Ese era Soler
11/2/2016
Conocí a José Soler Puig el 13 de junio de 1988. Fue un regalo que quise hacerme en mi cumpleaños 20. Esperé que se entornara una vieja puerta colonial (de esas de clavos de cazoleta), esperé tejas, colgadizos, vigas… pero su casa era puro calicanto. Por entre un perfecto trío de cincos, en la calle quinta del Reparto Sueño, apareció nuestro quijote.
Nunca mejor dicho. De memoria, le escuché unos fragmentos de la obra magna de Cervantes. Sin alardes, como habitual ejercicio de memoria. La nobleza de hidalgo rezumaba por los poros, y el honrado orgullo de ex vendedor ambulante, ex cortador de caña, ex dependiente, ex recogedor de café (ex de todo), que había podido trascender ese mundo sabe Dios con cuantos desvelos.
Sobre la ciudad giró la conversación, siempre la desandaba, aún en obras tan singulares como El Caserón. La ciudad fantasmal, la ciudad imaginaria, la ciudad indómita. La ciudad que había recreado desde su vieja máquina de escribir.
De cuanto salió de su pluma, escojo El Pan Dormido. Es nuestro Cien Años de Soledad, ha dicho alguien. No creo que haya necesidad de comparación para rescatarla: la obra se sostiene por sí misma. Esta vez, el autor no recorre el heroísmo, entendido este como el desafiar del pecho contra las balas; es otro: cerrado, calculador, sombrío, y sin embargo, vivo. El heroísmo de la supervivencia a toda costa. El ámbito de esa familia, de esa clase, es un sitio inesperado: “La panadería tiene tres hornos, y están allá lejos, al fondo del taller, y el taller está oscuro, y habría que encender la luz y abrir la doble puerta que hay al final de la rampa, para que el taller se viera por dentro…” [1]
Soler se confesó como “un ladrón de ideas”. Esa panadería La Llave está inspirada en La Campana, un establecimiento real que conocía muy bien; pero en modo alguno se trata de calcos. En la creación de atmósferas, en ese abrir la doble puerta hasta apreciar lo interior, es donde el escritor alcanza cotas definitivas.
Autor de obras como Un mundo de cosas, En el año de enero y El derrumbe, la obra epígonal de Soler es, sin dudas, Bertillón 166, premio Casa de las Américas 1960. Alejo Carpentier había afirmado que la obra develaba un auténtico temperamento de novelista.
Recordé aquel encuentro inicial y otros que a lo largo del tiempo, tuve la suerte de sostener, cuando la filmografía nacional presentó Ciudad en rojo (2009) de Rebeca Chávez, basada en Bertillón 166. Desafortunadamente a la propuesta le sobraron balas y le faltaron latidos. Hay más de un personaje esquivo en su caracterización, más de una escena de decorado.
Es una lástima que El sastre (1984), el premiado corto de Jorge Luis Hernández que también toma la obra como inspiración, no reciba la atención merecida. Mientras más tiempo pasa, más cala su autenticidad, más duele su olvido. Toca a los archivos fílmicos, hacer emerger aquellos 31 minutos, en blanco y negro. Ninguna mejor ocasión que este año en que se conmemora el centenario del natalicio de Soler.
Primera obra de ficción de los Estudios Cinematográficos del ICRT en Oriente, El sastre fue capaz de aprehender aquel miedo que inundaba el aire de Santiago afines de los 50 del pasado siglo. El joven revolucionario Carlos Espinosa es interpretado por Jorge Luis Colomé, quien bordó el personaje a partir de su propia experiencia, incluso de haber visto asesinar a un revolucionario en las calles santiagueras; mas fue el tono chaplinesco asumido por Raúl Pomares, el corolario de la pieza.
Quien ve el gato que cruza la calle y el susto que provoca, quien se fija como Kiko-Pomares cruza los dedos con la cinta métrica en alto; quien se asoma a la escena final, donde los sicarios tocan a su puerta, no pueden menos que concordar con las apreciaciones de la escritora Aida Bahr: “Decía que Jorge había aprovechado muy bien las posibilidades de la historia, le gustaba la manera en que había manejado incidencias (…) los diálogos, los pequeños detalles; que había logrado captar en los personajes, la manera de ser del santiaguero”. [2]
De la pantalla, vuelvo a la letra impresa, a la entrevista. La pregunta sobre su novela más conocida, traducida a esas alturas a muchas lenguas, se presentaba inevitable. Empero, susinceridad me desconcertó: “En Bertillón 166 hay muchas vivencias: el negro comunista es el único miembro del M-26-7 que conocía bien (Juan Ramón Carbonell) aunque en realidad es blanco. Espinosa era ayudante de carrero en la Coca-Cola, Raquel y Rolando trabajaban en la llamada ‘Compañía Cubana de Aviación’, el sastre Kiko también existió, claro un poco disfrazado”. [3]
Así diría a aquellas estudiantes que le preguntaron sobre su obra. Así pusieron en su examen. Así… las desaprobaron.
Y hemos de ver a nuestro Quijote, echar una camisa a sus carnes pocas, irse agrandes zancadas a aquella escuela, a desfacer el entuerto. Era ya un clásico vivo de nuestras letras. La maestra lo recibió con una reverencia, pero enseguida dio paso al asombro, ante el inusitado pedido del escritor:
–Profesora, tengo toda la culpa… suspéndame a mí.
Ese era Soler.
Notas