La familia en José Martí
En la actualidad continuamente se está hablando de una crisis de valores que muchas veces se asocia a una crisis de la familia. Y ciertamente, a pesar de que la familia es la más antigua forma de organización humana y tal vez el ámbito social donde mayor fuerza tienen las tradiciones y la tendencia a su conservación, esto no significa que no cambie y que sea una entidad siempre idéntica a sí misma, dada de una vez y para siempre. La familia está inserta en un mundo social y, a pesar de que es más estable en comparación con otros ámbitos de la sociedad, ella también es dinámica y sus cambios en alguna medida reflejan y reproducen las variaciones que tienen lugar a un nivel social general.
Vivimos en una época en la que ha adquirido mucha fuerza la idea del incremento del papel de la mujer en el ámbito social y familiar y de su igualdad de derechos en relación con el hombre. Nos encontramos, de manera casi universal, en un período crítico de lo que podríamos llamar el modelo patriarcal tradicional de la familia, que fue el modelo que conoció y en el cual creció física y espiritualmente José Martí. El estudioso cubano Jesús Guanche, en su libro España en la savia de Cuba, considera que la familia del siglo XIX es de tipo monogámico patriarcal: “en el sentido feudal de esta y a partir de la religión católica. Desde ese punto de vista la monogamia se considera basada en la unión de un hombre y una mujer, que constituyen la célula o núcleo básico de este tipo de familia; su función consiste en sostener económicamente el hogar que han forjado, así como la atención, crianza y educación (endoculturación) de los hijos e hijas”.[1]
“En más de una ocasión el patriota cubano enfatizó el papel desempeñado por sus padres en su formación ético-moral”.
Son fuertes en el siglo XIX las ideas y la exigencia social de que la mujer se mantenga en el hogar, en el espacio de lo privado, como única forma de conservarse virtuosa y pura, pues fuera de este está el peligro, el riesgo de perder la pureza, y exponerse al desprecio y a todo tipo de vejaciones.
La familia que sirve de base a José Martí para su nacimiento y desarrollo es de este tipo; su madre nunca trabajó fuera de casa, se limitó a cuidar y educar a los ocho hijos. No obstante, doña Leonor Pérez Cabrera fue alguien que rompió con los códigos sociales de la época al aprender a leer y escribir de forma autodidacta y algo aún más insólito fue que atendió en ausencia del marido, cuando este se encontraba en Hanábana como juez pedáneo, los pocos bienes de la familia, en una época en la cual estos menesteres se destinaban solamente a hombres, amigos o familiares, poniendo en evidencia no solo los vínculos afectivos del matrimonio sino también la absoluta confianza en las habilidades, inteligencia y prudencia de la isleña para administrar asuntos de la economía familiar.[2]
No conocemos hasta el momento que alguna de las hermanas de José Martí rompiese los límites que ese siglo condicionara a la mujer,[3] pero un factor de indiscutible valor fue el hecho cierto de que la madre procuró que las hijas tuvieran el máximo de posibilidades educativas que entonces la sociedad brindada a mujeres de su condición social, y desde muy temprano contribuyeron con su trabajo de costura al sustento familiar. Se hace evidente por las alusiones de la madre que sufrieron penurias desde muy temprana edad: Carmen “desde los 9 tiene una vida de fatiga” y ninguna conocía “la ambición de los lujos de la vida” y habían vivido “contentas con sus muchas privaciones, y solo se desaniman al ver el poco aprecio que hace el mundo de la desgracia”.[4]
Históricamente las madres, más que los padres, han sido el elemento fundamental en la formación de la personalidad de las nuevas generaciones, y en el imaginario colectivo de la sociedad cubana de principios del siglo XIX, el rol protagónico de la madre sobresale como expresión legítima de una cultura, y en ese contexto igualmente se ubica el culto martiano por su madre, doña Leonor Pérez Cabrera.
