El director en su laberinto

Fernando León Jacomino
10/3/2017

Durante varias semanas estuve trabajando con mi pequeño equipo de redactores y colaboradores de La Jiribilla, en la curaduría de un dossier sobre el videoclip cubano, tomando como pretexto el segmento final del ciclo Lucas 2016, plataforma promocional del género y termómetro del consumo musical y la circulación comercial de nuestros principales músicos, tanto en las plazas de la capital, como hacia los caseríos, pueblos y ciudades de todo el país. Sin embargo, lo que más llamó mi atención durante todo este proceso fue la capacidad de Lucas para revelarnos ese gran vacío de intencionalidad que aqueja a toda nuestra producción de sentido, especialmente aquella que se encomienda a la promoción de la música en los medios de difusión masiva.


La Señorita Dayana fatigó los Lucas 2016 con su tema A ti lo que te duele. Fotos: Internet.

Para entrar a esta tupida maraña convendría, en primer lugar, preguntarnos por qué se nos sigue presentando a la persistente oveja de frac, liderada por su incansable fundador, el realizador audiovisual y gestor cultural Orlando Cruzata, como un proyecto exclusivo de la Televisión Cubana y no como un modelo de interacción efectiva entre los artistas, representados por las instituciones del Ministerio de Cultura y los medios de difusión masiva, dirigidos por el Instituto Cubano de Radio y Televisión; todo ello gracias a la abundancia de propuestas musicales de alta calidad que operan en nuestro contexto y al talento de tanto realizador audiovisual criollo, formado bien por las academias de arte, bien al fragor cotidiano del ICRT y el ICAIC. Trabajar de conjunto para llenar los vacíos y aprovechar las oportunidades que esta plataforma ofrece me parece de una importancia capital para disponer, por fin, de un modelo efectivo y sostenible y clavar nuestra pica en Flandes a favor de un tema que no acabamos de tratar con la intencionalidad cultural e ideológica requeridas. 

Todo esto, unido a mis desacuerdos con el modo arbitrario en que se administran plataformas tan diversas como Lucas, Cuerda Viva y Clip.cu, por citar solo tres ejemplos notables de la televisión cubana; me condujo a relacionar el caos imperante con el florecimiento de otras plataformas emergentescomo el Paquete Semanal, alternativa que ha desarrollado, en un lapso de tiempo relativamente breve y mediante un esquema logístico ajeno a todo tipo de burocracia, una capacidad legitimadora similar a la de nuestro sistema de medios en su conjunto. A su vez, todo esto reforzó mi hipótesis de que nuestro inmenso conglomerado de espacios televisivos y radiales, tal como lo concebimos hoy, no pasa de ser una red de pequeñas células bastante aisladas entre sí, donde se concede más importancia a la voluntad y peculiaridad de cada realizador y su equipo de trabajo que a la necesidad de coherencia e integración a que debería conducirnos el encargo social reservado a semejante entramado mediático.

Cada contexto establece sus propios nexos y configura sus dinámicas de funcionamiento con la mirada puesta en cuanto procedimiento análogo pueda servir de paradigma, o al menos de referente. Por eso es tan importante conocer el valor de cada experiencia en relación con su contexto base, como punto de partida para evaluar la pertinencia de afiliarnos a prácticas pasadas o legitimadas por relaciones de propiedad ajenas o trascendidas por nuestra infraestructura institucional.

En las actuales circunstancias de nuestro país y ante la urgencia de presentar batalla contra las plataformas hegemónicas de consumo cultural que impone el mercado foráneo, la televisión sigue constituyendo el escenario donde mejor se expresan nuestras principales contradicciones, especialmente en lo que a establecimiento de jerarquías y hegemonías culturales respecta. Esta compleja relación, que como ya hemos visto, no reduce a las transmisiones formales de la plataforma gubernamental, pasará siempre por la necesidad de escoger qué productos circularán a esta correspondiente escala; lo que a su vez debería guardar estrecha relación con la densidad y el calado cultural que ha de exigirse a cada producto, para garantizar que perdure sin desnaturalizarse en el gusto de los espectadores, aun cuando se promueva a través de un medio masivo, signado inevitablemente por la inmediatez y la frivolidad y llamado a cumplir, en primerísimo lugar, con la necesaria y siempre riesgosa función de entretener.


