Dalila León Meneses: la llegada
20/4/2017
El poeta se comunica con su lector no “directamente”, sino creando “objetivos y correlativos”; en vez de decir lo que siente y piensa, describe objetos que se correlacionan con cierto tipo de experiencias vitales [1]. Los poemas de la autora que hoy les comento son un ejemplo de ello, donde el dato objetivo, aunque siga conservando esa apariencia, pasa a ser una compleja emoción subjetiva. Se trata de Dalila León Meneses, escritora espirituana cuyo libro Sin buenas nuevas [2] acaba de publicarse por la veinteañera Reina del Mar Editores.
Pero pretendemos aquí no solo referirnos a este, su primer libro escrito, sino también a Bon Apéttit [3], libro posterior ya publicado antes, ganador del Premio Pinos Nuevos en 2013. La lectura de ambos te lleva a pensar de qué pudieras alimentarte si no del caudal de dudas, incertidumbres, trazos secos, porciones tácitas de la realidad. El esfuerzo por impedirlo hace a la autora regresar a esos desolados paisajes, a esas especies de instantáneas o postales de lo efímero en que se constituyen sus poemas; siendo esta certeza mejor lograda de manera general en su cuaderno publicado en 2014. Ellos llegan a convertirse en posicionamientos del ser ante una naturaleza que restaura enigmas, o que brinda un espejo donde hay algunos otros tramos nuestros que descifrar:
He visto secarse
un helecho en mi ventana.
Hasta hoy
sus raíces se aferran
a la madera podrida ignorando
la sed de quien observa
bajo el peso de la luz
su muerte [4].
Son postales moldeadas al latido lacónico de la verdad seca, donde la comunión se levanta como falsedad sobre la incomunicación, donde se refleja el hastío, el tedio, vuelto impotencia. En ellos encontramos el paisaje que sobre la realidad puede crear un sentimiento. En tal sentido, su libro Sin buenas nuevas también tiene una sección conformada por sugerentes haikús que intentan apresar el milagro de la vida. En lances de la incertidumbre, los sitios y los objetos inevitablemente quedan preñados de nuestro drama, y entonces ya solo sabemos cantar lo efímero o la vida como fuga y como errancia. Si en Sin buenas nuevas la cualidad de instantánea de los poemas es menos explícita, llega, por momentos, a ser más funcional que en Bon Apéttit, por ejemplo, en su poema “Me quedaba en la orilla” y en el que hemos citado. “Me quedaba en la orilla” funciona a manera de un ars poética y un texto de profundo amor a la casa, al seno materno, al espacio de donde se vino, sitio raigal de la poética de Dalila, en el que casi siempre uno está esperando:
Me quedaba en la orilla
recogiendo conchas
para mi madre.
Las reunía por colores
tamaños.
Nunca me alejé demasiado
concentrada en mi sombra
en la arena caliente
en las olas
que volvían
provocándome
una y otra vez [5].
En Bon Apéttit vuelven a aparecer los viajes continuos de la concordia a la incomunicación, los puntos donde confluyen la desolación y la incertidumbre. Aquí se “esboza la vida a manera de una metáfora culinaria, con un sesgo irónico y una parquedad arrogante, desde un punto de vista lingüístico” [6]; y la cara más ordinaria de lo cotidiano a modo de postal —muchas veces postales de una existencia dibujada con ceniza—, o de lo efímero, bordadas con un detalle expresionista, resaltando siempre el tono cínico e irreverente. Sobreponiéndose a todas ellas una instantánea de lo efímero al tiempo que una instantánea contra lo efímero:
Guardo las fotos
de lugares donde estuve
y ya no.
Donde sonrío
feliz
de algún modo
para siempre [7].
Aquí, igual que en su primer libro, los objetos son signados por las acciones de las personas, dando las primeras notas del paisaje, de manera que parecieran abrir o cerrar puertas. Porque, como afirma la propia poeta, “Yo no sé del tiempo / más allá de las cosas” [8]. En la concepción de sus poemas, a manera de fotos o viñetas agudas de la realidad, la autora quizá le confía demasiado peso, el prestigio del texto a la anécdota, y a veces lo local, circunstancial o sincrónico de ella lo vuelve ineficaz, no logrado, o rodeado de algunos efectismos, [9] pese a que el yo lírico se reconoce como espectador o conciencia crítica de un entramado, como latido del mundo, expectante. A pesar de esto, celebro en la autora la parquedad, y a un tiempo, la elocuencia de su estilo, alejada de la cualidad laberíntica de mucha poesía escrita en su tierra, o de mucha de la producida por su generación sin fundamento ético; pues en sus poemas el contrapeso de la cotidianidad y la coloquialidad no evita que se muestre la fe como una nube por encima del horizonte.