Nacida en Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, Leonor Antonia de la Concepción Micaela Pérez Cabrera procedía de una familia que contaba con algunos recursos económicos, los que llegaron a acrecentarse cuando, a poco de llegar a la Isla, el padre gana un primer premio de la lotería que les permite vivir en una casa bastante espaciosa y cómoda en la calle Neptuno. En 1952 se une en matrimonio con el militar valenciano Mariano Martí, y un año más tarde, les nace su primogénito, al que bautizan con el nombre de José Julián. A este se le suman en pocos años siete hijas: Leonor (la Chata), Mariana Matilde (Ana), María del Carmen (la valenciana), María del Pilar Eduarda, Rita Amelia (Amelia), Antonia Bruna y Dolores Eustaquia (Lolita).
Si bien a la familia constituida por Mariano y Leonor no le faltaron algunos recursos y pequeños negocios, los muchos hijos, la honradez y rectitud del padre, así como la cárcel del primogénito, los fue empobreciendo.
Durante la juventud se verifican procesos biológicos, psicológicos, sociales, económicos, culturales, políticos e ideológicos de considerables implicaciones históricas, que concluyen cuando la persona es capaz de ordenar y conducir su vida de forma independiente, y por lo mismo, el papel de la escuela y de la familia resulta fundamental en esta etapa de formación y consolidación de la personalidad. En la sustancia primaria del hogar y de la familia es donde se realiza el primer aprendizaje del ser humano, y del diálogo con el ejemplo, no solo desde la palabra, sino desde los valores conductuales que se manifiestan en la cotidianidad, surge el espacio inicial en la formación de cada persona. A partir de la experiencia obtenida en los Estados Unidos, puede referirse al tema en los siguientes términos críticos: “[…] pudren a los hijos estos padres de ahora, que los crían en cantinas y ambiciones, […] El rincón de la casa es lo mejor, con la majestad del pensar libre, y el tesoro moderado de la honradez astuta, y un coro de amigos junto a una tasa de café”.[5]
Si se toman en consideración las cartas que envía a sus hermanas y a las niñas María y Carmen Mantilla,[6] se puede apreciar el valor fundamental que le concede al amor filial y a la vida en familia. Estos temas fueron tratados de forma sencilla, sin atildamientos innecesarios y con la impronta de brindar consejos útiles para crecer en la vida: estudiar materias que han de ser útiles para vivir en su medio y enseñar a otros lo aprendido, brindar cariño a los padres y a los hermanos así como también a los amigos, trabajar como medio de ser independiente, preeminencia de los valores por sobre las modas u otros aspectos superficiales de la vida. También preconizó en la institución familiar el amor como método: “Amigos fraternales son los padres, no implacables censores. Fusta recogerá quien siembra fusta: besos recogerá quien siembra besos […] –ley es única del éxito la blandura–, la única ley de la autoridad es el amor”.[7]
En más de una ocasión el patriota cubano enfatizó el papel desempeñado por sus padres en su formación ético-moral: “¿Y de quién aprendí yo mi entereza y mi rebeldía, o de quién pude heredarlas, sino de mi padre y de mi madre?”,[8] señalaría con justicia. Puede decirse que el amor de Martí por “los pobres de la tierra”, como muy acertadamente ha dicho Fina García Marruz, comenzó en el hogar.
