Escritora… y más
17/2/2017
Margarita Mateo es una ESCRITORA por antonomasia. Así, en mayúsculas. Le ha costado reconocerlo, en parte por ese requerimiento perenne de académica consagrada que le obliga a ser más exigente con ella misma que con los demás.
Por años, prefirió definirse como “profesora que exponía sus ideas a través de la escritura”; en el ámbito universitario y cultural, se identificaba como docente o ensayista. Resistió, hasta no tener coartadas, el llamarse escritora. Aunque, en realidad, hacía mucho tiempo lo era.
Foto: Kike
Pero Maggie Mateo es más…, es cultora de generaciones. Con la misma exquisitez con que asume la narración o sus preciados hijos-ensayos, ejerció la docencia. Su agudeza, versatilidad analítica y paciencia de budista, le hicieron desentrañar tanto temas para sus piezas ensayísticas como los más atrevidos escenarios pedagógicos.
Tampoco renuncia a la palabra audaz. Denuncia con igual vehemencia la ausencia de la crítica especializada en los medios de prensa, los prejuicios de género existentes todavía en la cultura nacional, o la burocracia que esclaviza ciertos procesos de la educación superior cubana.
Mateo es más…, es una intelectual intensa, constante, con esa especie de responsabilidad artística y cultural con todo, esencia que le caracteriza aun cuando responde entrevistas extensas como esta.
Ensayo: un género muy demandante
En su profunda obra literaria destacan las entregas investigativas y ensayísticas. ¿Por qué el ensayo como principal género de desarrollo profesional?
Mi primer libro fue Del bardo que te canta, un estudio sobre los textos de las canciones de la trova tradicional, que había sido mi trabajo de diploma. Aunque siempre había escrito para mí misma, como una necesidad expresiva personal y sin ánimos de publicar, este libro se creó para darlo a conocer, para compartir la indagación que había realizado y mis reflexiones sobre esa temática.
A partir de entonces, y en estrecho vínculo con la docencia universitaria y la vida académica, continué publicando ensayos. Otros textos que surgieron directamente de esa labor profesional fueron Paradiso: la aventura mítica y El palacio del pavorreal: el viaje mítico, inicialmente parte de mi tesis de doctorado.
Mi labor como escritora ha estado muy ligada a los temas que abordaba a través de la enseñanza. De la ardua preparación para impartir una clase y del diálogo posterior con los estudiantes, surgían ideas, criterios, puntos de vista que muchas veces se convirtieron en tema de un ensayo. De ahí que pueda hablarse de una estrecha relación entre mi desarrollo profesional y la escritura, y, en particular, el género privilegiado para expresar esas experiencias.
Una obra iconográfica dentro de su bibliografía es Ella escribía poscrítica. Hoy, a más de 20 años, ¿cuánto representa este texto? ¿Qué le debe?
Ella escribía poscrítica es un libro que me ha dado muchas alegrías. La primera fue el placer que me produjo escribirlo, sobre todo cuando comenzaron a aparecer las partes de ficción y aquello se convirtió en una especie de juego: aparecían nuevos personajes, nuevas historias, en fin, me vi involucrada en un proceso creativo muy intenso que disfruté mucho. La segunda alegría derivó de lo bien que lo recibieron mis estudiantes y los colegas del claustro. La tercera, la buena recepción crítica que tuvo, pues de pronto comenzaron a aparecer reseñas, opiniones diversas que me dieron la gran satisfacción de comprobar que el libro no había pasado inadvertido.
Para la culminación de una pieza ensayística son necesarias horas de investigación y análisis. ¿Cuánto demanda de usted cada emprendimiento indagatorio que asume? ¿Cuáles rutinas y habilidades tanto exploratorias como escriturales considera imprescindibles para un buen ensayista?
Eso depende del tema abordado en el ensayo y del alcance que este se proponga. No es lo mismo un ensayo breve que un libro dedicado, por ejemplo, a la obra de un autor o a un tema en particular. De todos modos, el ensayo es un género muy demandante, que exige una entrega muy especial, muchas lecturas e indagaciones y, al menos en mi caso, un tiempo considerable para la meditación, la valoración de diversas ideas, la reflexión, la confrontación de diferentes puntos de vista.
