Que Fina García Marruz fue una poetisa exquisita, que todo lo que tocaba con sus manos se transformaba en sustancia lírica, nadie lo discute. Ella fue (es) una de las creadoras de poesía (y también formidable ensayista) más reconocidas del pasado siglo, no solo en Cuba, sino de la Lengua y de la literatura universal.
Este poema, que ahora se publica por vez primera, es prueba de lo que acabo de afirmar. Mi entrañable amiga y colega Araceli García Carranza, que lo atesoraba, me ha pedido unas sencillas palabras de presentación, que cumplo gustosamente.
“Se trata de un hermoso testimonio de la convivencia bibliotecaria en los turbulentos años 60, gestado desde el cariño y el reconocimiento de ser colegas en el templo del saber (…)”.
Es un texto que parte de un pie forzado, pues capta uno de esos efímeros pasos de la vida que registra el tiempo, un instante, como si fuera visto desde un haykú, en un día corriente de 1966 en la Biblioteca Nacional José Martí, donde Fina y los personajes retratados laboraban. El poema hace que tal jornada abandone la normalidad y el día en cuestión se inserte en la literatura cubana.
Fina dibuja la imagen de cada uno de sus compañeros de trabajo a la hora de la llegada al Departamento de Colección Cubana de la Biblioteca Nacional, dirigido entonces por Araceli, y los retrata en cuerpo y espíritu, genio y figura, como si se tratara de una instantánea fotográfica o, como dijera Carmen Suárez León, “apresadas sus esencias en un movimiento, un gesto, una metáfora que los totaliza y los pone a vivir en el poema para siempre, en aquellos segundos que, por el milagro de la poesía, se eternizan”.
Se trata de un hermoso testimonio de la convivencia bibliotecaria en los turbulentos años 60, gestado desde el cariño y el reconocimiento de ser colegas en el templo del saber, colegas que dejaron sus respectivos legados, algunos muy notables, y que Fina convierte, por su sensibilidad y destreza poética, en una texto bello e imperecedero, en un canto a la vida.
Mis compañeros de trabajo[1]
Fina García Marruz
A Araceli, a Julio, este recuerdo cariñoso que nunca les di…[2]
Qué asombroso es que María Luisa[3]
no sea nuestra tía,
la que nos lleva el café de la cocina
al cuarto, con una bata ancha
de estampación borrada.
Josefina,[4] esbelta palma criolla,
con ojos de gata y sonrisa de niña.
Araceli[5] me recuerda a esa dulce muchacha
que pastoreaba el ganado en la exquisita mantequilla
holandesa de la niñez: es celeste y pacífica.
Cuando sonríe, saluda como el rocío.
Eudoxia[6] se sienta en el portal
de la casa azul del pueblo.
Tiene hijos mayores. Y la blusa
con los dobleces de la plancha casera.
Juana,[7] la dama en el taller, susurra una cifra.
(Entra Juan,[8] vestido de anticuario,
de detective, de coleccionista.
Se atuza el bigote: no descubre
al descubierto: sólo la punta
de sus zapatos viejos de aristócrata
que no quiere usar los nuevos
que tiene en casa: mimado
en exceso, ama
lo raro en él: el pueblo,
la pesquisa del secreto que han resuelto
mejor que sus andanzas
de disfrazado sabio francés,
los bondadosos ojos azules).
Lo rodean, distantes y solícitas,
cual si fueran “la dolorosa y la métrica
expresión”, Aleida,[9] la niña
seria, que en el colegio
lo sabe todo, la que levanta
primero la mano, y Amalia,[10]
más risueña y criolla,
de la misma despensera
aplicada, mas familiona aprendiz.
Amalia, la de los ojos conyugales.
Luisa[11] habla de Catulo
y de su amigo Sergio Chaple,
cuenta los sucedidos de la noche anterior
dice: ho-rrii-ble,
separando mucho las sílabas.
(Acaso nos encuentra demasiado
anticuados, demasiado incapaces
de burlarnos con gracia de la algarabía
que arma para contar algo, modosa, Teresita,[12]
pero se nos acerca con simpatía
por ese viejo hábito adquirido en la Escuela
de acercarse a lo que aún no comprende).
Su frescura es resuelta, de secreto recato,
como la noche cayendo
en su parque viboreño de Córdoba.
Miguelina,[13] avispa, zunzún,
bambú fino, tobillos
que se quiebran de frágiles
mira con sus hermosos
ojos de pobre y apunta
palabras que son como los clamores
del coro griego: “oh infausta noche!
¡oh desventura!”, entreviendo la vida
como los pasos elásticos y lujosos
de los gatos: huidiza, impenetrable.
Renée[14] entra balanceándose
como una barcaza de río, achinados
los ojos sonrientes, pequeñitos,
que lo ven todo, todo, juguetones,
tristes: con ella entra un Vedado
que se fue, una Habana
Vieja de ventiladores
como aspas de molinos y de pastel francés,
y toda la política de los años
treinta y tres.
Entonces aparece
María Teresa[15] como sorprendida,
con su rostro de niña, en el parque
perdido, con malicia cortés,
y vedadenses arruguitas finas,
y su grueso tacón que afinca bien,
María Teresa, que oye todavía
los cuentos de risa de su padre
el General,[16] y dice, “pero, chica…”
como cuando estaba en el colegio,
cambiando su inocencia
por su elegancia, y luego, al revés.
Cierra Elena:[17] parece decir:
“todo marcha tranquilo y está bien”,
atravesando la calle
para marcar el reloj,
como el que atraviesa, sonriendo,
el ruido, la tempestad,
con un paquetico rosado
y una sombrilla blanca.
1966
Notas:
[1] Original mecanuscrito en poder de Araceli García-Carranza.
[2] Nota escrita con bolígrafo en la parte superior de la hoja.
[3] María Luisa Antuña Tabío: bibliotecaria y bibliógrafa.
[4] Josefina García-Carranza Basetti: referencista y bibliógrafa.
[5] Araceli García-Carranza Basetti: bibliógrafa y jefa entonces del Departamento Colección Cubana, donde todos los mencionados laboraban.
[6] Eudoxia Lage: trabajadora de trato directo con los usuarios.
[7] Juana Zurbarán: referencista.
[8] Juan Pérez de la Riva: investigador, demógrafo e historiador. Entonces asesor de la doctora María Teresa Freyre de Andrade, directora de la BNJM y director de la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí (1965-1977), cuya redacción se encontraba adscrita al Departamento Colección Cubana.
[9] Aleida Plasencia: bibliotecaria, bibliógrafa e historiadora.
[10] Amalia Rodríguez: bibliotecaria.
[11] Luisa Campuzano: investigadora, ensayista y jefa de redacción de la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí.
[12] Teresita Batista: bibliotecaria.
[13] Miguelina Ponte: narradora, poeta y bibliotecaria.
[14] Renée Méndez Capote: escritora e investigadora literaria.
[15] María Teresa Freyre de Andrade, directora entonces de la Biblioteca Nacional José Martí.
[16] General Fernando Freyre de Andrade.
[17] Elena Giraldez, bibliotecaria de muchos años de servicio.