Parece que fue ayer cuando celebramos los 500 años de la ciudad. Pero ese ayer ya cumple tres años, y aunque casi nada logra sorprendernos —ante tantas cosas que suceden de repente—, nos asombra que La Habana arribe a un aniversario más, y que lo haga con su elegancia habitual. Si algo bueno nos dejó la amarguísima experiencia de la pandemia fue el aprendizaje del disfrute de lo que tenemos, de lo que contemplamos, de la hermosura del paisaje habanero. El eclecticismo de sus construcciones; el contraste entre el bienamado mar y el cemento de muros y aceras; el follaje de árboles tricentenarios; los parques con glorietas, bancos y caminitos; las fachadas con pórticos decimonónicos; las escaleras tortuosas; los portales con brisas; las iglesias antiquísimas y los mármoles que van quedando; los respetuosos hoteles antiguos, y los nuevos, arrogantes, insolentes como invasores. Los barrios habaneros, entre los que destacan el Cerro decrépito; el Miramar ostentoso; el Vedado señorial venido a menos; el Santos Suárez rico y pobre; Habana del Este, inmensa y superpoblada; Nuevo Vedado, que ni es nuevo ni es vedadense; ese Marianao amplio y difuso; la Víbora difícil; Centro Habana, peculiar y babélica; todas comunidades individuales, únicas, con el sello de una ciudad que no se parece a ninguna otra.
Sin embargo, la Habana Vieja se lleva la medalla de oro. Es ella la ganadora, la reina, la monarca indiscutible de habanidad esencial. Recorrer las calles Luz, Damas, Mercaderes, Amargura, Obispo, Cuba y Muralla; visitar la Plaza de Armas y la Plaza Vieja; asomarse a los Palacios de los Capitanes Generales y al del Segundo Cabo; entrar en las librerías, esos oasis literarios exquisitos; dejarse acariciar por la lengüeta de mar del Paseo de la Alameda de Paula; caminar por la Avenida del Puerto hasta llegar a los antiguos Almacenes San José y ser atormentada por los vendedores artesanos, cuyos pregones dislocados parecen mezclar colores con música, y subir la escalera metálica, casi robótica, de la planta alta, para contemplar el mar, ese espacio mágico, sinuoso e insuperable tan habanero, es, francamente, un momento espléndido. Allí, en la Nave Oficio de Isla, comunidad creativa que navega contra viento y marea, capitaneada por el inigualable Doimeadiós y su contramaestre Eberto, encontramos el carácter inmutable e inmanente de La Habana.
“Cualquier estímulo sensorial de los que nacen en esa Nave tiene la rara capacidad de conducirnos al olvido del presente pedestre”.
Es posible que estén en cartelera Oficio de isla o Luz, o que se desarrollen ejercicios actorales de graduación de alumnos de la Escuela Nacional de Arte, o que la música de la banda de Boyeros que conduce la alucinada Daya Aceituno nos impida la retirada. Quizás un panel que evoca a Sigfredo Ariel nos conquiste, o alguna conferencia de Sacha, o un taller de los que organiza Eberto con su empeño por traspasar escenas, o alguna lectura de poemas o lanzamiento de libro: cualquier estímulo sensorial de los que nacen en esa Nave tiene la rara capacidad de conducirnos al olvido del presente pedestre, para reactivarnos una memoria sepultada, llevarnos a un pasado que quizás nunca vivimos, o tal vez sí, da igual. Estar en esa Nave es un consuelo, es una evasión, es un viaje a lo hermoso, a lo más profundo de nuestra orgullosa raíz de pertenecer a La Habana, que no tiene grietas ni derrumbes ni fealdades, y que, milagrosamente, no carece de elementales bondades. Contemplar la ciudad desde los cristales traslúcidos de ese sitio espiritual, es, hablando en plata, la convicción de que mientras el fuego arda junto al mar, fuego nuestro, pájaro inmortal volando sobre las aguas amargas y profundas del mar, el amor vivirá en este, nuestro palacio cotidiano.