En mi opinión, el ensayista debe poseer agudeza, capacidad de análisis. Esos valores deben combinarse con la paciencia para desarrollar un tema hasta sus últimas consecuencias, sopesar sus diferentes aristas, abordarlo por diferentes costados. Al mismo tiempo, debe tener el talento para expresar su pensamiento de un modo interesante, ameno, aprovechando al máximo las posibilidades expresivas de la lengua. La honestidad, la valentía y la sinceridad para expresar los pensamientos propios son otros de los valores que considero fundamentales en este género literario.
Dada su experiencia en la investigación crítico-literaria, ¿cómo percibe la presencia de la crítica especializada en los grandes medios de comunicación?
Hay una gran carencia de reseñas crítico-literarias que puedan orientar al lector acerca de lo valioso que se está publicando. El crítico, ese lector especializado, es el encargado de llamar la atención acerca de los textos más interesantes y ofrecer una valoración general de estos. Son muy pocos los espacios dedicados a esta manifestación en los grandes medios de comunicación, en particular en la prensa escrita. Llama la atención que en un país con una producción editorial tan amplia, que dedica tantos recursos anualmente a la celebración de la Feria del Libro, las reseñas tengan una presencia tan pobre en los medios que llegan a un vasto público.
Usted ha sido un pilar docente en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. ¿Cuánto representa el magisterio en su vida profesional y personal?
La enseñanza ha sido una actividad esencial en mi vida. Fui profesora por más de 30 años en la Universidad de La Habana y por más de diez en la Universidad de las Artes. Mi entrega a la docencia ha sido total. He dedicado muchas madrugadas a la preparación de los distintos cursos. Considero que cada clase es un ejercicio intelectual intenso, del mayor rigor, que pone en juego todos los conocimientos del profesor sobre un tema y su habilidad para comunicarlo y para promover un diálogo con los estudiantes.
Es una profesión muy exigente y requiere de una vocación muy especial. Como resultado de las deficiencias que existen en niveles de enseñanza previos, los estudiantes suelen llegar a las universidades con un nivel de formación que no es el más adecuado. No tienen un buen dominio de la lengua materna —un instrumento esencial para poder expresar sus ideas—; carecen, en general, de hábitos de lectura, de una formación cultural amplia, y tampoco están entrenados para desarrollar un pensamiento propio. Se acogen a lo más cómodo y seguro: repetir lo que dice el profesor en clase.
En este complejo escenario, ¿cuáles son los retos, a su juicio, de la enseñanza del arte en la educación superior cubana actual?
Uno de los retos de la enseñanza superior es mantener su nivel de exigencia, abandonar todo tipo de paternalismo y lograr que los estudiantes se sientan responsables de su propia formación, que se empeñen en salvar las lagunas que afectan su crecimiento como futuros profesionales.
Al mismo tiempo, habría que fortalecer los claustros, mejorar y actualizar los planes de estudio; pero para todo ello la burocracia es un enemigo poderoso y tenaz. Te pongo un ejemplo: siendo yo miembro de la Comisión Nacional de Grados Científicos, llegó la orientación de que las tesis de doctorado no debían rebasar las 120 cuartillas. Los expertos que integrábamos esa comisión consideramos que limitar el número de páginas que pudiera requerir el desarrollo de un tema era cercenar de antemano el posible alcance de una investigación, sobre todo en el caso de las Ciencias Sociales y Humanísticas. Recuerdo que puse el ejemplo de Fernando Ortiz. ¿Qué hubiera sido del Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar o de El huracán: su mitología y sus símbolos si Ortiz hubiera tenido que limitar su pensamiento y su indagación a una camisa de fuerza de 120 cuartillas?
Hubo otros muchos argumentos, mas una fuerza superior y poderosa ─una burocracia dispuesta a reglamentarlo todo─ se impuso. Hoy las tesis de doctorado no pueden rebasar las 120 cuartillas. Es como decirle a alguien que pudiera llegar a saltar dos metros, que su meta máxima está limitada a 70 centímetros. Es el tribunal encargado de evaluar las tesis quien debe decidir si se han emborronado cuartillas gratuitamente o si el tema abordado requería una determinada extensión, y no una reglamentación impuesta desde arriba.
