Violencia contra mujeres y niñas. Detrás de los golpes
Tras muchos años de ausencia en el debate público, la violencia de género ha ido ganando espacio en Cuba, sobre todo en el ámbito académico y, también en alguna medida, en los medios de comunicación.
Sin embargo, especialistas en el tema en el país coinciden en señalar que aún queda mucho por investigar y publicar, no solo en cantidad, sino también en contenidos necesarios. El problema aparece aún, intermitentemente, en las agendas mediáticas y las públicas.
La violencia de género comenzó a tratarse de forma muy incipiente en la pasada década del 90, cuando empezaron a divulgarse los primeros resultados de investigaciones académicas que iniciaban el camino para explorar y visibilizar ese fenómeno poco reconocido entonces en la sociedad cubana.
A veces el mensaje ha sido más eficaz, y otras, apenas nombra el fenómeno, sin un análisis o explicación que argumente y se adentre en elementos culturales, de políticas, estadísticas o investigaciones, de manera que entendamos cabalmente lo que nos pasa y cómo debemos actuar.
Primero hay que tener claro que la violencia de género es la violencia del patriarcado como sistema de dominación, como señala la investigadora y socióloga cubana Clotilde Proveyer Cervantes. “La violencia de género tiene género y es masculino, porque se ejerce para legitimar y defender el poder y el dominio patriarcal”, explica.
Su blanco principal son las mujeres y las niñas, pero se ejerce contra personas y posturas que se identifican con la construcción cultural femenina. Por eso es más preciso nombrarla como “violencia sexista, violencia machista o violencia masculina”.
Ocurre, además, en todos los escenarios de la vida, privados y públicos: la pareja, la casa, la familia, la calle, el trabajo, la escuela y múltiples espacios de la sociedad. Tampoco se restringe a un grupo específico, determinado nivel cultural, educacional o económico. Cualquiera que ejerza el poder, desde una postura patriarcal, la produce y reproduce.
Se sostiene en imaginarios, preceptos, mitos, creencias y modos en que se perpetúa estructuralmente el patriarcado, por lo que llega a naturalizarse y apenas, muchas veces, logra percibirse ni siquiera por las personas que la padecen.
La más visible es la violencia física, con golpes, empujones, palizas y hasta la muerte. La menos evidente es la sicológica, con amenazas, gritos, insultos, controles, ignorancia, limitación del contacto con familiares y amistades, chantajes, coacción y silencios. Pero también se suman a la lista la violencia sexual, la económica, la simbólica, la patrimonial y otras variantes.
En Cuba, cerca de 30 mujeres de cada cien declararon haber recibido algún tipo de violencia física, sicológica, sexual o económica durante los últimos 12 meses al momento de ser entrevistadas, de acuerdo con la Encuesta sobre igualdad de género, levantada en 2016 por el Centro de Estudios de la Mujer de la Federación de Mujeres Cubanas y la Oficina Nacional de Estadísticas e Información. Pero esa proporción de 27,9 por ciento se eleva a 40,5 por ciento si el periodo se abre a “algún momento de su vida”.
Como otros estudios realizados en el país, la encuesta identifica como forma de agresión más declarada la sicológica y, en menor medida, actos de violencia física, sexual y también económica, como no dejarlas trabajar, privarlas de objetos y bienes, controlarlas, quitarles o negarles el dinero.
Puede que, a golpe de vista, no tengamos la misma situación de otros países de la región. Pero también nos pasa, a nuestra escala, aun cuando nos falten datos para confirmar la magnitud —bastaría tener en las estadísticas una sola mujer maltratada, y tenemos muchas más— de un problema social, de salud y de derechos que tenemos que atender.
A nivel político, hay un reconocimiento y una voluntad manifiesta de atender el problema, recogidas de alguna forma en los acuerdos de la Conferencia del Partido Comunista de Cuba y el proyecto de Constitución.
Pero socialmente no podemos seguir aceptando la violencia machista como algo normal y natural. Hace falta que se desarticule, definitivamente, ese discurso tan arraigado en la vida cotidiana de que “a ella le gusta que le den” o “vaya tranquila, arréglese con él, señora, que al final ese es su marido y él la quiere”.
Nos toca un papel más serio y activo en desmontar mitos y falsas creencias que apuntalan el machismo, el poder hegemónico masculino y la estimación de las mujeres —sean esposas, madres, hijas, hermanas o amigas— como un objeto de propiedad, todavía vigente, más de lo que quisiéramos, en el imaginario social de hombres y mujeres.
El tema sigue emergiendo de forma coyuntural, muchas veces durante los 16 días de activismo por la NO Violencia. Sacar la violencia del silencio ha sido un primer paso, pero no basta con nombrar y mostrar lo que muchas personas creen que no existe, lo que no reconocen, lo que no ven. Se necesita un sistema integral que aborde el problema, que abarque la prevención y también la atención y acompañamiento a las sobrevivientes sin ser revictimizadas; que imponga autoridad frente al abuso y conciencia ante su tolerancia, que genere confianza entre las personas dañadas y necesitadas de apoyo.
Hacen falta normas jurídicas más precisas y abarcadoras en prevención, sanción y reparación, como también profesionales que conozcan mejor el problema y puedan actuar en consecuencia desde disciplinas como el Derecho, la Medicina, la Educación, el Trabajo Social o desde las instituciones de control social. Un movimiento que verdaderamente genere conciencia ciudadana, ayude a construir relaciones más equitativas y una vida sin violencia machista, mucho más feliz.
Buenísimo, hace falta comenzar esta tarea desde la escuela, educar a nuestras niñas, futuras madres, ya que las mujeres en muchos casos son tan machistas como los hombres, recuerdo a mi madre sacando de la cocina a mi hijo, que le gusta cocinar, y le decía: “salte de la cocina, este es un lugar para mujeres” y así en todos los quehaceres con los cuales nos identifica histŕicamente el patriarcado