Manuel Navarro Luna, ilustre huésped del hotel Colina
Una tarja en el portal cafetería del hotel Colina, casi frente a la escalinata de la Universidad habanera, recuerda a quienes allí se detienen que aquellas paredes alojaron al poeta manzanillero Manuel Navarro Luna, fallecido medio siglo atrás, el 15 de junio de 1966.
Entonces, la noticia sacudió no solo a los sectores de la cultura cubana y latinoamericana, sino al panorama todo de la nación, por cuanto Navarro Luna era uno de los autores de mayor entrega lírica al proceso revolucionario y sus versos disfrutaban de gran divulgación. El poeta contaba al morir 72 años.
Pese a nacer en Matanzas (el 29 de agosto de 1894), Navarro Luna es uno de los más representativos escritores del denominado Grupo Literario de Manzanillo, reunido en torno a la revista Orto fundada por Juan Francisco Sariol en 1920. Dicha publicación devino vocero del grupo y de la actividad literaria de sus integrantes, con un alcance que trascendió la ciudad, la provincia y cuyo eco se escuchó en la capital cubana.
La poesía de Navarro Luna se caracterizó en los inicios por el tono intimista y la ruptura con los antiguos cánones retóricos. Gustaba de innovar mediante la colocación de las palabras y los versos, así como de buscar recursos estéticos capaces de atraer la atención y dar mayor relieve a la idea. Pero el rumbo intimista fue derivando hacia otras vertientes, en especial hacia una poesía de honda preocupación social. Su producción es abundante en los primeros años y entre los cuadernos se citan: Ritmos dolientes (1919), Corazón adentro (1920), Refugio (1927), Surco (1928), Pulso y onda (1932), La tierra herida (1936) —en este sobresale el elemento social—, y también Poemas mambises, de 1944, en el cual prevalece el aliento patriótico.
De formación eminentemente autodidacta, ejercitó su talento desde la juventud y en la misma medida en que lo entregó para expresar inquietudes sociales, dedicó su vida a defenderlas.
En 1961 aparecieron sus Odas mambisas, que constituyen una recopilación de su poesía patriótica, de combate, con fuerte inspiración y tono encendido, revelador del espíritu revolucionario del autor, volcado en la expresión literaria. Navarro cultivó la poesía rimada, aunque con soltura en la métrica, porque su intención no la apresó en un molde, sino que se manifiesta vibrante y sonora. También trabajó la prosa, y prueba de ello queda en sus libros Siluetas aldeanas (1924), Cartas de la ciénaga (1930), Los pasos del hombre (1948), Las ideas de Manuel Jibacoa (1949)…
El triunfo de la Revolución renovó sus fuerzas y significó un mayor reconocimiento de su obra. Leyó poemas en centros de trabajo, en tertulias de acceso público. Vivió feliz de ser considerado uno de los estandartes líricos del proceso político que por entonces se iniciaba.
Como no es nuestro propósito contribuir a esa idealizada corriente de sacralización de las figuras de la cultura cubana, sino revelarlas en su verdadera dimensión humana, incluimos como cierre una anécdota contada por el ya fallecido artista Julio Girona, Premio Nacional de Artes Plásticas:
“Marinello me contó, cuando yo modelaba su retrato, que le había escrito a Navarro después de su visita a La Habana, para decirle que no tomara más, pues la bebida arruinaría su talento.
Navarro le contestó: Cuando yo regresaba en guagua a Manzanillo, un niño lloraba en los brazos de la madre. La madre trataba de calmarlo, pero el niño seguía llorando. Entonces le dije a la mujer: `Señora, ese niño tiene frío′. Yo me quité el saco para que la madre envolviera al hijo. El niño dejó de llorar. Juan, aquel gesto humanitario, en aquella madrugada fría, fue posible porque me tomé una botella de Matusalén antes de salir de La Habana”.
La anécdota, acerca de cuya veracidad no hay que dudar, descubre una faceta de Navarro Luna que, más allá de su producción literaria, nos acerca al hombre, con sus virtudes y defectos, poseedor en todo momento de una finísima vena humorística y humanista.