Vivimos en la sociedad del espectáculo, la posverdad, el suceso irrelevante, el caleidoscopismo. Cuando Gianni Vattimo habló de la posible transformación de la política en una especie de mesa bufé o de zapping televisivo, se estaba refiriendo a fenómenos como los vistos en los últimos días. Solo que ya no se trata de la pequeña pantalla del siglo pasado, sino de las redes sociales, entidades dotadas del poder de colocar en lo más alto el suceso más insulso.
Más allá de que se sabe que la construcción algorítmica privilegia las interacciones de odio, crispación, ofensa y enfrentamiento; lo visto en torno al affaire entre Shakira y su ex Gerard Piqué hay que situarlo en el contexto de los hechos que verdaderamente marcan nuestro entorno. Hace unos días se quebró por unas horas la democracia en Brasil. Perú se desangra en acciones represivas de parte del régimen de facto contra el pueblo. Donald Trump lanza su propósito de reelección. La guerra en Ucrania y la crisis inflacionaria van de la mano derivadas de las medidas coercitivas de Occidente y son el telón de fondo de todo lo anterior. Pero lejos de centrarse en el debate, la sociedad global se extravía en un conflicto en el cual no se dirimen cuestiones que vayan a afectarnos a todos, sino dramas entre personas adultas, quienes para colmo están “facturando” a costa de la atención, de los likes y de los compartidos. Hay quien ve en este episodio una especie de sucedáneo de las luchas identitarias, cuando lo que hay en verdad es una alienación de las discusiones en red. Lejos de potenciar la democracia, la pluralidad y la apertura de criterios, las tecnologías están polarizando, separando a las personas, clasificándolas en categorías abstractas sin relación entre sí y a partir de conflictuaciones que hallan su correlato definitivo en el mercado y la obtención de plusvalía real y simbólica. Porque lo que hay entre la cantante y el futbolista no pasa de ser un comentario de barrio, elevado por obra y gracia del poder corporativo a verdad suprema, a cuestión acuciante y vital.
El enrarecimiento de la atmósfera cultural e ideológica de la posmodernidad digital ha hecho que incluso se llegue al extremo de naturalizar verdaderos problemas, como las guerras desatadas por Occidente. Hace unos días, también, se dio a conocer la candidatura al Nobel de la Paz del secretario de la OTAN. Lo publican así tan frescos, pero la gente se inmuta poco o pasa de largo. Lo importante es el drama familiar que se está vivenciando en los platós de los estudios, las ofensas que se lanzan unos y otros, el morbo de odiar y de sentir una pasión aunque sea falsa en este mundo desapasionado, donde se vive entre malas noticias. Porque las redes potencian la emoción y no la razón, el impulso y no el pensamiento, el choque y no el debate. La gente se está cancelando por cualquier cosa, se estigmatiza, aparta al otro, al diferente, se satanizan las opiniones. Pudiera decirse que, paradójicamente, en esta era hay menos libertad de opinión a pesar de que nada es más fácil que escribir un post y publicarlo. Se va con miedo a ofender y ser linchado, anatemizado, sepultado por una ola de personas que no van a asumir el reto ideológico, sino que buscan exterminar a su contrario. De ahí que surjan los team Shakira y los team Piqué. Todos odiándose, al mismo tiempo que gastan energía y creatividad en la maquinaria ideológica del sistema.
Porque lo que sucede es que los conflictos que están en la pantalla, en un primer plano, ocultan los conflictos reales. Viéndolo desde una cosmovisión platónica, estamos en las sombras, sin mirar directamente al fuego que las produce. Pareciera una verdad de Perogrullo, pero cuando se construyen enfrentamientos de la nada, más aún en un tiempo como este, se sabe que los medios tienen su máxima atención en ese acontecimiento banal y no en análisis que busquen la objetividad. Ya se abandonó el destino ético de informar a las audiencias; se posee la firme determinación de alienarlas, desviarlas, hacer que no se relacionen con la realidad, sino con un espejismo en el cual lo que se decide sea intrascendente. Mientras más tonto mejor. ¿O acaso no se vio durante la pandemia, cuando se cultivó la dependencia de la gente a las redes y se intentó hacer que las personas vivieran únicamente dentro de este universo prefabricado? Amazon, Facebook, Twitter, YouTube fueron de los más beneficiados. En ese periodo se establecieron paradigmas comunicacionales que no se van a ir y que están en la línea de la cancelación, el odio, la polaridad de las audiencias y los sectores y su manejo interesado en materia electoral, publicitaria, política. No es que no existan otras visiones de la realidad, más allá de las noticias acuciantes, sino que los medios no abordan para nada esa agenda real o la mantienen en un tono de marginalidad del análisis, metamorfoseada, escondida dentro de los significantes de una agenda otra, la del mercado, la de “facturar”.