El carácter del padre era áspero, pero su alma era recta y limpia como en muchas ocasiones destaca el hijo. En algunas ocasiones, y siempre indirectamente utilizando la tercera persona, Martí refiere pasajes de su niñez, en los que pone de manifiesto las incomprensiones del padre ante sus inclinaciones por la poesía y sus afanes patrióticos, y en este sentido recordaba: “¡Otros han tenido que componer sus primeros versos entre azotes y burlas, a la luz del cocuyo inquieto y de la luna cómplice!”,[9] lo cual en ocasiones venía acompañado de “esas rudezas de la voz, esos desvíos fingidos, esos atrevimientos de la mano, esos alardes de la fuerza que vician, merman y afean el generoso amor paterno”.[10]
Precisamente a partir de estas realidades se ha creado una leyenda negra alrededor del comportamiento del padre de Martí, que el propio hijo se encargó de refutar desde el alegato El Presidio Político en Cuba, cuando nos cuenta que al verle “aquellas aberturas purulentas, aquellos miembros estrujados, aquella mezcla de sangre y polvo, de materia y fango sobre que me hacían apoyar el cuerpo”, estrechando febrilmente con espanto la piedra triturada, rompió a sollozar, mientras él luchaba por secarle el llanto, y un brazo rudo se lo llevó de allí, dejando al padre en la tierra mojada por su sangre,[11] lo cual le conmovió muy en lo profundo porque comprobó cuánto lo quería su padre.Muchos años después, volvía el recuerdo agradecido cuando en un artículo que tituló “Hora suprema” recuerda el hogar de su niñez:
En el hogar en las horas comunes, el padre exasperado por las faenas de la vida, encuentra en todo falta, regaña a la santa mujer, habla con brusquedad al hijo bueno, echa en quejas y dudas de la casa que no las merece el pesar y la cólera que ponen en él las injusticias del mundo; pero en el instante en que pasa por el hogar la muerte o la vida, en que corre peligro alguno de aquellos seres queridos del pobre hombre áspero, el alma entera se le deshace de amor por el rincón único de sus entrañas, y besa desolado las manos que acusaba y maldecía tal vez un momento antes.[12]
Don Mariano vivió y murió en una pobreza digna, y ya anciano según se confirma en las cartas de su esposa, se conformaba con un paseo y una magra sopa, sin reclamar al hijo nada en absoluto. Y esta aceptación silenciosa del padre a su destino revolucionario, Martí también la agradeció, por eso dirá alguna vez lastimado: “Mi pobre padre, el menos penetrante de todos, es el que más justicia ha hecho a mi corazón”[13] y en ocasión de su fallecimiento dirá a su cuñado José García:
¡Jamás, José, una protesta contra esta austera vida mía que privó a la suya de la comodidad de la vejez! De mi virtud, si alguna hay en mí, yo podré tener la serenidad; pero él tenía el orgullo. En mis horas más amargas se le veía el contento de tener un hijo que supiese resistir y padecer” y agregaba: “A nadie le tocó vivir en tiempos más viles ni nadie, a pesar de su sencillez aparente, salió más puro en pensamiento y obra de ellos.[14]
Comprobamos por numerosas referencias indirectas de Martí acerca de su niñez y de su hogar cómo el padre fue, no obstante, un hombre que había contribuido a su formación ético-moral e incluso a su determinación patriótica, como se revela en este otro artículo de Patria:“Patria misma recuerda ahora a un valenciano de barbas blancas que poco antes de morir le decía a su hijo cubano: ¡Anda, anda! ¿qué crees tú que yo emprendí tu educación con otra idea que la de que fueras un hombre libre?[15]
Idéntica fue la experiencia con la madre. Gonzalo de Quesada contaba que en cierta ocasión, la Sra. Catalina Aróstegui le preguntó a Martí cómo era posible que él se hubiera hecho insurrecto siendo su madre isleña y su padre militar español. La respuesta de Martí, abreviada por nosotros, fue la siguiente: En mi infancia crecí casi entre soldados, […] Y un día, abismado en mis reflexiones, le pregunté a mi madre por qué ella no me trataba como los jefes a sus soldados, por qué ella tenía suavidad para mí. Me respondió que yo era libre, y ellos eran subordinados y súbditos del Rey. Así nació quizás en mí la idea de la libertad.[16]
Un poeta y ensayista cubano, Guillermo Rodríguez Rivera, en un lúcido ensayo que indaga cómo somos nosotros, los cubanos, escribió con mucho acierto:
Hay dos grandes madres en la historia nacional, porque son las de dos grandes cubanos impulsores de nuestra independencia: Mariana Grajales, la madre de Antonio y de todos los Maceos, y Leonor Pérez, la madre de José Martí.
Mariana, al morir uno de sus hijos, le pidió al menor que se “empinara” para acudir también a luchar por la independencia de la patria. Leonor vivió siempre tratando de preservar la vida de su único hijo varón.
