Cuentos colimotes de Gregorio Torres Quintero: el libro que cambió mi vida
Mi niñez transcurrió en la ciudad de Colima, capital del estado del mismo nombre que, por la década de los 70, apenas se distinguió de la zona rural porque tenía dos semáforos en el centro histórico y una calle principal, la Madero, donde se albergaban algunos almacenes de ropa y calzado y las principales oficinas gubernamentales. En ese Colima, todos se conocían, todos saludaban al pasar por la calle, se pedía permiso para cruzar entre un grupo, las casas permanecían con sus puertas abiertas. Resultaba interesante la costumbre de tomar la siesta entre dos y cuatro de la tarde: los negocios, las oficinas y todos los quehaceres hacían pausa. La pequeña ciudad permanecerá desierta bajo el sol tropical.
Para mis ojos de niño resultaba familiar ver, que en la zona norte, siempre con altas fumarolas, encontraba el majestuoso volcán de fuego, remataba nuestro horizonte y en el atardecer iridiscente, hacía alarde de fuerza. Recuerdo que en mis primeros dibujos, al igual que el resto de mis compañeros de clase, siempre incluía en mi paisaje un triángulo coronado por columnas de humo. Ese amor mezclado con el miedo a que un día nos moviera la tierra, convertían mi patria chica en una lluvia de mariposas y aves canoras multicolores, frondas interminables y frutas como ciruela, mango y tamarindo cubrían las calles de alfombras deliciosas, para los chiquillos que corrían entre los árboles y chapoteaban en innumerables riachuelos cuyo origen era nuestro poderoso señor viejo, como decían los antiguos pobladores: el volcán de fuego.
Cuando la tarde caía y el sol ya no calaba tanto, muchos niños aprovechábamos la salida de la escuela para correr al jardín (acostumbramos llamar jardines a los parques pequeños), justo al lado de la iglesia catedral, para corretear alrededor de una efigie dedicada a un gran maestro colimense, Gregorio Torres Quintero, quien entre otras cosas diseñó un método para la adquisición de lectura que en su momento revolucionó la enseñanza de las primeras letras y que continúa vigente. Mi escuela primaria también llevaba ese nombre, así que resultaba familiar decir “Estudio en la Gregorio” porque era céntrica, afamada por sus mentores y resultaba un edificio impactante por su arquitectura semejante a un liceo, con grandes corredores rematados por columnas y justo al centro del monumental patio, el busto del ilustre maestro.
Cuando cursaba el cuarto grado de primaria, convocaron a un concurso de declamación entre el alumnado de los grupos superiores, es decir, desde mi grupo hasta los de sexto. Cada profesor preparaba su selección de versificadores. La obra expuesta debería ensalzar los valores característicos de nuestra tierra. Unos hablaban de los héroes, otros de las virtudes maternales, otros de romances sufridos. La fecha se acercaba y no encontraba qué declamar. ¿“La chacha Micaila”?, no, demasiado drama. “El brindis del bohemio” tampoco, era para un día de la madre. De verdad estaba en un grave problema, porque mi maestro confiaba mucho en mí, como decimos por estos rumbos: era su gallo. Pues, este gallo parecía no dar mucha pelea.
Era tanta mi preocupación que ya muy próximo el combate dejé de comer, mi familia extrañada se sorprendió porque siempre fui de buen diente. Ni las tortillas calientes con sal de grano que tanto me gustaban abrieron mi apetito. El hermano menor de mi mamá, mi tío Víctor, un bachiller escuálido y plagado de romance que tocaba la guitarra en la misa de 12 los domingos, se acercó a mí al verme atribulado: ¿Qué te pasa? No has probado bocado, no has hecho ruido en la mesa. Solté el llanto. Entre lágrimas conté que no encontraba un poema que hablara de la gloria de Colima, el mejor lugar del mundo. Entonces me invitó hasta el desvencijado librero que mis manos infantiles tenían prohibido tocar. Mira, me dijo con voz llena de sabiduría adolescente, aquí hay más poesía de la que pudieras pensar. Mi tío se hizo enorme al preguntarme ¿Cómo se llama tu escuela? Entre sollozos contesté que era la misma donde él había cursado la educación primaria. Sí, sí, dijo, y egresé con honores. Entonces, tienes la obligación de guardar nuestro buen nombre. Lozano Marín debe sonar siempre arriba, siempre con distinción en las letras.