Agrupaciones que destacan por su singularidad han terminado sucumbiendo
a los encantos del denominado Reguetón light.

Valdría la pena preguntarse entonces ¿cómo lograr un verdadero consenso sobre el talento que merece ser promovido, si no existe una alineación previa entre todas las células del sistema y, lo que es aun más importante, entre tales células y las directrices de política que establece, en este caso, el MINCULT, institución a la cual el ICRT no se subordina estructuralmente? ¿Acaso desatendiendo esta cuestión básica, no corremos el riesgo de dilapidar recursos, disparando nuestros escasos dardos en muchos sentidos, mientras nuestra competencia se concentra exclusivamente en lo que supuestamente desean consumir grandes sectores de público, cargando las tintas en temas neurálgicos y poco discutidos como lo son la emigración y la marginalización de la sociedad y distribuyendo a su antojo productos que muchas veces ni siquiera pasan por nuestra televisión?

No estoy abogando porque la televisión se abra a cuanto material de segunda se produzca, ni renuncie a su deber de transmitir lo que considere afín con el proyecto social que nos interesa construir; solo que la alternativa a tales productos no debería ser la concesión de espacios cada vez mayores a variantes descafeinadas de aquellas mismas producciones que legitima El Paquete y que, en la práctica, copan gran parte del espacio que debería dedicarse a la diversidad de nuestro panorama musical, con énfasis en aquellos géneros y autores que más nos prestigian.

Es cierto que las instituciones del Ministerio de Cultura podrían incidir favorablemente en ello, concediendo mayor importancia e intencionalidad a la producción audiovisual y fomentando aun más la vinculación de empresas que representan a artistas con la producción de videos promocionales, en el entendido de que el principal trigo de tales promociones se cosecha mediante la circulación en vivo de las agrupaciones promovidas y no mediante la venta de discos. Pero, al margen de este aspecto, ¿cuánto podría aportar aquí un balance coherente de lo que llega a manos de nuestros directores de televisión o, dicho en otras palabras, el establecimiento de una “causa común” que no se deje arrastrar por el manido argumento de “lo que pide la gente”, ni caiga en la tentación de jugar al director cazatalentos que cree estar defendiendo su propia jerarquía, cuando en verdad le está haciendo el juego a tendencias que nada tiene que ver ni siquiera con lo mejor de nuestra creación audiovisual.

Y me refiero a esta práctica porque he percibido su recurrencia en varios de nuestros espacios televisivos, a cuyos equipos se encomiendan procesos de elección y jerarquización que muchas veces trascienden ampliamente su capacidad de discernimiento. Tales procesos de selección y posterior potenciación a los que, por cierto, no renuncia ningún sistema político, apuntan muchas veces hacia la concentración excesiva de roles en las figuras del director, el asesor e, inclusive, el presentador; tal como ocurre en otros contextos donde, contrariamente a lo que podría suponerse, el lenguaje televisivo presta servicios muy concretos a la reproducción de los principales esquemas de dominación cultural imperantes. Y es que de allí nos viene, desde hace mucho tiempo, la sublimación de esa capacidad del director de televisión para “descubrir” nuevos talentos, práctica que se asocia al mérito personal de estos especialistas pero que en realidad se afinca en la  carencia de políticas y mecanismos gubernamentales que respalden cotidianamente los diferentes procesos y productos culturales; dejando el campo libre para este tipo de acción aleatoria y volitiva que un medio como la televisión puede multiplicar hasta el delirio, creando de paso esa ilusión de igualdad que seduce a grandes masas de espectadores ingenuos y que, al mismo tiempo, enmascara el desamparo estatal a que se somete a esos mismos artistas, poniéndolos de paso a pelear entre sí y desmovilizándolos ante la injusticia de un mercado que desatiende sistemáticamente sus procesos de creación y producción artística.