En las nuevas circunstancias épicas que la Cuba revolucionaria ha vivido, la figura de Mariana ha sido lógicamente exaltada por encima de la de Leonor, pero yo creo que ambas actitudes representan el código de la mujer cubana.[17]
Tal apreciación nos remite a la evidencia de que una mujer como Mariana también cuidó y se preocupó por la seguridad y el bienestar de sus hijos, tanto como doña Leonor fue fuente de inspiración del espíritu de rebeldía del Apóstol de la independencia cubana, y luchadora ella misma en la medida en que lo podía ser una madre española en momentos en que Cuba aún luchaba por su independencia. Históricamente las madres han sido el elemento fundamental en la formación de la personalidad de las nuevas generaciones, y en el imaginario colectivo de la sociedad cubana de principios del siglo XIX, el rol protagónico de la madre sobresale como expresión legítima de una cultura, y en ese contexto igualmente se ubica el culto martiano por su madre, doña Leonor Pérez Cabrera.
Es decir, que la relación de Martí con su madre fue demasiado entrañable e intensa como para reducirla a esa “leyenda negra”, que enfatiza la persistente queja de Leonor por el destino revolucionario del hijo. Si bien es cierto que insistentemente reclamó de su vástago varón que se apartara de la lucha por los riesgos que traería a su seguridad y por los perjuicios que implicaba al bienestar de la familia, no faltó nunca su apoyo ni fue objeto de condena el esfuerzo que realizaba su primogénito en pos de la liberación de la patria. Aunque creía equivocado a su hijo, sentía verdadero orgullo por su condición de pensador y el don que poseía para entender y ser apreciado por las personas con las que se relacionaba.
Como madre dedicada al hogar y al cuidado de la familia, doña Leonor puede dar la impresión de haber sido una mujer sencilla como tantas emigrantes canarias que arribaron a Cuba a comienzos del siglo XIX. No obstante, cuando se profundiza en los avatares de su vida y los valores que contribuyó a forjar en sus hijos, se comprende entonces cuanta humanidad y sabiduría había en ella. Doña Leonor es la valerosa madre, que debe administrar con celo la pobre economía de un hogar modesto; es la mujer hecha a resistir los embates que le deparó la vida, entre ellos, la pérdida de la mayoría de sus hijos a edad temprana, ya que solo una de las hijas, Amelia, le sobrevivió. Es muy sugerente el hecho de que Martí siempre la asociara con la valentía y el clarísimo juicio.
Puede decirse que el amor de Martí por “los pobres de la tierra”, como muy acertadamente ha dicho Fina García Marruz, comenzó en el hogar.
Dicen que a veces los símbolos son la síntesis de algo que los hombres admiran, creen o esperan, y uno de estos símbolos que identifica a las madres de Cuba es el de una mujer valerosa corriendo por las calles habaneras, en medio de la más brutal represión, mientras lleva dentro de su corazón la esperanza de encontrar al hijo para rescatarlo de la muerte, como ocurrió con Leonor el 22 de enero de 1869, durante el incalificable atropello y crimen que es conocido como los sucesos del Teatro de Villanueva.
Ya viuda, viajó en noviembre de 1887 a Nueva York, donde residía el hijo desde 1881. Los cubanos de la emigración le demostraron con innumerables agasajos y festejos, la honda admiración que sentían por su hijo; pero la alegría de esta feliz estancia se vio afectada por aquella intuición que la hacía pensar estar viendo a su hijo por última vez. El propio Martí relataría a su amigo Serra cómo en vísperas de la partida de su madre, ella lo seguía de una habitación a otra como si no quisiera separarse nunca de él. En aquella ocasión, Leonor aprovechó para llevarle un anillo grabado con la palabra CUBA, hecho con un eslabón de la cadena del grillete que llevó en presidio. ¿No fue esta en cierto modo una aprobación al destino revolucionario que el hijo había elegido? Si este hecho no bastara, solo habría que recordar la carta de despedida a la madre, el 25 de marzo de 1895, en la que proclama: ¿Por qué nací de Ud. con una vida que ama el sacrificio?
