200 años de la Doctrina Monroe: historia y presente (II)
En la segunda mitad del siglo XIX, el ideal bolivariano tendría en José Martí, el Apóstol de la independencia de Cuba, a uno de sus discípulos más brillantes, quien pudo ver como nadie en las entrañas del monstruo y alertar de sus peligros para la independencia de Nuestra América y el propio equilibrio del mundo. Fue entonces a él a quien correspondió enfrentar el monroísmo en la etapa en que Estados Unidos daba sus primeros pasos de transición a la fase imperialista y cuando la doctrina Monroe se modernizaba a través del Panamericanismo, que propugnaba la unidad continental bajo el eje dominante de Washington desde la narrativa del llamado Destino Manifiesto, una tesis de supuesta raíz bíblica, que afirmaba que la voluntad divina concedía a la nación estadounidense derecho de controlar la totalidad del continente. Estados Unidos buscaba la supremacía hemisférica en los foros e instrumentos jurídicos internacionales y con ello la institucionalización de los postulados de la Doctrina Monroe.
A través de sus crónicas y artículos, en más de una veintena de periódicos hispanoamericanos, José Martí desarrolló una intensa labor antiimperialista para derrotar las tesis de la moneda única, del arbitraje y unión aduanera, que promovía el secretario de Estado de Estados Unidos, James Blaine, en la Conferencia Internacional Americana celebrada en Washington entre 1889 y 1890. Así lo haría también en la Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América en 1891, donde participó activamente como Cónsul de Uruguay.
“Con una visión de largo alcance Martí había visto el peligro mayor que para Cuba y los países americanos, representaban los voraces apetitos imperiales de Washington”.
“Jamás hubo en América, de la independencia acá —advertía Martí—, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominios en América, hacen a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa, y cerrar tratos con el resto del mundo.
De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia”.[1]
Poco antes de caer en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895, en carta inconclusa a su amigo mexicano Manuel Mercado, Martí dejó testimonio de cuál había sido el sentido de su vida: impedir a tiempo, con la independencia de Cuba, que se extendieran por las Antillas los Estados Unidos y cayeran, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América.
Con una visión de largo alcance Martí había visto el peligro mayor que para Cuba y los países americanos, representaban los voraces apetitos imperiales de Washington y previó lo que podía ocurrir de no alcanzarse, en breve tiempo, la independencia de Cuba y Puerto Rico, donde él consideraba se hallaba el equilibrio del mundo.
“En 1898, con la intervención en el conflicto cubano-español, Estados Unidos convirtió a la isla de Cuba en la probeta de ensayo neocolonial en la región”.
“En el fiel de América están las Antillas —escribía Martí en un análisis que demuestra su conocimiento y visión de los intereses geopolíticos que se estaban moviendo en el escenario internacional—, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder, —mero fortín de la Roma americana—; y si libres —y dignas de serlo, por el orden de la libertad equitativa y trabajadora— serían en el continente, la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del norte, que en el desarrollo de su territorio por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles, hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo”.
Y unas líneas más adelante expresa: “Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son solo dos islas las que vamos a libertar”.[2]
En 1898, con la intervención en el conflicto cubano-español, Estados Unidos convirtió a la isla de Cuba en la probeta de ensayo neocolonial en la región, dando inicio a un período histórico caracterizado por la consumación y éxito de la doctrina Monroe, afianzando su dominio en el hemisferio occidental y desplazando de forma paulatina a las potencias rivales, en especial a Inglaterra. Además de Cuba y Puerto Rico, Washington garantizó el control del Istmo de Panamá, uno de los puntos geoestratégicos más importantes.
República Dominicana, Panamá, Guatemala, El Salvador, Cuba, Honduras, Nicaragua y Haití sufrieron, directamente, la política del Gran Garrote y el corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe con la intervención y ocupación territorial de los marines yanquis. En el caso de Cuba, el monroísmo adquirió connotación jurídica a través de la Enmienda Platt, apéndice a la Constitución de 1901, impuesto por la fuerza a los cubanos bajo la amenaza de ocupación militar permanente. La Enmienda Platt daba derecho a Estados Unidos a intervenir en Cuba cada vez que lo estimara conveniente y a arrendar territorios para el establecimiento de bases navales y carboneras, origen de la ilegal presencia estadounidense hasta nuestros días en la Bahía de Guantánamo. La Enmienda Platt no se concibió ni se impuso para la salvaguarda de Cuba ni de ningún interés cubano, sino como una expresión tangible de la Doctrina Monroe.
El sucesor de Roosevelt en la Casa Blanca, Willian Taft, a través de la diplomacia del dólar y las cañoneras, combinó la intervención militar con el control financiero y político yanqui, expandiendo y consolidando la dominación estadounidense en Centroamérica y el Caribe. “No está distante el día —señalaría sin pudor Taft— en que tres estrellas y tres franjas en tres puntos equidistantes delimiten nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. El hemisferio completo de hecho será nuestro en virtud de nuestra superioridad racial, como es ya nuestro moralmente”.[3]
Luego se sucedieron los gobiernos de Woodrow Wilson, Warren Harding, Calvin Coolidge, Herbert Hoover y Franklin D. Roosevelt, todos afianzaron de una forma u otra los postulados de la Doctrina Monroe, intimidando o interviniendo militarmente, cada vez que los requerimientos de su seguridad imperial en la región fueron amenazados. La Revolución Mexicana sufrió en esos años los embates del monroísmo, también Nicaragua de 1926 a 1933, cuando Augusto César Sandino encabezando un ejército popular enfrentó a los infantes de marina que habían invadido y ocupado el país. Las tropas estadounidenses fueron, finalmente, derrotadas y tuvieron que retirarse de la nación centroamericana el 3 de enero de 1933. Sin embargo, el gobierno de Franklin Delano Roosevelt, el mismo que había propugnado la engañifa de la política del Buen Vecino hacia América Latina y el Caribe, no quedó de brazos cruzados y conspiró contra Sandino hasta lograr se materializara su asesinato y se instaurara la dictadura de Anastasio Somoza, “un hijo de perra” —lo calificaba el propio Roosevelt— “pero nuestro hijo de perra”.
Notas:
[1] José Martí, “Congreso Internacional de Washington, su historia, sus elementos y sus tendencias.”, Obras Completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 6, p. 46.
[2] José Martí, “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, Obras Completas, Editorial Nacional de Cuba, La Habana. t. 3, p.142.
[3] Citado por Juan Nicolás Padrón en: “La guerra de Estados Unidos contra Cuba en la república neocolonial (II)”, La Jiribilla, 3 de agosto de 2022.