“El son es la patria (…) y la patria es una cosa muy seria”.
Reinaldo Hierrezuelo (Rey Caney)
La frase ha estado en mi memoria, de modo recurrente desde que se la escuché decir a este importante músico cubano, miembro del dúo Los Compadres y de una de las familias de más arraigo en la historia del son: los Hierrezuelo.
Se la escuché decir una y otra vez a lo largo de los años que hube de verle y conversar con él. Le conocí en el lejano año de 1975, cuando era condiscípulo de sus hijos Jesús y Milagros en mis tiempos de estudiante de la enseñanza primaria; y con ellos he mantenido, a pesar de la lógica distancia que impone la vida y la ausencia de su padre, una comunicación intermitente pero fraternal.
Hierrezuelo siempre tenía una sentencia a flor de boca cuando se trataba de música cubana, sobre todo del son, la trova, el bolero y la guaracha. No importaba si estaba huraño ese día por alguna razón, que simplemente acusara cansancio bien por haber estado de gira o simplemente por otra causa.
Siempre hablaba del son y de lo que debía representar para los cubanos. Hablar del son es un ejercicio necesario para nuestra cultura.
El tema está de moda en estos días. Al menos en los corrillos culturales y en algunos criterios que desde las redes sociales hacen referencia a su importancia, sus principales figuras y su legado, los olvidos y hasta reclamos acerca de qué debemos tener presente al abordar el más trascendente de nuestros géneros.
Para hablar del son, seriamente, se deben tener en cuenta dos elementos esenciales, al menos como puntos de partida, aunque hay otros tantos a considerar. Está el componente teórico e histórico-conceptual, que debe incluir el elemento vivencial como una de sus fuentes fundamentales, lo que no excluye las leyendas reales o no; y el universo de anécdotas que alimenta el folclore y su reflejo en la literatura. Y también está lo más importante, que es la música y quienes la hacen y la han hecho; y cómo ha sido reflejada en los soportes conocidos hasta el presente.
“Hablar del son es un ejercicio necesario para nuestra cultura”.
En el otro extremo está su presencia, siempre constante, recurrente, en la discografía y en el resto de los soportes de comunicación que conocemos. El son fue, junto a la trova primigenia, una de las primeras manifestaciones musicales cubanas que interesó a la naciente industria discográfica norteamericana a comienzos del siglo XX; y hasta el día de hoy no ha dejado de estar presente en ese soporte. Cualquier músico, del país que sea, hable el idioma que hable, si se acerca a la música cubana, si quiere disfrutarla o ganar adeptos en su proyección profesional, recurrirá a interpretar un son como carta segura.
Escribir sobre el son es uno de los ejercicios más fascinantes y a la vez desafiantes que un estudioso de nuestra música y cultura en general puede enfrentar. Ejercicio no lleno de contradicciones y siempre sujeto a una posible revisión.
Así hubo de suceder con la polémica entre el novelista y estudioso Alejo Carpentier y el investigador Alberto Muguercia en los años sesenta del pasado siglo.
Carpentier daba como un hecho irrefutable que el “Son de La Ma Teodora” era el primer son conocido y así lo plasmó en su libro La música en Cuba, que es considerado el primer estudio serio sobre nuestra historia musical. Muguercia, por su parte, no pensaba así y expresó sus dudas a pesar de que nunca logró demostrar lo contrario con hechos o alguna referencia musical.
Aquella polémica abrió las puertas a nuevas búsquedas sobre el origen del son e involucró a dos importantes estudiosos de la música cubana como Odilio Urfé y Danilo Orozco que, sin polemizar, definieron nuevos campos de investigación sobre el tema.
Odilio abrió la caja de Pandora acerca de la existencia de un “son habanero”, que estaba lejos del oriental debido a sus características estructurales y que tenía como componente fundamental las formas y formatos musicales que fueron proliferando en La Habana desde comienzos del siglo XIX y que incluían el componente de inmigrantes españoles, sobre todo de origen canario, que se asentaron en las comunidades rurales del occidente y centro de la Isla; y que emigraron a las zonas costeras y fueron mezclándose culturalmente con el componente africano que vivía en esas zonas urbanas. Según sus análisis, la guaracha era su forma primigenia de expresión y eso lo resumía una formación como La Tanda de guarachero.
Orozco fue un poco más allá y basó sus estudios en analizar las comunidades asentadas en las márgenes de los ríos Cauto y Toa, en el extremo oriental del país; así como su interrelación con los distintos grupos poblacionales —incluidos emigrantes— que allí se fueron asentando y las contribuciones de cada uno de ellos a una forma musical que él definiera como “lo son” y que la academia llama “el complejo del son”.