A ver, inquisidor, insistió, ¿cómo se llama tu escuela? Ay, tío, pues “la Gregorio”. No, así no. Dime el nombre correcto. El interrogatorio me parecía interminable, sin coherencia. Profesor Gregorio Torres Quintero Turno Vespertino. Mi tío creció de nuevo: estiró la mano derecha y entre otros volúmenes, tomó uno pequeño en cuya pasta aparecía un paisaje de palmeras y al fondo nuestro volcán de fuego. Aquí tienes Cuentos colimotes. Pero son cuentos, yo necesito declamaciones. Mi tío, con toda la paciencia del mundo y muy orgulloso de saber todo sobre literatura regional, explicó: niño de mi alma, aquí hay poesía. ¿Dónde? Contundente, travieso y feliz de complicarme la vida, me dijo: ponte a leer. Don Gregorio escribió para que todos nosotros viéramos la vida colimense desde su obra. Erudito, mi tío sabía muchísimo, por eso estudiaba bachillerato.
Busqué en el patio el más umbroso de los árboles, encontré perfecto un mango que se elevaba hasta rasgar las nubes del atardecer. Poco a poco mis ojos fueron bebiendo leyendas de espantos y aparecidos, luego el terror de un demonio convertido en cochino que perseguía a un afamado sacerdote de esta región, después el cuento de unos amantes fugitivos. Leí también de la estancia de Benito Juárez, extasiado ante la bravura de nuestros mares antes de seguir su lucha, según me contó mi papá Chuy, mi abuelo, desde su silla de descanso. Juárez estuvo en Colima, llegó en su carruaje y se sentó a la sombra de un árbol, desde ahí divisó el valle donde se asienta la ciudad.
“Don Gregorio escribió para que todos nosotros viéramos la vida colimense desde su obra”.
Pasaba una historia, pasaba otra, los poemas no aparecían.
Cayó la noche y tuve que entrar en casa para seguir mi lectura, estaba dentro de Colima, leyendo Colima. Un pasaje me removió la conciencia, mis ojos no daban crédito a mi descubrimiento, don Gregorio escribió los mismos rasgos de mis dibujos: el caserío, los tejados y encima al fondo, el volcán.
Terminé ese pasaje emocionado. Iba al encuentro de la declamación que necesitaba. De pronto, ya recitaba las líneas de la desconocida magia, magia que dominaba mi mente infantil hasta comenzar a leer “Al volcán de Colima”/ ¡Salve oh, titán! ¡Gemelo del granito, /que al rumor del Pacífico arrullado, /tienes por lecho, espléndido collado, /por cortinaje azul el infinito… Y el retrato del ánimo colimote sacaba toda la fuerza de mi garganta. Tío Víctor, Papá Chuy, lo encontré, lo encontré. Ya está mi declamación. Grité con todo el entusiasmo de mis 10 años. Mi tío dejó los compases de la guitarra, mi abuelo se ajustó las gafas y ordenó: me lees todo eso en voz alta. Así comencé mi preparación para el concurso que sería el siguiente lunes, solo quedaban la tarde del viernes y el fin de semana. No importó quedarme en casa sin ir al paseo de las huertas, tampoco perderme la película del domingo en la matiné. Mi voz, mi mente se llenaron de versos viajeros del siglo XIX y hasta soñé que la estatua del jardín sonreía cuando mis ademanes figuraban la cima del volcán. La tía Armida me ayudó para afinar la mímica, la buena postura; niño, mira al infinito, mira al volcán, imagina que estás frente a él y tienes que caerle bien.
Llegó el día tan esperado. Mi uniforme de gala. Camisa blanca de manga larga con sus mancuernillas de perla, pantalón de gabardina azul marino, cuartelera y corbata del mismo color. En la escalinata principal del plantel anunció el director a los participantes, luego nos movimos hasta el patio cívico. Tuve el turno número ocho, por sorteo, no importaba la edad ni el grado, nueve concursantes en total nos batiríamos con un duelo de emoción verbalizada. Como si portara el santo grial, traía Cuentos colimotes en mis manos, lo sujetaba con fuerza, ahí estaba la voz, la historia, la vida de todos los costeños. De lejos mi madre emocionada aplaudió cuando por fin me cedieron el micrófono.
