En la mayoría de mis ensayos hay anécdotas, estructuras más propias del relato libre que de la geometría cartesiana; por no hablar de esos textos que llamé “ejercicios poscríticos”, donde me daba la libertad de las mareas, inventaba personajes, fabulaba situaciones, etc. Siempre he visto el ensayo como otra manera de fabular, de hacer ficción. A este criterio algunos lo tildan de “novelería”; pero, igual, es muy seductor.
Cuando niño, luego de ver una película que me gustaba mucho, solía prolongarla en mi cabeza como si aún no hubiera finalizado. Pensaba en sus protagonistas, ya fuera en uno de sus gestos, lo que había dicho e incluso sus silencios. ¿Por qué calló en determinado momento? ¿Qué hubo detrás de una mirada? ¿Qué no se mostraba en imágenes y, sin embargo, sospechaba que había acontecido? Detrás del convencional Fin o The end, era dado a inventarle un pasado a un personaje y entonces apreciarlo en otra escena. La película y esa continuación que creaba en mis adentros me acompañaban hasta que me dejaba atrapar por una nueva historia.
Más que cierta madurez de espectador, la manera desde años de ver cine por la tecnología redujo de alguna forma cómo persisten en mí las imágenes. Mas no extravió del todo esa “rareza” de sacar a un personaje de la película y colocarlo en situaciones acaso muy diferentes y ajenas para él. ¿Por qué tenía que vivir así una trama ficcional? Me preocupé un tiempo por ese fantasear a caballo entre la memoria y la invención hasta que leí Seduciendo a un extraño. Historias de cine vueltas a contar (Ediciones Icaic, 2010), uno de los últimos libros de mi profesor y amigo Rufo Caballero.
“A Rufo le basta con esos instantes seductores para erigir una fabulación que se resiste al fragmento y la brevedad pero termina acogiéndolos”.
En más de uno de los relatos del libro, se ponen en boca de algún personaje frases que propician diálogos, si bien pudieran conformar un soliloquio, exclusivos al parecer de la historia escrita por Rufo. Mas hay una indirecta semántica que dialoga asimismo con el lector, como si el crítico y ensayista intentara, más que con los escenarios y las ocurrencias de sus personajes, convencer y justificar la mira (y logro) de lo que ha concebido a propósito de una película. Por eso no es extraño que en “Idea mía”, a partir de Whisky, de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, la chica se cuestione como alter ego del propio narrador: “¿No sería, yo, entonces, quien comenzó en verdad la historia? ¿Y si cuando usted me pidió colaboración se refería simplemente a la ayuda, y no a toda la representación de un viejo matrimonio?”.[1] Y aquí viene la autonomía de la ficción a un tiempo que la distancia momentánea del referente cinematográfico, de la literatura y del primer manuscrito. Advirtamos la travesura de la culpa, pero travesura al fin y cabo, donde la chica termina preguntándose: “¿Por qué debí suponer que la proposición contemplaba todo ese simulacro que vino después? ¿Por qué lo aceptó tranquilamente usted, como si también la hubiera preferido?”.[2]
Intima Rufo con descripciones de lo visto en las películas. Pero aquí no hay inventario de cuanto apareció en pantalla. Se prescinde de emular en rigor con encuadres cinematográficos. Lo suyo es independizar una interpretación que tiene como punto de partida la insistencia, no el sometimiento de la mirada. La independencia la consigue el autor por cuenta de retomar una narrativa que le debe al filme o a un libro. Vendría más tarde el dejarse guiar por un conjunto de psicologías, siquiera una sola, apartada no obstante del esfuerzo consecutivo de las secuelas. Ello repercute en lo que pudiera ser —no necesariamente lo es— un extracto del largometraje. A Rufo le basta con esos instantes seductores para erigir una fabulación que se resiste al fragmento y la brevedad pero termina acogiéndolos.