Sus hermanas, a quienes muy pocas veces se menciona, estuvieron siempre en los más hondos sentimientos del Apóstol. Su hermana Leonor, su Chata romántica, su Carmen digna, su dolorosa Amelia, su sagaz Antonia, y Ana, fallecida en la flor de su juventud, quien parece haber adquirido algunos conocimientos y gustaba de escribir versos y pintar como su hermano mayor. Qué orgullosas estaban ellas del hermano que ganaba premios y medallas en la escuela. En ocasiones también vino a su memoria aquella hermanita a la que manda un besito en su carta desde el Hanábana, y que sus padres bautizaron con el nombre de María del Pilar, quien murió a los seis años de pulmonía, dicen que a causa de haberle hecho el maestro estar de penitencia muchas horas de pie en el patio estando el día lluvioso. Quizás fue el recuerdo de esta hermanita el que inspiró a Martí años después a escribir “Los zapaticos de rosa”, poema en que vistió a su hermana como nunca pudo haberla visto: con un sombrero bello y un precioso vestido con lazo a la espalda y unos botines finos, y balde y paleta para jugar.
Habría mucho que agregar acerca de la influencia que ejerció la familia en la formación ético-moral de Martí y del sufrimiento que deparó a este no poder cumplir el deber de hijo que el papel de la familia de entonces demandaba; ese es el dolor que arrastrará toda su vida y que lo hará decir: “Nada me ha hecho verter tanta sangre como las imágenes dolientes de mis padres y mi casa”.[18]
No es posible olvidar la inmensa pobreza en que Martí vivió siempre y el hecho cierto de que, excepto los 15 primeros años de su existencia, disfrutó muy pocos momentos de vida en familia. Quizás sea ese el motivo por el cual hallara tanta felicidad en los hogares de sus amigos y compañeros de lucha. En carta a su amigo Manuel Mercado había dicho: “La familia unida por la semejanza de las almas es más sólida, y me es más querida, que la familia unida por las comunidades de la sangre”.[19] Por ello califica a Mendive como un padre, de Mariana Grajales dice que lo trató como a un hijo, llama hermanos queridos a Fermín Valdés Domínguez, Manuel Mercado y Rafael Serra, y considera a Panchito Gómez Toro y a los cuatro hijos de Carmen Miyares (Manuel, Ernesto, Carmita y María Mantilla) como si fueran hijos propios. Durante una breve estancia en México con el objeto de allegar recursos a la guerra de independencia que ya se avecinaba, se hospeda en el hogar de Manuel Mercado, donde recibe numerosas muestras de cariño que lo hacen exclamar en carta a María Mantilla: ¡Y el cariño de la casa![20]
La condición de esposo de José Martí y el tipo de familia que concibe al unirse con Carmen Zayas-Bazán no rompe con el rol de su familia primaria, de la cual procede, en cuanto el hombre está destinado a asegurar lo necesario para la estabilidad de la economía doméstica, la crianza y educación del hijo y los rituales de socialización propios de ese tiempo: bailes, fiestas, visitas al teatro, las misas en la iglesia y excursiones al campo. El hombre fuera de estos roles no cabe en el tipo de familia a que aspira la esposa de Martí, lo que explica la pronta separación de su esposo, pues la vida de este es la de un luchador político obligado a exiliarse, no acumula fortuna, no garantiza un futuro estable y la coloca ante el dilema de luchar aislada, en una sociedad que ve a la mujer con ojos masculinos. Por ello en cierto momento, Carmen le reprocha al esposo haberle dado “una muerte civil espantosa” dejándola “sin posición fija en sociedad”.[21]
En hombre de tan honda sensibilidad humana, la separación de su hijo biológico, José Francisco Martí y Zayas-Bazán, debió causar grandes sinsabores y heridas morales como se muestra en su poemario Ismaelillo y en la carta que le dirige antes de su partida al escenario de la guerra: “Esta noche salgo para Cuba: salgo sin ti, cuando debieras estar a mi lado. Al salir, pienso en ti”, y al final, su consejo y legado: “Sé justo”.[22]
La muerte de Martí marcó el derrotero de su humilde familia, que vivía pendiente de la marcha de la guerra, en la cual tres de los nietos de Mariano y Leonor: Alfredo, Mario y José Francisco, se incorporaron como combatientes y dos de los yernos, José García y Joaquín Fortún, brindaron contribuciones en municiones, ropas y medicinas para auxiliar a los mambises. Esta circunstancia corrobora que la familia en Martí no es solo mediadora de las influencias valorativas que se reciben de la vida social y de la historia, sino que también es un valor en sí misma, capaz de influir en el destino de la nación y de los hombres y mujeres que la harían próspera e independiente. Si Martí fue en cierta forma consecuencia de los valores ético-morales de sus padres y demás familiares, de algún modo él también influyó en el cauce posterior de aquel pequeño conglomerado social hacia metas más altas de compromiso con la patria, y por ello sentenció: “Son las familias como las raíces de los pueblos; y quien funda una, y da a la patria hijos útiles, tiene, al caer en el último sueño de la tierra, derecho a que se recuerde su nombre con respeto y cariño”.[23]
Notas:
[1] Jesús Guanche. España en la savia de Cuba. Los componentes hispánicos en el etnos cubano. Ediciones Cidmuc (Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana), La Habana, 2013, p. 252-253.
