Domingo Alfonso, que tengas un… ¡buen aniversario!
Han pasado más de veinte años desde aquella primera vez que me atreví a hablar sobre poesía y me ha dado por recordar ese momento. Uno de los mayores atrevimientos de mi vida como crítica de literatura. Adoro esos pequeños y difíciles textos en los que se debe convencer al lector haciendo gala de la capacidad de expresar o caracterizar en síntesis una obra; demostrar la profundidad de tu lectura. El primero de estos textos fue el dedicado a la obra que entonces Domingo Alfonso había publicado. Con el susto en el estómago y dispuesta a enfrentar al poeta si me equivocaba en el juicio, entregué el texto a Unión sin que Domingo supiera el contenido. Pero ese texto consagró para siempre la amistad de la entonces joven crítica e investigadora con el que es hoy el poeta cubano más longevo. A pesar de no ser nada pretencioso me gusta este texto inicial, aunque no por ello, como antes otras tantas veces, dejo de asombrarme ahora: “¿Pero esto lo escribí yo?”. Quiero compartir con ustedes al menos algunos de esos textos. Recordar es volver a escribir.[1]
“Odas a la melancolía parecen sus textos”.
Desde Sueño en el papel a Vida que es angustia, la poesía de Domingo Alfonso (Jovellanos, Matanzas, 1935) se mueve de los márgenes al centro, de la oquedad hacia la luz. Odas a la melancolía parecen sus textos o las sencillas apologías del ciudadano, del hombre y la mujer, de la vida común. Ese itinerario en zigzag en el que el sujeto poético se debate nos remite a un desconsuelo (a veces camuflado tras una alegría instantánea o fingida) que alucina y no para mientes hasta dejarnos exhaustos de dolor y de angustia para no querer después, ni la sombra ni la luz ni el centro. A partir de la salida de Sueño en el papel, su primer poemario, en lo adelante ya sus otros libros nacerían marcados: Poemas del hombre común (1964), Historia de una persona (1968), Libro de buen humor (1979), Esta aventura de vivir (1983) y Vida que es angustia (1998).
En cuarenta años de creación solo seis libros. “Autor poco prolífico”, se apresurarían en afirmar a quienes convendría, más que reconocer la índole sustanciosa de su poesía, destacar su no condición de primera figura de las letras cubanas, lo que nos obligaría a completar el enunciado: “Poco prolífico, sí, pero ciertamente intenso”.
Hay poetas que no interesan mucho por la abundancia o la novedad de su verbo, y tampoco por su filiación estética —que puede no estar siquiera en boga—, sino simplemente por lo que dicen, por la complejidad o agudeza de lo expresado, bien respetando una obediencia debida al canon o por atreverse al experimento y el juego con la tradición. En cualesquiera de esas maneras, la obra de Domingo Alfonso sobresale por lo rebelde, lo festinado o lo amargamente travieso de su verbo.
Su palabra se regodea en el no misterio de la marginalidad, en el desencantamiento del amor, en la terrible agonía de lo intrascendente cotidiano. Si se desplaza hacia el centro, entonces el texto trasluce el escepticismo hacia un orden social imperfecto. Bajo su amparo desfilan en imágenes sus protegidos, los perennes, los anodinos excomulgados de la sociedad, la prostituta, el negro, el hombre simple; ocasionalmente algún homosexual les hará también compañía. Del otro lado, la vida real tangible, de grisura sin fin. No sería pertinente realizar distinciones epocales, no se trata de que los referentes de su poesía se hallen a un lado o al otro del trayecto histórico que divide la Isla en el siglo XX, sino de un adentramiento en lo profundo de esos seres, según el lugar que ocupen en el entramado de las relaciones sociales, más allá de sistemas económicos y/o políticos.
Sueño en el papel era ya en su momento un libro de rara factura. Decía José Ángel Buesa en el prólogo que el autor venía cultivando su vocación poética “con silenciosa perseverancia en un honesto aprendizaje desde los balbuceos de la métrica hasta su expresión actual, en que ya se observa un justo equilibrio entre lo formal y lo conceptual.” Se podría añadir que el libro parte de un neorromanticismo que perpetúa las formas y la métrica, y todavía más, que nos remite en su tono a los viejos romanticismos insulares, pero también que, cuando le apetece, ensaya una escritura por voluntad exiliada de tradicionales formas, abiertamente prosaica y descaradamente antipoética.
Tanta es la fuerza de un libro de iniciación como este que, cuando el autor quiso enmendarle planas para el cuaderno de recapitulación Vida que es angustia, el poema “La primera novia”, con los detalles de corrección hechos, salió algo mal parado de las pruebas, en una versión que no alcanzó a superar el original de 1959. Y Vida que es angustia, al incluir poemas de los años 50 no recogidos en aquel, no hizo con ellos más que confirmar la solidez y autenticidad del primero, aunque quizás cierto afán “perfectivo” los haya despojado de lo mejor o lo más legítimo de su expresión original.
Esos amores mentidos, fugaces o imposibles con los que la voz poética copula, esas lágrimas infinitas por el pérfido hastío de vivir (el hombre siempre se empeña en la felicidad) que lo mismo llena los trillos de los cañaverales y las modestas viviendas de los obreros agrícolas que los fríos apartamentos y las grises oficinas de los burócratas de la ciudad, forman parte de una profunda ansiedad por escapar de tanta grisura o medianía: “¿Con quién comparar tu falta de relieve? / No puedes mover las bisagras del mundo. / En medio de millones, eres un punto/ rodeado de soledad y silencio. / No puedo compararte con el Héroe”.
Me habría gustado leer estas palabras el pasado 8 de septiembre, cuando el Instituto Cubano del Libro le celebró un merecido pero muy accidentado homenaje por su cumpleaños 65. De cuatro personas convocadas para hablar sobre su obra, solo otro poeta como él pudo, en verdad, presentarse; se sumó al involuntario boicot el diverso número de actividades culturales de interés ese día para la ciudad (homenaje a Retamar en el hotel Florida, recital de Alessandra Molina en la Biblioteca Rubén Martínez Villena, encuentro con Lisandro Otero en la Biblioteca Nacional, entre otras, más la ninguna divulgación que el agasajo recibiera en los medios), por lo que, en realidad, el público no pasó de una decena de cercanos y fieles amigos.
“¡Buen aniversario, Domingo, por tus bodas de rubí con la poesía!”
Por eso, este texto es sobre todo una disculpa, y con él van mis parabienes. Es una manera de remedar aquella canción en la que el destino tuerce todo tipo de esfuerzos para lograr evocaciones nupciales, donde Aznavour repite cada vez con amor, pero cada vez con un dejo de amargura. ¡Buen aniversario! ¡Buen aniversario, Domingo, por tus bodas de rubí con la poesía!
Notas:
[1] Véase revista Unión, año XI, no. 40, La Habana, junio-septiembre de 2000.