Es sumamente difícil en estos casos ser juez y parte, testigo y cómplice, corazón e intelecto analítico.
Cuando un ser especial decide empeñarse en un proyecto alucinante, en medio de la más aberrante crisis sanitaria de nuestros tiempos, sólo queda darle un solidario manotazo en su terca espalda y conminarlo a seguir adelante. Cuando, además, esa mágica persona, de algún modo, te involucra hasta lo más medular en sus utopías, resta solamente sumarse al entusiasta empeño y poner el alma en función.
Voces de 1912 nació como algo prácticamente irrealizable, en un período donde estar vivos era casi milagroso. Allí estaban los recientes caídos recordándonos, todos los días, la bendición de despertar ilesos. Por otra parte, desde el conveniente olvido, algunos silenciados espectros aguardaban, pacientemente, que alguien expusiera la trágica dimensión de una masacre émula de los holocaustos que pretenden borrar colores, costumbres, religiones.
Jorge Enrique Caballero, o Jorgito a secas, es atrevido, irreverente, tozudo y capaz de convencer a un árido desierto, que puede hacer brotar árboles dignos de cualquier selva tropical. Lo he visto crecer como hombre y como artista, he reído con su espontánea alegría y he sufrido, constantemente, su mínimo umbral para las frustraciones. Le sobra talento a este multifacético muchacho que utilizo siempre como ejemplo para refutar a los conformistas, vagos y cobardes. Trabajador incansable, soñador empedernido y una vez más, excelente artífice para cohesionar voluntades, nos regala este nuevo alarido ancestral pleno, en la auténtica poesía de este color mestizo que somos o seremos.
“A teatro lleno, acompañado de un público mixto en edades y preceptos filosóficos, Jorge Enrique logró con su propuesta la cómplice reflexión del espectador”.
Los sucesos de 1912 se convierten, para nuestra cotidianidad, en una especie de urbana leyenda de la cual los menos avezados en el tema conocen poco o nada. Este espectáculo es un acercamiento ya imprescindible, para desterrar la espesa cortina de prejuicios y malentendidos que rodea al Partido de los Independientes de Color. Voces de 1912 respira del verbo audaz y la metáfora necesaria y evita los comunes y repetidos lugares “folkloricistas” con que tanto mediocre se disfrazó de cubanía. Sortea, con acierto, la festinada teatralización de los mitos que propiciaron daños a veces irreversibles, al reflejo de nuestras tradiciones y, sobre todo, recorre la historia sin didactismos estériles y “bostezadores”. A teatro lleno, acompañado de un público mixto en edades y preceptos filosóficos, Jorge Enrique logró con su propuesta algo que en muy raras ocasiones ocurre: la cómplice reflexión del espectador, el aplauso que brota lento y se convierte en atronadora certeza.
Es sumamente difícil en estos casos ser juez y parte, testigo y cómplice, corazón e intelecto analítico. Soy de los que, a veces, le exigen demasiado a ese ser especial que propició estuviéramos desandando esta Habana para que todo resultara como debía ser. Esta vez le exijo distancia crítica de todo lo hermoso que aconteció en la sala El Sótano; tiempo para trabajar la caracterización de algún personaje asumido, con el que yo, exigente hermano mayor, estoy conforme pero no satisfecho, y sobre todo que siga desdeñando el éxito aparente, la conformidad, la vanagloria. Esos oscuros seres deben seguir habitando bien lejos de sus empeños.
Termina esta breve temporada en la que las alegorías escénicas nos remitieron a la realidad de esta isla convulsa y, a veces, incomprensible. Valga la alerta que visibiliza el peligro de una absurda confrontación cuando el diálogo puede tender filiales puentes… incluso en las marcadas diferencias.