Me atendió Ariel. El actor, de apellido Zamora, ya sabía yo. Vestido con un overol azul oscuro, cual obrero de la vida, con su solapín al lado izquierdo que lo identificaba, como a los demás. Le atiende “…”. Atento y afable, explicando que hay tres desplazamientos para el disfrute de la obra y el primero es ahí, afuera del salón ambientado para ello, en ese espacio compartido con los cuadros de los “vendedores de arte” en el piso superior de los antiguos Almacenes San José.
“Hacemos una especie de calentamiento aquí, entre todos, con baile y canto, y después caminamos hacia allá, y el público entrará por la última puerta, y el mar ahí, ¡mira! por las ventanas, está ahí cerca”. Nada es casual.
La primera fue Gretel —de apellido Montes de Oca— y desde ese instante ya las “provocaciones” comenzaron. O desde antes. Jóvenes algunos y no tanto otros, actores y actrices, vestidos con la vida que han vivido pero hurgando en la de los demás, cantando e invitando al canto, aplaudiendo, retándonos a no mentir, a protestar, a sentir. Una unión de generaciones nos recibió y cuánta cohesión reunida, cuánta lágrima y sonrisa en común, sin llorar y sin reír.
Entramos a “la casa vieja” del Vedado. Nina llama varias veces y de manera desconsolada a Simón. Nunca le responde. La casa la aplasta. No, la casa no. La soledad. Amalia la llama, insistentemente. Nina enfurece. No quiere seguir cuidándola pero, ¿quién más lo haría? Le entristece pensar en “los muchachos” que despojarían a la casa de todo. El collar.
El dolor. La vehemencia de querer defender lo que nunca debió ser destruido. La herencia del dolor. El no sentirse querida, acompañada, comprendida. La familia. ¿La familia? Viste de azul Nina en ese momento, envejecida.
Luego la casa plena nos recibe. La mesa servida, la cama ocupada, Conrado que clama atención, Nina joven y endurecida, vestida de blanco. Y de rojo el vestido de la que sueña, la que sube y baja la escalera, la que cierra el rostro a ratos pero que al final ríe, porque no siente lo mismo, porque no teme lo mismo.
“(…) la vida es eso. Lo que te deja dentro aquello que se va, lo que te saca hacia afuera todo aquello que llega”.
El público rodea “la casa”. Los demás actores no cesan de caminar y correr. Cambian sus ropas, alternan sus personajes, comparten parlamentos, le hablan al público, los miran de frente, apenas pestañean.
Suena el teléfono. El timbre de antaño trae al presente una conversación familiar, la de siempre, la de la distancia. No quiere vender el collar Nina. Ya sería demasiado. La casa se deteriora. La vida sigue. Luego es un teléfono celular y una videollamada la que pretende “conectarlos”. Difícil comprender. El puente no existe, aunque confiemos que sí.
Nina no puede explicarse. Solo ella padece. Lavar la ropa no es lo que más puede calmarla, o limpiar los frijoles, o tender la cama. ¿Morir? Tal vez. Nadie sabe. Y cuando suceda, todo se habrá acabado. El collar ya se había vendido, ¿qué más da?, ¿qué queda? Lo que siempre queda cuando alguien se va, cuando algo se fractura, cuando nadie puede recoger los pedazos del suelo y agruparlos.
Suspiramos, no pocas lágrimas corrieron por los rostros de los presentes. Hay momentos para reír porque ella, la del silbato que controla, la “Dora” que trae la ruta, la que cuenta las historias, la que arma su propio cuento, muta constantemente. Es Yaité Ruiz, que no es más la deportista frustrada de la novela. No la recuerde el público así. Es la actriz profundamente versátil que tuvo esta oportunidad y la aprovechó al máximo. Y ofrece su peluca negra y cambia su atuendo colorido por el vestido blanco. Cambia la expresión de su rostro. Cambia todos los mensajes. Abraza con la mirada.
Son 45 minutos cargados de simbolismos, de nexos, de hilos enrevesados, de apegos, de vacíos, de afectos rotos y de amores intensos, de música y aplausos, de reinterpretaciones necesarias, de gritos del alma, de incomunicación, de aspiraciones corroídas, de empatías y complicidades, de emociones inexplicables, de distancias y lejanías, de espíritus incansables a pesar de todo.
La obra —dicen— se llama El collar. Y aquella que la inspiró, una de ellas, El baile. Y Abelardo Estorino se pasearía por el espacio, convencido de que es más. No solo porque otras de sus obras se entremezclan en esa travesía escénica que la Nave Oficio de Isla, Comunidad Creativa, dirigida por Osvaldo Doimeadiós, regala. Estorino estaría orgulloso porque el arte vuelve a ser el pretexto para vivir. Y no al revés.
Formalmente no puedo dejar de mencionar a quienes acompañaron a Doimeadiós en el montaje tan complejo de la obra: Eberto García Abreu y José Antonio García Caballero, asesores teatrales; Ledier Li Alonso, asistente de dirección y Guillermo Ramírez Malberti, diseñador escenográfico. Para todos ha sido, según han confesado, una experiencia única, porque todo es inusual en la puesta en escena, y la sensibilidad es lo que no puede faltar en el elenco y el equipo de trabajo. Pido perdón por todos los que no nombro, y son tantos, y en la obra están. Hasta el próximo 9 de abril a las cinco de la tarde, de viernes a domingo…
Cuando sales de la casa de Nina y vuelves a encontrarte el mar, y la lágrima no se ha salido del rostro, abrazas a quien más quieres ahora mismo. Le dices tanto. Le entregas tu propio collar para que quite y ponga las cuentas que lo componen a su antojo. Cada cuenta es una historia. La vida es eso. Y luego el collar te quedará más o menos apretado, pero la vida es eso. Y baila. Y grita, y ríe, y enfurece y salta. Porque la vida es eso. Lo que te deja dentro aquello que se va, lo que te saca hacia afuera todo aquello que llega. Protesta y sigue caminando. Calla y detente en el camino. Vuela. Encuentra la respuesta al dilema ¿comer o soñar? Búscala. Encuéntrala. Intenta reafirmar, como dijo Nina, que la verdad siempre es optimista.