“Tajos son estos de mis propias entrañas
—mis guerreros…”
Martí[1]

I

—¡Atrévanse a entrar en mí! Pero vengan de la mano de Virgilio —advirtió, y su voz vibró con resonancias dantescas. Cauteloso, di el primer paso verso adentro: “¡No, música tenaz, me hables del cielo! / ¡Es morir, es temblar, es desgarrarme / Sin compasión el pecho! (…)”. Y, tanteando en la oscuridad la compañía del latino, me topé con una joven que, con visiones al óleo, a conjurar al cubano vino.

A otros —tal vez por exceso de pudor o de solemnidad, o por la ausencia de ambos— les estuvo vedado traspasar el umbral de la selva oscura. A ella no: a ella se le revelaron las honduras.

Imagen: Tomada de la página de Facebook de Alma Mater

II

De su mano, vi el ojo infantil, aureolado por la corteza del árbol, mirándome con el asombro de quien contempla, colgado a un ceibo del monte, el fruto brutal de la esclavitud.

Vi a la niña enamorada que murió de frío y de amor, y a tres ángeles llorando su muerte, y a un bosque entero inclinarse de pena. Dos cuadros para una misma escena, como si la anécdota afectara particularmente a la artista que guiaba mis pasos.

Vi —y esa fue mi visión favorita— al amante desnudo, crucificado entre dos amores —el de patria, el de mujer—, rodeado por la pasión reverberante de los rojos y naranjas. Y descubrí el punctum terrible en el anillo de hierro grabado con la palabra “Cuba” —clonado en la mitad de los cuadros. Cruz es toda paradoja y toda paradoja es luz—.

“A otros —tal vez por exceso de pudor o de solemnidad, o por la ausencia de ambos— les estuvo vedado traspasar el umbral de la selva oscura. A ella no: a ella se le revelaron las honduras”.

Al resplandor de una vela, vi a Carmen, la esposa, leyendo adioses de una sombra difuminada entre las brumas del deber.

Y, allá en Long Island, vi al padre sin hijo con la hija de otra Carmen, aferrándose al sueño de un hogar. Aunque él lo dejó claro: “¡No hay casa en tierra ajena!”.

Vi al Homagno, llenando de sentido el neologismo, sentado en escorzo mejorable, mitad serenidad, mitad tensión, frente a sí mismo.

“Vi al amante desnudo, crucificado entre dos amores —el de patria, el de mujer—, rodeado por la pasión reverberante de los rojos y naranjas”. Imagen: Mónica Alfonso

Y al fondo, cara a cara vi la muerte: bala triple rompiendo la voz, atravesando el muslo, quebrando el pecho… Y escuché el aletear del alma que se escapa, y su palabra: “¡Roto vuelvo en pedazos encendidos! / Me recojo del suelo: alzo y amaso / Los restos de mí mismo…”. Y supe que la vida es apenas un chispazo entre dos oscuridades… infinitas… eternas…

III

No hallé, y hubiera querido, a doña Leonor, ni al viejo Mariano, ni a la hermana muerta, ni al hijo bíblico, ni al amigo sincero, allí, donde “…como flores / De un jardín infernal se abren las llagas…”. Fueron ocho visiones del dolor reveladas por el diestro pincel de esta jovencita de ánimo sencillo y madurez en la mirada. Tan solo ocho. ¿A qué más, si los chinos leen con apenas ocho signos el mundo?

Imagen: Tomada de la página de Facebook de Alma Mater

Cada quien cargue su infierno pues vivir se parece al purgatorio.

Sin la Hermíone de la Eneida pero con la Hermaiony de Las Villas, sin el amanecer de Roma pero con el amor del Alba, recorrí las galerías ocultas de un alma. Alma grande es Martí, el Mahatma cubano. Lo divino está en lo humano.

Y cuando, por fin, descendimos al verso final: “¡No, música tenaz, me hables del cielo!”, el viaje, Martí adentro, volvió a comenzar.


Notas:

[1] Prólogo a los Versos libres, OO.CC., t. 16, p. 131.