En su estudio de la barriada del Cerro, donde vivíamos, la cera hirviente penetraba los resquicios de pequeños moldes de yeso con figuras en negativo. De la sustancia fundible salían más tarde rostros en miniatura, antes esculpidos por un pulso seguro y la ayuda de finos palillos y herramientas dentales puestas a disposición del arte del modelado.
Era la década del 60 y este es mi recuerdo más antiguo de haberlo observado mientras trabajaba. Muchas veces —en un largo recorrido de edades y tiempos— volví a pararme a su lado mientras modelaba, dibujaba o pintaba. Así aprendí algunas habilidades relacionadas con las maneras en que había que coger el lápiz para hacer un trazo limpio o el pincel, para esbozar una línea a mano alzada; aplicar pegamentos, calar en la cartulina y utilizar otros artilugios propios de la creación plástica, aunque nunca me dediqué a ella ni heredé esa vocación.
Lo cierto es que siempre en nuestra casa fueron cotidianos el olor y la urdimbre de la plastilina, la cera, las maderas, el cobre, la piedra, el yeso o el barro; también, las texturas del papel o el gramaje del grafito de lápices o carboncillos, y materiales como el óleo y la trementina, que estaban al alcance de la mano.
Alrededor de una década después de la fecha aproximada de aquella evocación pueril, en una casa casi centenaria del municipio Centro Habana a donde nos mudamos, en la saleta del caserón de la calle Xifré, él emplazó su mesa de dibujo, cercada de libreros que ascendían hasta lo más alto del puntal del antiguo inmueble, en la misma medida que se hizo de una biblioteca diversa y copiosa.
Aquel era su espacio de creación mientras sus labores relacionadas con la reconceptualización de la función del arte en Cuba lo mantuvieron alejado de su estudio en la calle O’ Reilly, de La Habana Vieja.
Ya yo había superado mi etapa como observadora junto a su banco o mesa de trabajo cuando, en mi adolescencia, él re-tomó la monumentaria de gran formato, su gran aspiración como artista —cuenta mi madre.
Entonces, solía verlo en aquel, su “rincón de amor, pequeño y afortunado” (como solía llamarle a su taller) subido en andamios hasta el fin de sus fuerzas de cada día, con una masa en la mano para compactar enormes volúmenes de plastilina o modelando figuras sobre esa amalgama incrustada en esqueletos metálicos, armados de mayas y pedestales.
Pasaron muchos años más para que lo percibiera como protagonista de un arte extraordinario. Me había acostumbrado siempre a su capacidad para convertir un amasijo de barro en figuras perfectas y a su inteligencia y talento para hacer emerger, con la habilidad de sus manos, imágenes disímiles de cualquier material.
Entonces, yo solo podía ser testigo presencial de esos pedacitos de su hacer en ocasiones excepcionales, pero la magnitud y trascendencia de sus obras y sus explicaciones de cuánto realizaba, nunca descuidadas en el entorno familiar, empezaron a darme la medida de su estatura como escultor y artista.
Algunas veces lo entrevisté (pocas). No guardé la grabación del diálogo más largo que sostuvimos desde esas posiciones. Me resistí a pensar en la muerte, era muy pronto para eso.
Pero un día, como este 26 de agosto, hace 20 años, José Ramón de Lázaro Bencomo (José Delarra, su nombre artístico) partió de este mundo, a pesar de que lo imaginábamos, incluso en ese momento, como un vencedor de adversidades, tan fuerte que sería capaz de sobrevivir a los avatares del cuerpo, aun en difíciles situaciones.
Desde entonces, nunca he podido abstraerme de su presencia. Especialmente, ante sus obras más altas, yo sigo estando a su lado, con una singularidad poco relacionada con la ausencia de vida. Su obra ascendió tanto que, en tales circunstancias, sigo siendo de la estatura de aquella niña que, atraída por la curiosidad observaba lo que hacía su padre.