Entonces, con el brazo izquierdo extendido, mostré aquel pequeño libro al público. Aquí está la poesía, dije. De este librito he tomado la hermosa obra “Al volcán de Colima”, también dije con mucha parsimonia el nombre del autor. Me incliné hasta dejarlo a mis pies. Tomé una larga respiración y comencé a recitar los primeros versos. El altavoz resonaba las palabras en cada esquina del antiguo edificio, en el cielo de la tarde estival, en un calor tremendo mi pasión recién descubierta impactaba en el rostro del jurado, no veía, solo en mi catarsis decía las últimas frases y tal como marcó mi tía, di una reverencia y agradecí la atención a los presentes. La inclinación sirvió para que, de paso, cogiera nuevamente el libro.
El penúltimo de la lista y el que más vibró con el público, hasta los más marrulleros se acercaron para felicitarme, incluso sentí una mirada complaciente de nuestro severo director. Mi profesor me recibió entusiasta, casi hasta las lágrimas me llevó al lado de mi madre, que con llantos me cubrió de besos.
El anuncio de los resultados del concurso. Comenzarían por la entrega del reconocimiento a todos los participantes, el maestro de ceremonias hizo énfasis en la importancia del apoyo en el hogar para que, nosotros los pequeños, viviéramos el amor a nuestro terruño a través de las obras de los grandes maestros de la escritura. ¿Quién ganó? Gritamos a coro la chiquillería. Anunciaron el tercer lugar para Anita Zertuche con una sentida declamación para el padre Hidalgo. Segundo lugar, Julián Ahumada con una Suave Patria que se escuchó hasta las entrañas nacionales. Primer lugar. Un gran silencio, expectativa, ojos abiertos a más no poder. Yo con el corazón a punto de reventar la botonadura de la camisa pegada de sudor. Primer lugar fue para Concepción Armenta con su poema revolucionario “La chamuscada”. Para todos los demás un fuerte abrazo y nuestro sincero agradecimiento por su participación.
Tomado de la mano de mi madre comenzamos el regreso a casa, en silencio hicimos un rodeo para llegar hasta el jardín “Torres Quintero”, por primera vez advertí que en la mirada de la estatua había un algo de dulzura. Ahí estaba el autor de Cuentos colimotes, el mismo que muchos años atrás escribió sobre el volcán, nuestro volcán. El mismo que me acompañó a declamar sus versos y que vio mi derrota. ¿Derrota? Nunca fue eso. Muchos años después recuerdo esa silenciosa caminata a casa después del concurso, a lo lejos, sobre el caserío, asomaba nuestra montaña ardiente, viva desde siglos antes, amado y temido, pero siempre dibujado desde nuestros ojos hasta los corazones.
Ese libro quedó entre mis útiles escolares, fue mi compañero por muchos años. Un día dejé mi ciudad natal y me fui a buscar suerte a la capital del país, enorme, megalópolis, yo pequeño provinciano tuve que aprender a defender mis raíces ante el embrujo de la gran capital. Mi historia estaba escrita, ahora estudiaba un posgrado en letras modernas y me interné en las entrañas del significado, en la magia de las palabras que esperan ser leídas para desatar mundos de otras latitudes, desde otras dimensiones para vivirlas o soñarlas. Soy ese niño que un día encontró su destino en un libro que tomó de un viejo armario y de ahí bebió la sangre inmortal de un colimense sabio que aprendió a hablar de su tierra en las voces de otras generaciones. Muchas ocasiones, cuando inicio un curso, pregunto a mis estudiantes: ¿Han oído hablar de Cuentos colimotes? Luego, para acompañar mi respuesta, muestro el pequeño libro que un día en la infancia me presentó tío Víctor.
Nota: Este relato fue ganador del Capítulo Internacional del VI Concurso Caridad Pineda in Memoriam de Promoción de la Lectura, convocado en esta edición por la Asociación Cubana de Bibliotecarios y la Biblioteca Elvira Cape con el coauspicio de la Uneac, Radio Siboney y Claustrofobias Promociones Literarias. Contó con la participación de 67 obras de 12 provincias cubanas, el municipio especial Isla de la Juventud, así como de México y Perú.