[2] Cuando en el año 1862 Don Mariano Martí y Navarro marcha a la apartada zona del Hanábana, para ocupar el juez pedáneo, doña Leonor queda sola en La Habana, a cargo de sus pequeñas hijas Leonor, Ana, María del Carmen, María del Pilar y la bebita Rita Amelia, nacida el 10 de enero de ese año. Pepe, el primogénito, ha marchado con su padre. Pero no solamente ocuparán a doña Leonor las incontables pequeñas tareas y labores de la atención a su ya numerosa familia. Desde La Hanábana, su esposo le otorga un “poder amplio” con el que la autoriza a atender los negocios de compraventa de inmuebles y otras actividades comerciales que don Mariano viene realizando. Ese documento, que se encuentra en el Fondo Escribanía de Gobierno Tomo II del año en cuestión, fue dado a conocer por el desaparecido historiador Juan Iduate Andoux hace algunos años, en artículo publicado en la Revista Santiago. También aparece en: José Martí. Documentos familiares [Compilación y notas de Luis García Pascual], casa Editora Abril, La Habana, 2008, p. 75, 97-98.
[3] Luis García Pascual. Entorno martiano. Casa Editora Abril, La Habana, 2003, p. 159-163.
[4] José Martí. Documentos familiares [Compilación y notas de Luis García Pascual], Casa Editora Abril, La Habana, 2008, p. 110, 117.
[5] José Martí, Ob Cit, Tomo 12, p. 506-507.
[6] José Martí. Epistolario. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1993, Tomo I, p.223-225; Tomo V, p.55-56, p.57-58, p. 66, p. 67, p.145-149, p. 150.
[7] José Martí, Obras Completas, Ob Cit, Tomo5, p. 83, 84.
[8] José Martí: Fragmentos,OC, t. 22, p. 17 (sin fecha)
[9] José Martí. “Heredia”, OC, Tomo 5, p. 167.
[10] José Martí. “Alfredo Torroella”, OC, Tomo 5 , p. 83.
[11] José Martí. El Presidio Político en Cuba. OC, Tomo 1, p. 58.
[12] José Martí. “Hora suprema”. OC, Tomo 2, p. 250.
[13] Carta a Manuel Mercado, de 30 de marzo [de 1878], OC, Tomo 20, p. 45.
[14] Carta a José García, de febrero de 1887, OC, Tomo 20, p. 319.
[15] José Martí. “Carta a un español”. OC, Tomo 4, p. 411-412.
[16] Emilio Roig de Leuchsenring. Martí en España, Cultural S.A, La Habana, 1938, p. 39.
[17] Guillermo Rodríguez Rivera. Por el Camino de la mar o Nosotros los cubanos. Ediciones Boloña, Colección Raíces, Publicaciones de la Oficina del Historiador de la Ciudad, 2006, p. 111.
[18] Carta a su hermana Amelia, de febrero 28 [de 1883], OC, Tomo 20, p. 308.
[19] José Martí,carta a Manuel Mercado[Guatemala], 11 de agosto de [de 1877], José Martí.Epistolario, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1993, Tomo I , p. 85
[20] José Martí. Carta a María Mantilla,[México, julio de 1894], José Martí.Epistolario, Ob Cit, Tomo IV, p. 227
[21] Luis García Pascual, Ob Cit, p. 255
[22] José Martí. Epistolario, Ob Cit, Tomo V, p. 142
[23] José Martí. “Justo pésame”. Patria, Nueva York, 21 de febrero de 1894, Tomo 28, p. 317.