Para un hombre que huye, una lágrima en la lluvia
“La edad de la inocencia es un catálogo de guiños cinematográficos”. Ahí estaba él, y preguntaba sobre las marcas que permitían hacer una lectura crítica del filme de Scorsese, cuyo título formaría parte, durante un tiempo, de su dirección de correo electrónico. Y nosotros, como siempre, temerosos de equivocarnos al contestar, apenas nos atrevíamos a levantar las manos. Algunos, los más osados, lanzaban frases sueltas que los hacían brillar por unos segundos, para luego volver al anonimato de la masa de estudiantes. No se trataba de un profesor de métodos tiránicos, cuyo fuerte carácter impusiera un régimen de silencio y pavor dentro del aula y nos impidiera expresarnos libremente. Nada que ver. Pero todos nos sentíamos minimizados ante la extraordinaria inteligencia del maestro y la vastedad de su conocimiento. El halo que le rodeaba de personaje público, de crítico relevante, de personalidad compleja, de ejemplo a seguir, hacía más atractiva e intimidante la experiencia.
Ahí estaba él, tratando de hacernos comprender que una película es algo más que una simple historia; que cada plano, cada objeto y cada personaje tienen un significado más profundo y pueden ofrecer lecturas que ni siquiera el director del filme pudo haber imaginado. Antes de sus clases, no me había interesado el cine como para escribir sobre él. Lo disfrutaba, pero mis intereses me conducían por otro camino. Gracias a él se abrieron ante mí puertas insospechadas, y sus espacios televisivos y sus textos se convirtieron en una especie de guía para el aprendizaje en el ejercicio de la crítica. Sin embargo, incluso después de algunos años, trabajar con él seguía siendo un desafío para mí, pues siempre me preguntaba lo que él podría pensar cuando leyera mis textos o cuando viera las correcciones que había hecho en uno de sus cuentos. Al final, con paciencia y cariño, enviaba sus observaciones, y con alivio yo veía que seguía siendo, sobre todo, el profesor que gustaba de ayudar a sus alumnos a pensar y a practicar el ejercicio del criterio cada vez mejor.
“Uno de los más grandes críticos de artes plásticas y cine de nuestro país”.
Me asombraba cómo a veces podía mostrar demasiada benevolencia con algún material audiovisual y deleitarse en loas y gentilezas; mientras que en otras podía llegar a ser excesivamente duro, incluso hiriente; pero, como él mismo predicaba en sus clases, lo importante es la solidez de los argumentos con que se respalde un criterio, y eso, en su caso, no faltaba. Tal vez esa pasión que desbordaba fue lo que le permitió vivir y hacerlo intensamente, y dejar tras de sí un legado que lo inmortaliza como uno de los más grandes críticos de artes plásticas y cine de nuestro país.
No sé si supo alguna vez de la profunda admiración que sentía por él, puesto que mi particular timidez me impidió siempre demostrarle, de algún modo, que a pesar de las discrepancias tenía mucho que agradecerle. Libertad, irreverencia, tolerancia y rigor son las palabras que, por suyas, han quedado enraizadas en mí y en las jóvenes generaciones de críticos que pretendemos continuar sus pasos.
Ojalá lo haya sabido. Gracias por todo, Rufo.
Texto incluido en el dossier homenaje a Rufo Caballero, publicado en el número 179 de la revista Cine Cubano.