Orozco dio la razón a Carpentier y a Muguercia. Lo explico. Demostró la existencia del “Son de la Ma Teodora” como forma primitiva del son y señaló que junto a este existían otras formas llamadas nengón, kiribá y changüí, que estaban ahí conviviendo junto a la música que se adjudicaba a la dominicana Teodora Ginés; y de las cuales la más conocida era el changüí por ser una presencia constante en la forma de expresión de los habitantes de la zona que comprende la ciudad de Guantánamo y sus alrededores, fuertemente influenciada por elementos de la cultura creole proveniente de Haití. También encontró dentro del changüí una subvariante llamada changüisa, más común en las márgenes del río Toa y más cercana al extremo oriental de aquella región geográfica.
Las investigaciones de Argeliers León y María Teresa Linares fueron la primera herramienta de quienes hoy se precian de entender y conocer el son y la música campesina; así como muchos de los géneros de nuestra música popular.
Trazando el mapa teórico del son están los estudios de Jesús Blanco y el venezolano Luis Bigott sobre los comienzos del siglo XX y el son como una de sus manifestaciones músico-populares más importantes y auténticas. Blanco y Bigott analizan y se adentran en el proceso de formación de un formato musical imprescindible en el son de ese entonces: el sexteto; y entre sus fuentes fundamentales de investigación están las referencias y las fuentes que se recogieron y atesoraron en el Seminario de Música Popular que fundó en 1947 Odilio Urfé y donde Jesús Blanco trabajó durante varios años como investigador.
Su punto de partida histórico-conceptual comienza con la llegada de los soldados del Ejército Libertador a La Habana, muchos de ellos oriundos del territorio luego conocido como la provincia de Oriente, y se enfoca en la figura del tresero de origen santiaguero Nené Manfugás. No por el hecho de que haya traído el tres a la música que se hacía en la capital (el instrumento ya era conocido, no se olvide el proceso migratorio de los campos a las ciudades que originó, junto a otras causas económicas y sociales de la época, la reconcentración iniciada por Valeriano Weyler); sino porque Manfugás aportó el rayado del tres al estilo oriental, muy distinto al que se usaba en el occidente.
“Ochenta años de son”, título de esos estudios, trazó una ruta importante para entender y dialogar acerca de “un son habanero” y nuevamente se abrieron las puertas a la polémica sobre la historia y origen del son; una polémica que se extiende al origen del formato de conjunto sonero y quién fue su creador, a pesar del consenso que otorga al tresero Arsenio Rodríguez el cetro en ese campo. Por cierto, el sonido del tres de Arsenio es equidistante del sonido proveniente del oriente de Cuba.
No menos importantes por el hecho de no haberse publicado nunca son los aportes de Helio Orovio durante su paso por el Instituto de Etnología y Folclore. Muchos de aquellos apuntes fueron la materia prima de algunos de sus textos, como el Diccionario de la Música Cubana: biográfico y técnico que viera la luz en 1981; incompleto y plagado de omisiones, pero un libro que se convirtió en referencia obligada. Sus omisiones fueron subsanadas en una segunda edición 10 años después.
Para los neófitos en la historia de la música cubana se hicieron públicos los estudios de Argeliers León y María Teresa Linares. De modo sucinto, pero con una erudición al alcance de todos, sus textos fueron la primera herramienta de quienes hoy se precian de entender y conocer el son y la música campesina; así como muchos de los géneros de nuestra música popular.
Como complemento existen las diversas biografías, ensayos y estudios musicográficos y discográficos que se han editado; entre ellos los del musicólogo José Reyes Fortún —quien también fue parte del equipo de estudiosos que se nucleó en el Seminario de Música Popular—, que figuran entre los más rigurosos y completos.
La literatura, en especial la poesía, asumió el son como carta de identidad, sobre todo del hombre negro y su entorno. Sería Nicolás Guillén, desde las páginas del Diario de la Marina y como parte de la sección Ideales de una raza, quien daría voz al son, y crearía personajes que habrían de interactuar con la música y el verso, como la mujer de Antonio.
Pudiéramos seguir hablando del son. Hablaríamos hasta el cansancio y no sería para nada aburrido; y en esa conversación entrarían nuevos libros, nuevos aportes y saldríamos a buscar un punto de vista de su peso en el mundo contemporáneo.
Sería una conversación sobre nosotros mismos, sobre la patria.