La muerte es grande.
Somos los suyos
de riente boca.
Cuando nos creemos en el centro de la vida,
se atreve ella a llorar
en nuestro centro.
“Final”, R. M. Rilke
Hace algunos meses, cuando todavía me desempeñaba como profesor en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, tuve la suerte de hacer la oponencia a un interesante trabajo de diploma cuyo tema era la crítica cinematográfica en la revista Cine Cubano. Aquel trabajo, de la ya licenciada en Historia del Arte, Claudia González, fue interesante por muchas razones, pero sobre todo porque fue capaz de detectar el gran giro que se produjo en la cincuentenaria revista a partir de su número 168. Aquel lanzamiento puede considerarse, de hecho, una especie de acto inaugural, puesto que con él aparecía y se afianzaba una nueva forma de pensar y de vivir la crítica. Aquel afianzamiento fue sumamente tormentoso: no tomó el aspecto de quien se asienta equilibrado, sino más bien el de un ciclón, el de un huracán que rodea la Raspadura.
Pero las transformaciones nunca se producen solas. Por eso trataba yo, en mi oponencia, de preguntarle a Claudia, más o menos implícitamente, qué hombre desde su calle oscura, qué lágrima bajo la lluvia, qué agua bendita fue capaz de lograr tal transformación. Porque aquella transformación nació de ahí; nació de la lágrima de agua bendita de un hombre que, en su oscura soledad, se confunde con la lluvia. Yo pretendía que saliera a la luz aquel nombre caballeresco, el nombre de aquel rufián de la cultura que tanto conocemos. Y en realidad no recuerdo si llegó a salir a la luz en algún momento. Pero de algo estoy convencido hoy, y es que aquella transformación no nació de Rufo. Nació del inconmensurable amor de Rufo a la enseñanza y a cuantos enseñó, y por tanto, de su absoluta entrega a la cultura; no la propia, sino a la cultura de los demás, a la cultura de sus discípulos, a la cultura de nosotros, los cubanos.
“Todos supieron encontrar en él, en su verbo, en su pluma, el camino ideal hacia el saber, el camino más seguro hacia la cultura y hacia la vida”.
Cada alumno que tuvo la suerte de pasar por aquella Cátedra Latinoamericana de la Facultad de Artes y Letras vivió cada segundo de sus clases como una transformación, como aquel huracán de Reinerio Tamayo que tanto deseó él mismo para bautizar con su Agua bendita. Y me atrevo a hablar por todos esos alumnos porque me consta que así fue. Ni uno solo de esos alumnos con los que he podido hablar en estos días ha expresado otra cosa que un gran pesar y un gran vacío. Todos están ahogados en una severa sensación de ausencia, porque todos supieron encontrar en él, en su verbo, en su pluma, el camino ideal hacia el saber, el camino más seguro hacia la cultura y hacia la vida. No podía ser de otra manera: su verbo y su pluma han sido hasta hoy saber, cultura y vida.
Sin embargo, debo confesar, avergonzado, que no ha sido sino hasta hoy, que he logrado comprender la real dimensión de mi maestro y mentor, de manera que durante cierto tiempo, y defraudándolo hasta el descrédito, no he hecho otra cosa que revolcarme en mi desatino. En el prólogo de Agua bendita me atrevía a decir con osada desfachatez que Rufo, por encima incluso del cine, era un indiscutible crítico de artes plásticas. Y con tan pocas palabras creía yo, iluso, que había logrado adivinar el misterio de ese hombre.
Nunca he estado más equivocado en mi vida. Jamás he llegado a conclusión más falsa y sufro por no haber rectificado a tiempo, porque estos ya no son tiempos para esa rectificación. Aunque, cierto es, me aferro a la idea de que el maestro leerá estas líneas de alguna manera. Rufo no dedicó su vida al cine ni a las artes plásticas ni a la cultura cubana. La dedicó a la enseñanza, al evangelio, a la superación ajena, y con ello, se dedicó al otro, a lo que está más allá de él, a los demás. Y el hecho de que de esa dedicación naciera la mejor crítica de cine o de artes plásticas; el hecho de que de ahí nacieran prestigiosos reconocimientos, es puramente casual y adventicio. Porque se dedicó a las necesidades de conocimiento y crecimiento del otro.
Su proyecto de enseñanza fue, como él, grande y robusto; liberador. Enseñó a cada pequeño ser que pasó por su aula y por su vida a experimentar y pensar la cultura más allá de tabúes, de prejuicios sociales; a vivir desenfrenadamente el cine, la plástica y, sobre todo, la crítica y la escritura. Todo eso lo vuelve lo que es: un maestro. Decirle crítico, como hice yo, es quedarse bochornosamente por debajo de una grandeza que cómodamente desafía a la de los grandes de nuestra historia. Y una cosa quiero que quede clara: con estas palabras no pretendo endiosar a Rufo o colocarlo en un panteón de lejanas divinidades al estilo de Lezama o Martí. Ese fue un viaje que hizo él solo, escurridizo como el pez que huye, y con el cual llegó muy lejos. Con estas palabras pretendo, más bien, traerlo de regreso de ese solitario viaje y devolverle su sitio en el centro de la vida, junto a nosotros, los suyos de riente boca.
Texto incluido en el dossier homenaje a Rufo Caballero, publicado en el número 179 de la revista Cine Cubano.