Y es que de tantas cosas que se pudieron decir sobre un conflicto ya de por sí banal, la más superflua de todas fue dirimirlo en cuestiones de mercado y plusvalía. No se defiende la autenticidad y la desalienación de las relaciones amorosas —Marx dijo que en el capital la gente no establece vínculos humanos directos, sino con la mediación de mercancías—, sino que se busca en el dinero la validación de una u otra postura. Casio sería una mala marca para el team Shakira, en cambio el team Piqué denosta a Rólex. No hay un abordaje serio de la cuestión, sino que existe una complacencia con el poder empresarial, un compromiso con los administradores de la plusvalía, un nexo de hierro con la lógica reproductiva de las relaciones humanas alienadas por el sistema. Es mucho pedir que la prensa de hoy día sea seria, mucho menos ética. Así que profundizar en la naturaleza de las relaciones humanas, desalinearlas, tampoco va en la agenda. Al no existir una identidad entre el sujeto y el objeto del amor, sino que hay mediaciones ficticias alimentadas por la industria en pos de la plusvalía, los públicos también asumen el conflicto desde esa arista inauténtica y lo hacen suyo. Incluso pudiera decirse que la gente le imprime verdadera pasión a dichos debates, solo que en la dirección errada. Ya con el tiempo, la canción de Shakira a su ex pasa a un segundo plano y la atención se dirige hacia otra área de conflictuación banal de la realidad. Por ejemplo, el divorcio de Vargas Llosa. Cualquiera que sepa acerca de jerarquización de contenidos tiene bien claro que ello acontece a partir de un interés de clase del medio. Justo el punto de vista que nos queda oculto en los análisis.
“El enrarecimiento de la atmósfera cultural e ideológica de la posmodernidad digital ha hecho que incluso se llegue al extremo de naturalizar verdaderos problemas, como las guerras desatadas por Occidente”.
Shakira no pasa de ser una millonaria, que posee las conexiones en el poder corporativo para posicionar un mensaje y monetizarlo. Piqué otro tanto. En ambos existe el interés clasista marcado por estrategias de mercadeo y de búsqueda de la atención que generan mayor plusvalía. En medio de todo eso, facturar es lo importante, lo que el público al final va a ver y sopesará. En dependencia del capital acumulado, habrá mayor o menor razón de un lado o de otro. La cuestión de la familia queda, a su vez, alienada en este plano, puesta en un segundo nivel a partir de las cuestiones monetarias. Con esto, se le envía un fuerte mensaje al público: nada que no sea dinero vale la pena. El capital tiene una existencia, por encima de todo, hegemónica y por ende cultural, simbólica, sistémica. La cultura es un proceso que depende del cultivo de la humanidad, pero a su vez la cultura cultiva a la humanidad. En esa relación gramsciana y dialéctica, interdependiente, se decide el debate. A partir de allí todo se relativiza y caen los valores duros o al menos no son tan duros. Si la familia depende de la cuenta bancaria, deja de ser familia en sí misma para convertirse en otra cosa, alienada, distante, contradictoria en un sentido metafísico, pero no progresivo o dialéctico. El proceso de transformación de las instituciones humanas y sus discursos está mediado por la polarización del poder sujetado por el sujeto (valga la redundancia) que construye desde su posición de privilegio un paradigma determinado. Cada quien cree poseer una verdad absoluta porque se mueve en el mundo de los relativismos, en el cual cualquier enunciado posee la apariencia de un autenticismo sin serlo jamás.
Lo que sí evidencia el affaire Shakira versus Piqué es que el capital se interesa por el manejo de su dimensión espiritual, que sabe reutilizar las potencialidades que existen en ese universo de símbolos y que para ello redirige la cultura de masas sobre las masas para cultivar un paradigma acrítico y adormecedor. No se habla aquí de un juego inocente, ni de un simple cotilleo, sino de maneras de repensar la realidad para alienarla, para masticarla y devolverla con otra esencia diferente de lo auténtico. Eso ha hecho la industria, cuando existe un despertar del fascismo, de la violencia política y del extremismo en varios sitios del orbe. Crear polarizaciones, distanciar a los humanos, atomizar su capacidad de organización y de juicio, ponerlos a discutir cuestiones que son como las polémicas bizantinas.