De ahí nos viene la figura de ese director estrella, rol que cuando se transfiere al presentador suele alcanzar connotaciones míticas. Sobran, en la Cuba pre revolucionaria,ejemplos de individuos con reconocimiento mediático a cuyo servicio se colocaron verdaderos dispositivos promocionales y contractuales, convirtiéndolos en protagonistas de shows cuya popularidad descansaba en sucapacidad para “descubrir” figuras que, de no ser por tales iluminados, jamás trascenderían el sopor de un barrio periférico o la abulia de cualquier poblado del llamado interior del país.


El Merengue electrónico, género favorecido por nuestros programadores televisivos.

Pero ocurre que, en Cuba, de un tiempo a esta parte, la situación es otra; justo porque el Estado Revolucionario ha diseñado y sostenido, por más de 50 años, un entramado de instituciones y lineamientos de política cultural que han defendido el consumo masivo de la Cultura como necesidad de primer orden; protegiendo financieramente al sector incluso en los momentos más desesperados del Período Especial. Esto se ilustra de manera muy claracuando Fidel afirmara, en aquel congreso de la UNEAC de 1993, que “lo primero que hay que salvar es la Cultura”, aludiendo de hecho a una voluntad política que va incluso más allá de la disponibilidad financiera, porque nace de la comprensión raigal de que solo un acceso masivo y consciente a la Cultura puede constituirse en verdadero antídoto contra las desmovilización política e ideológica de un pueblo.

Sin embargo, nada de esto impide que, aun hoy, cualquier estusiasta del arte o supuesto cazatalentos, ante la menor amenaza de análisis, eche mano al consabido argumento de que Benny Moré llegó a ser la gran estrella que sin dudas fue, sin asistir a academias ni recibir avales de profesionalidad de empresa alguna; sobrevolando impunemente todo ese entramado de instituciones que en Cuba se destinan a la enseñanza, la producción y la socialización de la cultura artística y literaria y dejando, otra vez, el camino abierto para el desempeño pirotécnico de aquel cazatalentos que, en las actuales condiciones, no hace sino equiparar de golpe la impericia institucional con el desamparo estructural que caracterizaba al sector antes de 1959.

Pero nadie entre nosotros se ocupa de desmontar semejante falacia, ni de revelárnosla como la contradicción esencial de las relaciones que hoy se establecen entre el Misterio de Cultura y el Instituto Cubano de Radio y Televisión; dos instituciones estatales que no acaban de hallar cauce efectivo  ‒léase verificable en la programación habitual de la televisión‒, hacia ese bien común que iluminara Fidel desde lo más recóndito del Período Especial. Más allá de acuerdos y experiencias puntuales que hoy colocan el tema en un estadio superior a cualquier etapa previa del proceso, el espectador doméstico continúa sufriendo los errores de una pugna por la hegemonía promocional que, a la larga, ninguna de las dos instituciones detenta y a la cual solo podría arribarse con una efectiva fusión de ambas y un reconocimiento tácito tanto de la capacidad y autoridad del MINCULT para establecer y hacer cumplir las direcciones de política cultural, como del ICRT para trasladarlas, con creatividad y capacidad de seducción suficientes, hasta la sala de cada hogar cubano.  De ahí la importancia de preguntarnos, una y otra vez, si resulta realmente necesario en Cuba darse a la tarea de “descubrir” nuevos talentos, o si bastaría simplemente con potenciar, por todas las vías posibles, a aquellos que, desde la enseñanza primaria y los más remotos parajes, ¿fueron previamente descubiertos por el sistema de enseñanza artística o potenciados por la red de Casas de Cultura y demás instituciones gubernamentales, por imperfectas que sean?

De hacernos preguntas como esta (e intentar contestarlas entre todos, desde luego), dependerá que dejemos de ver a la televisión como un fin en sí mismo y le devolvamos su primigenia función de medio o herramienta para la conquista de ese espectador exigente que hoy migra espantado hacia el Paquete Semanal, buscando satisfacer una expectativa global a la cual nuestros medios tributan, indirecta y hasta inconscientemente.