Muchos años antes de que se ofreciera a ser la madrina de mi hijo Rubén, ya Fina era una especie de hermana mayor de mi padre, a quien conoció en los años 40 del siglo pasado. Cuando Ernesto Cardenal vino a La Habana en 1994, a ella se le ocurrió que era buen momento para que el menor de mi familia recibiera la bendición de Dios, y que fueran Cintio y ella los padrinos. A pesar de mi ateísmo furibundo, acepté gustosamente, por supuesto. No solo por el honor de una ceremonia oficiada por tan ilustres figuras, sino por el rotundo argumento de que era imposible negarle algo —incluso un bautismo improvisado— a esa mujer que jamás solicitaba nada, a esa especie de arcángel cuya presencia corpórea resultaba difícil de creer.
Josefina García Marruz Badía era una elegida del cielo, una criatura extraordinaria, tanto por su talento de poeta como por su tenacidad en la defensa de sus creencias. Jamás presumía de nada, ni utilizaba maquillaje, ni le importaba su atuendo, ni alardeaba de su increíble erudición. Cuando no existía el Centro de Estudios Martianos —justo en el lugar donde mucho tiempo después, y por decisión propia, fueron velados los cadáveres de Cintio Vitier primero, y el suyo luego—, los recuerdo a ambos trabajando sin descanso en la Biblioteca Nacional, donde disponían de un breve espacio para sus ediciones críticas acerca de la obra del Apóstol. Laboraban sin cesar, ideaban proyectos, escribían constantemente y se entregaban a los demás y a Cuba por encima de todo.
“Josefina García Marruz Badía era una elegida del cielo, una criatura extraordinaria”.
Entre tantos privilegios que la vida me ha regalado no solo está haber intimado con la mejor poeta de la Isla, y posiblemente del continente —lo digo sin titubear: nadie como ella para escribir ese verso dedicado a Haydee: “Pónganle a la suicida una hoja en la sien, una siempreviva en el hueco del cuello”—, sino también conocer ahora, en el centenario de su nacimiento, un texto que aún se conserva inédito en su integridad, escrito a sus 32 años, del cual extraigo un fragmento del capítulo “La dicha”, pues lo considero de una belleza inimitable y no hallo manera mejor de cerrar esta pequeña nota dedicada a una dama inmensa:
¿Y cuál es la sustancia de la dicha, de la rara dicha de cuerpo glorioso a la que no le pedimos, como a la muerte o a la vida, una justificación, sino que por su naturaleza parece bastar por sí sola, ser suficiente como un dios? Nunca le preguntaríamos a ella para qué existe o de dónde ha venido, pues ocupa el cuerpo mismo del instante con una plenitud tal que arrasa la posibilidad , a la vez que la hace, para pena nuestra, imposible.