Cuando el pienso luego existo se ha transformado en pienso, luego estoy en peligro de dejar de existir; hay sendas, vericuetos del mercado, que ofrecen salidas en falso para las contradicciones reales de la humanidad. Funcionan como un placebo, no resuelven, sino que dan la sensación de desahogo, de alivio. Es como una represa que va drenando, sin nunca quebrarse, porque el quiebre implicaría un desorden dentro del orden clasista impuesto e inamovible. Dicho así, pareciera que una terrible conspiración anida en la cuestión baladí de la canción de Shakira, pero se trata en todo caso de la programación ideológica y política del sistema, una que se ha estado entrenando y agilizando desde inicios de la modernidad y que ha visto en los presupuestos posmodernos un mecanismo de autoconservación y de sostén. No hay grupos de empresarios reunidos a diario para comerles el cerebro a las audiencias, ya que eso sucede como parte de lo estatuido, en un automatismo terrible, del cual son conscientes los amos del poder corporativo y sus agentes y agencias de poder ya sea en la esfera intelectual, mercadotécnica, industrial o científica. Las redes sociales expresan la naturaleza de estas redes humanas, no pueden actuar como sujetos de pluralidad y debate, porque provienen de los entornos viciados por la polarización de la vida real.
Dicho de manera más directa: lo falso no puede expresar lo verdadero. En ese sencillo enunciado se expresa una sintonía disfuncional entre el fenómeno y su esencia, entre lo que vemos y lo que se oculta. Facturar queda como el non plus ultra, como el imperativo categórico y la salida en falso del problema. Pero más allá de que Shakira facture, los públicos solo le entregan más plusvalía simbólica y cultural al poder corporativo, que halló de esta forma una vía para perpetuar la explotación aun en los momentos de ocio del obrero.
La democracia no se expresa en las redes, ni tampoco en la diversidad televisiva que enunció Vattimo, porque no es lo mismo lo múltiple que lo auténtico. Ambas categorías pudieran tener puntos de conexión, pero no resultan equiparables. Y pareciera que la reiteración masiva del mensaje, la cantidad abrumadora de los significantes, son expresiones de una verdad plural, pero nada más engañoso. Se pude ser plural, pero vale más buscar la razón. La pérdida de esta búsqueda y de esta pregunta por el ser, propia del siglo XX, es la marca de la bestia del siglo XXI. No hay un asalto a las nociones duras, sino un abandono, una burla, una ignorancia abierta y orgullosa que no hace el mínimo esfuerzo, sino que se aparta —y nos aparta— de las preguntas ontológicas fundamentales y que contienen en sí mismas una sustancia subversiva real.
“El capital tiene una existencia, por encima de todo, hegemónica y por ende, cultural, simbólica, sistémica”.
Hay un olvido del ser —si le pedimos prestado este asunto a Heidegger— en las salidas en falso del capital, un olvido interesado y dañino, que se promueve y sacraliza, que está en las antípodas no solo de la pregunta por el ser, sino del ser mismo. Es una negación sin progresión, que se queda en el exabrupto emocional y no expresa la contradictoriedad y la riqueza de la sociedad en sus relaciones. El resultado de todo ello es un silencio ontológico —volviendo a Heidegger, el antídoto sería la escucha del ser, el estado de abierto de los filósofos griegos, el asombro—. Silencio que no implica la ausencia de bulla, sino la abundancia de significantes en falso, que no conducen a más que otras tantas negaciones de la dialéctica del conocimiento y de la identidad del sujeto con el objeto y del ser con el pensar. En sí mismo, el affaire Shakira versus Piqué, carece de contradicción; aunque aparente estar lleno de conflictos y dramas, es un aburrido pasaje que se ofrece en la arena del coliseo de las redes sociales.
El pan y el circo sujetan al hombre histórico y lo desvían, lo facturan, lo venden. Las emociones sustituyen a la razón y de ahí a la deshumanización hay un paso. La sociedad del espectáculo es esa en la cual ya se está listo para el fascismo y la violencia, puesto que serán normalizados como una forma más de entretenimiento —por ejemplo, aquellos exabruptos de Trump en Twitter que muchos le ríen como un chiste sin ver que esconden realidades oscuras y la posibilidad de una concreción—; pero además, le llamarán al fascismo con el nombre de “democracia”.
Un trastrueque de categorías a este nivel, no es fácilmente vulnerado, no se soluciona solo con la escucha heideggeriana. Facturar implica todos estos silencios estruendosos, donde difícilmente oigamos al ser.
Muy buen artículo. Los asuntos globales a full y la la farándula mediática desviando la atención de lo que realmente afecta. El capitalismo no tiene nada que ofrecer.