Bertolt Brecht y lo reactivan, de maneras distintas. También, por otra vía, es el camino que elige Manuel Octavio Gómez. En Aventuras… se cumple el principio brechtiano de que el arte tiene la obligación de divertir, sin renunciar al compromiso de hacer pensar y dudar a sus receptores. Es una película de aventuras donde predomina la acción física, pero donde el hilo narrativo se rompe, la trama se organiza por episodios, y un narrador analiza, desde la distancia crítica, los acontecimientos que viven Juan Quinquín y Jachero. En Memorias…, también estructurada por episodios, la dramaticidad se opaca para modular la identificación del receptor, y la voz crítica, irónica, angustiada del Sergio diseñado por Edmundo Desnoes, va meditando sobre ese nuevo contexto que lo rechaza, y permite la entrada al discurso de otros textos: carteles que dan cuenta de las tensiones militares, reflexiones tomadas de otros autores (como el argentino León Rozitchner), la comparecencia de Fidel Castro en televisión durante la Crisis de Octubre…
El cine cubano de los 60, y en especial estas tres películas, dibujaba un rostro de la nación hasta entonces inédito en las pantallas. En una operación en que se aunaban la descolonización y la reafirmación de la identidad, el cine abrió espacios al habla popular cubana, proyectada con un acento propio, en el que los espectadores podían reconocerse. Pero ese rostro, además de la voz, incluía una imagen donde estuvo la crudeza de las guerras, la fealdad de la miseria y del desamparo, la dignidad de aquellos que se reconocían “pobres pero decentes”, la mezcla impura de la cotidianidad callejera.
Han pasado cinco décadas desde los estrenos de estas películas y volver a ellas es, primero, un acto de justicia. Pero esta revisitación implica, además, analizar las claves de una época con la perspectiva del presente. La realidad se ha encargado de enseñarnos, con insistencia, que los procesos históricos no son lineales. Estamos inmersos en un mundo muy distinto de aquel en el que realizaron su obra los fundadores del Icaic. La fragmentación, el desencanto, la desconfianza y una violencia descarnada prevalecen junto a nuevas pretensiones de colonización cultural. En estas circunstancias, diametralmente opuestas a las de 1968, Aventuras de Juan Quin Quín, Lucía y Memorias del subdesarrollo todavía conservan su capacidad de provocación. Veámoslas de otra manera y aprovechemos lo que siguen aportándonos.
Notas:
[1] Edmundo Desnoes y Tomás Gutiérrez Alea: Páginas de un diario, guion para Memorias del subdesarrollo, Ediciones Icaic, colección Guion Cubano, La Habana, 2017, p. 100.
[2] Daniel Céspedes: “Las ideas que seducen. Diálogo con Rafael Acosta de Arriba”, en La Gaceta de Cuba, no. 5, septiembre-octubre de 2017, p. 43.
[3] Fernando Martínez Heredia: “Pensamiento social y política de la Revolución”, en La política cultural de la Revolución Cubana, Centro Teórico-Cultural Criterios, La Habana, 2007, p. 138.
[4] Ambrosio Fornet: “El Quinquenio Gris: revisitando el término”, en La política cultural de la Revolución Cubana, ob. cit., p. 27.
[5] Tomás Gutiérrez Alea: Volver sobre mis pasos, Ediciones Autor, Madrid, 2007, p. 175.
[6] Tomás Gutiérrez Alea: Alea, una retrospectiva crítica, Letras Cubanas, La Habana, 1987, pp. 89-90.
[7] Julio García Espinosa: Aventuras de Juan Quin Quín, Ediciones Icaic, col. Guion Cubano, La Habana, 2014, pp. 174-175.
*Prólogo del libro: 1968. Un año clave para el cine cubano. Compilación de Luciano Castillo y Mario Naito, Ediciones Icaic, 2018.