La escritura de un cuento, el decir mucho con poco, el sugerir más que declarar…, como si se renovara el recorrido de un paisaje que simula vastísima extensión, es un riesgo hasta que el cuento en su estructura, curvas de interés y tópico asiste a sus personajes. Cobran ellas certidumbre de existencia. El lector pudiera entonces reconocer: ellas regalan el paisaje cual camino, aventura, la admisión de lo que no se conforma con ser mirado. En este sentido, Rufo se atreve a desvincular los detalles de una generalidad, los pormenores del conjunto para proveer con éxito a un distinto cuerpo escritural capaz de soltarse incluso de sus propios orígenes.
Los artículos y ensayos sobre cine median con frecuencia para que el espectador vuelva sobre lo que se analiza. En otros momentos, un texto influye para advertirla por primera vez e ir directo a la fuente impresa o digital: el documento de producción o el libro que pudo haber inspirado la narración fílmica. Conociéndose o no las obras de las que parte, el lector puede penetrar con plena confianza en los territorios de estas historias concretas, abiertas y muy inquietas, en las que se va y regresa por las cercanías y sedes del amor.
No recuerdo exactamente el día, pero sí la presentación de Seduciendo a un extraño cuando salió impreso. Fue una presentación homenaje realizada en el Centro Dulce María Loynaz, pues Rufo había fallecido el 5 de enero de 2011. Al llegar allí, su esposa y amiga Mayra Pastrana fue auxiliada por Joel del Río y María Caridad Cumaná. Le costó trabajo entrar a la institución cultural. Estaban también Francisco López Sacha, Mercy Ruiz, Miryorly García, Alberto Garrandés… Se exhibió Guajiro, el video que le hicieron a Sexto sentido y en el cual aparece Rufo. Actúa, baila, ríe. Al verlo Nidia, su madre, rompió a llorar. No lo podía creer. Nadie podía creer que Rufo Caballero estaba muerto.
Me trasladé de Pinar del Río —provincia donde residía por entonces— hacia La Habana. Pensé que se presentaba además Nadie es perfecto. Crítica de cine (2010), la coedición del Icaic y Arte y Literatura, de la que Rufo me pidió el prólogo. El libro tuvo problemas con la tripa y el poligráfico lo tendría que rehacer. Compré Seduciendo…, del cual conocía solo el relato “Los que se fueron al bosque de avellanos”.
En septiembre Rufo y yo habíamos intercambiado un par de correos electrónicos sobre esta narración que toma como punto de partida la película Los puentes de Madison, de Clint Eastwood. De manera que el libro me era desconocido casi en su totalidad. Llegué a Pinar y leí un par de historias. Cuando fui a cerrarlo, vi mi apellido en el relato que da nombre al volumen. Lo busqué enseguida y para mi sorpresa uno de los dos personajes principales se llama Danilo Céspedes. A Rufo no le dio tiempo a decírmelo o tal vez quiso sorprenderme. Jamás me esperé lo que del mismo modo figuraba y figura como su agradecimiento tal vez por el prólogo de Nadie… que tanto le gustó.
Queda en el terreno de las suposiciones imaginar —como los 19 textos de su libro— lo que Rufo Caballero hubiera escrito en estos últimos 10 años de ausencia física. Supongo que en su papelería queden otras narraciones donde confluyen los vínculos entre el cine y la literatura, de los cuales se ocupó en prosas breves y ensayos. No obstante, Seduciendo a un extraño revela a un escritor ya ducho en el lenguaje y la experimentación tanto genérica como temática. Cultísimo, valiente y placentero se fue deprisa Rufo, reafirmando para sus adeptos críticos y lectores discrepantes su amor invariable por el cine y las demás artes, la escritura y la creación cultural y, por encima de lo anterior, la vida. ¡Qué manera monstruosa de vivir la de Rufo Caballero!
Notas:
[1] Rufo Caballero: Seduciendo a un extraño. Historias de cine vueltas a contar, Ediciones Icaic, La Habana, 2010, p.136.
[2] Ídem.