Una profesora que expone ideas a través de la escritura
Su novela Desde los blancos manicomios marca un aparte dentro de sus propuestas. ¿Qué le llevó a esta obra? ¿Por qué no apuesta por otras entregas de narrativa?
Desde los blancos manicomios también comenzó siendo un ensayo. No me había propuesto, cuando comencé a escribir, hacer una novela. Pero, poco a poco, la ficción fue entrando en mi escritura y en un determinado momento asumí que era una obra narrativa y no un ensayo lo que estaba haciendo. En el texto se advierte todavía el estrecho vínculo con la ensayística que tuvo en sus orígenes.
Esa novela fue esencial para mí como experiencia espiritual, liberadora, pues a través de ella saqué a la luz determinadas heridas que no cicatrizaban. En ese sentido, también fue un ejercicio de curación, de saneamiento. Es muy probable que mi próximo libro sea una novela, pero aún no ha cobrado forma; por el momento es una idea bastante difusa.
En una entrevista concedida a Juventud Rebelde usted expresó que a pesar de sus libros de ensayo, que obtuvieron distintos reconocimientos y una buena acogida, le costaba reconocerse como escritora: “Después de haber escrito Desde los blancos manicomios, es decir, después de haberme zambullido en el mundo de la ficción, creo que ya no me quedan dudas”. ¿Por qué llegó a pensar esto?
No es que haya subvalorado el ensayo como género literario cuando hice esa afirmación. En realidad me ha costado mucho trabajo reconocerme como escritora. Siempre me consideré una profesora de literatura. Esa era la actividad a la cual me dedicaba profesionalmente, la que requería de mí más tiempo y energía, con la cual tenía un mayor compromiso. La escritura era algo que se sumaba a esa labor. Por otra parte, siempre había tenido una idea muy elevada de lo que era un escritor. Me parecía pretencioso de mi parte considerarme como tal. De algún modo prefería verme como una profesora que exponía sus ideas a través de la escritura. Después de haber escrito una novela, ya no había coartadas posibles.
Pocos conocen sobre su incursión en el audiovisual con De la piel y la memoria. ¿Cómo fue esta experiencia?
Fue una experiencia delirante, no encuentro otro adjetivo para calificarla. El documental se hizo absolutamente por amor al arte, sin ningún tipo de financiamiento y en pleno Período Especial. Solo el empeño y la entrega del equipo de realización, el apoyo de los amigos y la pasión por el tema que estábamos abordando, el tatuaje, hizo posible que pudiera llevarse a cabo. En particular fue decisiva la labor del camarógrafo, Alejandro Lorenzo, y de Maritza González, la productora. Fue una empresa agotadora: nos movíamos en guagua, en bicicleta, pasamos mucha hambre, fueron jornadas extenuantes.
Todos quedamos satisfechos con el resultado. Las relaciones que establecimos tanto con los tatuadores como con los tatuados fueron muy buenas. La experiencia fue enriquecedora y el documental recibió un Premio Vitral en 1995. Mi incursión en el audiovisual tuvo como motivación principal el interés por dejar constancia gráfica del arte del tatuaje, una expresión muy floreciente en aquellos momentos, pero al mismo tiempo muy marginada, y de ese modo complementar lo que había escrito sobre ese tema.
Respecto a esa vocación e interés social, en un momento se consideró una “feminista desatada”. En otra ocasión refirió que “la vida me enseñó a ser un poco más flexible y tolerante”. ¿Cree que existan aún prejuicios en la cultura cubana sobre las y los escritores y obras esencialmente feministas?
La sociedad cubana es muy machista. Aunque se han desarrollado muchas acciones para revertir ese modo de pensar y actuar, comenzando por ofrecer a las mujeres la posibilidad de alcanzar una independencia económica y de no ser dependientes de los hombres en sus necesidades vitales, hay valores muy arraigados en nuestra cultura que tienden a la subestimación de la mujer y la subvaloración de sus capacidades.
