Acostumbrados como estamos a acceder a criterios sobre obras literarias desde una perspectiva docta, seria, conceptuosa, de nariz alzada, puede que nos resulte extraño degustar un libro que con el curioso título de Los jueces se disculpan (La crítica literaria como juego) nos regale una especie de simulacro de vista pública sobre obras de veintidós autores, la mayoría residentes en la provincia de Villa Clara o publicados por alguna de sus editoriales.

Totalmente inusual, pero no por lúdico menos riguroso el ejercicio. Resulta que en ese “acto legal” siempre los acusados son, como ya dije, un autor y su libro mientras otros escritores actúan como juez, fiscal o abogado defensor, aunque a veces las funciones se intercambian. También se interroga a testigos y a los autores “acusados”, con cuestionarios tan desembozados y críticamente agudos como la propia acusación, la defensa y la sentencia.

En su alegato el fiscal, como es de ley, señala como delitos los que considera errores o puntos débiles en la obra; el defensor resalta los valores; el acusado hace sus descargos, los testigos declaran y el juez dicta sentencia. Hasta el momento casi todos los acusados han resultado absueltos, aunque algunos recibieron por condena multas inconcebibles, como la de reescribir cierto párrafo u oraciones en el tono y sentido, a veces humorístico, de la preferencia del juez y el fiscal.

Lo lúdico, desenfadado, divertido y en ocasiones lírico, por lo general ha sido bien asimilado por el público (no tan numeroso como merece, a decir verdad), aunque tampoco ha faltado quien no decodificara bien el carácter metacrítico con que se estructura el acto y, tomándose en serio los intercambios, frunza el ceño; pero siempre, una vez aclarada la heterodoxia de la función, se regresa al centro gravitatorio del análisis. El lector inteligente, por lo general, comprende y deslinda, dentro de la parodia, lo que va en serio.

Hoy estamos ante esos legajos, que han tenido el cuidado de conservar, unidos por la singularidad estética de un lenguaje que remeda la árida oratoria jurídica, pero se irriga y enriquece con preceptivas y valoraciones cuyos giros lo extrapolan hacia una propuesta interpretativa mayor, de agradecible frescura en tiempos de extenuante sequía crítica.

Hasta cierta fingida irreverencia se permiten estos “juristas”, pero, ¡ojo!, insisto en que el ejercicio crítico se concreta con todo rigor de una y otra parte. A través de los interrogatorios al “acusado” se develan aspectos medulares de su proceso de trabajo y el resultado final, extraído de la lectura cómplice, es un cuerpo valorativo que incorpora una interesante nota autorreflexiva sobre el proceso literario y los modos de asumir el acto creativo. Confieso que nunca antes me había enfrentado a algo que conjugara, de manera tan armónica, amenidad y hondura en el ejercicio de la crítica.

El juicio final es el nombre de la actividad oral que da vida a estos ejercicios, hoy organizados como libro. Durante varios años se vienen concretando los juicios en la librería Ateneo “Pepe Medina”, de Santa Clara, al cuidado de los escritores Ernesto Peña González y Carmen Sotolongo Valiño (esta casi siempre en el rol de fiscal) con la colaboración de otros escritores que actúan en los distintos roles. No ha sido una acción muy visibilizada por el público, ni por la prensa, y en general algunos, equivocadamente, han visto en ella solo divertimento.

La librería Ateneo Pepe Medina, de Santa Clara, en un encuentro con lectores. Foto: Tomada del perfil de twitter de @ejavier.e.nunez

Hoy estamos ante esos legajos, que han tenido el cuidado de conservar, unidos por la singularidad estética de un lenguaje que remeda la árida oratoria jurídica, pero se irriga y enriquece con preceptivas y valoraciones cuyos giros lo extrapolan hacia una propuesta interpretativa mayor, de agradecible frescura en tiempos de extenuante sequía crítica.