Hay actitudes de carácter discriminatorio de las cuales el hombre ni muchas mujeres tan siquiera se percatan, de tan integradas que están a su visión del mundo. En una época esas expresiones me sacaban de quicio, me irritaban, y me enfrentaba a ellas de manera directa y apasionada. El resultado era que lograba muy poco. Me sentía incomprendida, a veces mirada como un bicho raro, y en cierto modo, al menos en los términos radicales en que yo lo asumía, era una batalla perdida, frustrante, porque es muy difícil luchar contra hábitos tan sedimentados por la tradición.
Poco a poco comencé a ser menos radical, más tolerante, más consciente de que había cosas que no podían ser cambiadas de un día para otro.
Creo que sí, que aún existen prejuicios en relación con las escritoras y las obras esencialmente feministas, pero como sucede casi siempre, esos prejuicios no se manifiestan abiertamente, suelen aparecer modos sutiles para descalificar esas expresiones.
Foto: Anabel Díaz
Los Premios no tienen edad
Luego de una intensa labor académica y escrituraria. ¿Cuánto representa recibir el Premio Nacional de Literatura?
Es el reconocimiento más alto al que puede aspirar una escritora en su país. Cuando una escribe tiene en mente, aunque a veces sea de modo subconsciente, un receptor virtual del texto que está creando; en mi caso ese lector ideal es uno que comparte conmigo valores culturales, experiencias históricas y, por así decir, el legado espiritual de la nación. Ello no implica quedarse encerrado en el terruño como creador y desconocer a otros posibles lectores, digamos, más universales.
Pero precisamente por eso, por ser una distinción que premia el aporte de una obra a la literatura y la cultura cubanas, siento que es un lauro que me colma y me da una particular alegría.
Por otro lado, usted está entre las y los pocos escritores, esencialmente ensayistas, que ostentan el Premio Nacional de Literatura. ¿Considera que en el país la labor ensayística se subvalora frente a la narrativa u otras manifestaciones literarias?
No diría exactamente que hay una subvaloración del ensayo. No debe olvidarse que géneros como la poesía y la ficción narrativa ─tanto el cuento como la novela─ suelen tener una mayor ascendencia sobre los lectores. Por otra parte, es bastante frecuente que poetas y novelistas también escriban ensayos. Es el caso, entre otros, de Fina García Marruz, de Roberto Fernández Retamar o de Antón Arrufat. El Premio Nacional de Literatura se ha entregado a excelentes ensayistas que nunca incursionaron en otro género, como, por ejemplo, Graziella Pogolotti o Leonardo Acosta. Lo que más bien existe es una inclinación mayor de los lectores hacia los géneros tradicionales.
A lo largo de los años este lauro se le ha otorgado, en su mayoría, a grandes personalidades de la literatura nacional que compartían un desarrollo profesional enmarcado por un similar contexto espacio-temporal. Con su lauro, el Nacional de Literatura brinda un acercamiento generacional a la obra de escritores y ensayistas más contemporáneos. ¿Qué piensa sobre ello?
Ya en otras ocasiones ha habido un acercamiento a escritores más contemporáneos, por ejemplo, cuando fueron premiados, hace años, Miguel Barnet y Nancy Morejón, y más recientemente, cuando el Premio le fue otorgado a Leonardo Padura y a Reina María Rodríguez. Sin embargo, la tendencia predominante ha sido la de conceder el Premio a escritores de mayor edad.
Esa es una política equivocada. Si una piensa en autores como Rimbaud —cuyo legado poético fue escrito antes de cumplir los veinte años— queda claro que la posibilidad de crear una obra literaria trascendente no está reñida con la juventud. Hay otros ejemplos de nuestro propio devenir literario como José María Heredia, quien murió con treinta y cinco años, o Julián del Casal, fallecido pocos días antes de cumplir los treinta. Ellos no hubieran recibido el Premio Nacional de Literatura. Sin ir más lejos, Raúl Hernández Novás, una de las voces más importantes de la poesía cubana del pasado siglo murió con cuarenta y cuatro años, en 1993, sin este reconocimiento.
Aunque es una tarea sumamente difícil decidir un Premio de esta envergadura, creo que los jurados deben estar más atentos a la calidad artística y al impacto de la obra de un creador que a su edad.