Se sabe que, con la difuminación del diarismo ―particularmente cruento y persistente en provincias― derivada de las reducciones del ya lejano Período Especial, casi que desapareció por completo la inmediatez con que se ejercía la crítica literaria en esos órganos. En ellos, por lo general, los críticos eran colaboradores no retribuidos, también escritores, que asumían esas funciones halados por una tradición de vieja data. La mayor parte de las revistas, obligadas a extender su periodicidad por la referida crisis de entonces, abandonaron también, o minimizaron, esa práctica y pasaron, cada día más, a relajados enfoques de fondo. Ese mal no ha sido revertido. Tampoco se visibiliza su eclipse en algún horizonte.

Aunque lo antes señalado no caracteriza a todas las revistas, si a ello le sumamos la expansión y descentralización editorial que multiplicó por n veces la publicación de libros y folletos, y le añadimos también su distribución fragmentada por lo regional, podemos concluir que en medio de ese “caos del desarrollo” también los críticos perdieron el ángulo de tiro ante la imposibilidad de acceder a todo lo publicado. Desembocamos entonces en el lamentable estatus de que la literatura producida y publicada en Cuba durante las tres últimas décadas no ha tenido el acompañamiento crítico necesario para acercarse a conclusiones definitivas sobre su estado, tendencias, profundidad e impacto en los lectores.

Si miramos a la literatura en su dimensión sistémica, tendremos como tesoro casi inútil que la democratización anárquica y mal ejecutada de la apertura de posibilidades para la publicación devino injustamente cierre de un proceso al que le viene faltando por cubrir dos etapas imprescindibles: la crítica y el público. Quiero pensar que la proliferación de textos prescindibles sumada a la falta de una atmósfera crítica, aunque no sean los únicos factores, tienen un buen peso en el alejamiento de los lectores de lo que se escribe y publica en su entorno inmediato.

Celebro que, desde un territorio provincial, se haya tenido la visión de llenar esos agujeros negros, y que además se haya apelado a resortes comunicativos poco frecuentes para que la crítica no se convierta en tortura del criticado ni consagración de la medianía. La esperanza de una orientación certera para los lectores pudiera tener, en experiencias como esta, una buena vía para su articulación.

A la ya citada imposibilidad de acceder a todo lo que circula para extraer, en análisis integradores, conclusiones válidas para un proceso que involucre a toda la nación, se le suma, como metástasis inevitable, un funesto pacto de caballeros que comienza con no leer lo de otros y sigue con no comentar entre colegas, ni siquiera a nivel de pasillo, las valoraciones que cada uno hace de sus respectivas obras. Y el ciclo se cierra cuando alguna publicación da espacio y nos sentimos compulsados a escribir solo de lo que nos gustó. Lo más frecuente es que las numerosas presentaciones de libros que, por petición de algún amigo hacemos en actos promocionales, terminen publicadas como complacientes reseñas.

El juicio final, en su modesto propósito, corrige algo de esa falencia. Evalúa con detalles lo que tiene al alcance de la vista, sin el ariete de lo promocional, y lo hace de manera creativa y amena sin echar a un lado el rigor crítico que obliga a señalar los aciertos y pasos en falso. Lo que se gestó en acto oral, devenido ahora libro con el sugerente título de Los jueces se disculpan, llena un poco (que es mucho) los hondos y dañinos vacíos que tantos años de indiferencia crítica han cavado con pasmosa y culposa sistematicidad.

Celebro que, desde un territorio provincial, se haya tenido la visión de llenar esos agujeros negros, y que además se haya apelado a resortes comunicativos poco frecuentes para que la crítica no se convierta en tortura del criticado ni consagración de la medianía. La esperanza de una orientación certera para los lectores pudiera tener, en experiencias como esta, una buena vía para su articulación.

Por el momento estamos solo ante un manuscrito que aspira a su publicación por la Editorial Capiro en 2024. Pero no tengo muchas dudas sobre su posible aprobación, aunque nunca se sabe si un enfoque tan diferente de un ejercicio tan “serio” tendrá la receptividad que creo le corresponde. Entonces, por esa misma razón y para hacer consecuente mi entusiasmo con el ejemplo, me sumo a lo insólito y arriesgo una opinión definitiva sobre un libro que aún no sé si llegará a editar.

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