Al mensaje de William McKinley al Congreso el 5 de diciembre de 1899, sucedió una gran campaña alrededor de las acciones de Estados Unidos en los sectores de salud pública y educación, para fortalecer la corriente de simpatía dentro de la Isla. Pero tanto los oficiales del ejército interventor como el general Leonard Wood, médico de cabecera de McKinley y su delegado en Cuba, desde diciembre de 1899, aseguraban que la bandera estadounidense no sería arriada.

Pese a las presiones de Wood en La Habana, durante la elección de los ayuntamientos municipales quedó confirmado que la inmensa mayoría del pueblo cubano aspiraba a la verdadera independencia. La discusión en torno a este tema alcanzó el punto clímax en la primavera de 1900, cuando salió a flote un caso de corrupción que involucró al cuerpo de funcionarios estadounidenses que administraba el correo postal de Cuba, en cuya oficina de La Habana se descubrió un desfalco de más de cien mil dólares. El escándalo se convirtió en noticia; un titular del Social Democratic Herald de Chicago ilustra la matriz de opinión: “Saqueadores republicanos en Cuba” (Foner, 1978: 217, vol. II).

En el Congreso el senador demócrata Augustus O. Bacon demandó investigar el caso de malversación en La Habana, que consideró consecuencia directa de dilatar la salida del contingente interventor en la Mayor de las Antillas. De acuerdo con su juicio, la única razón justa para que Estados Unidos ejerciera su autoridad sobre Cuba, era llevar a vías de hecho los términos de la Resolución Conjunta; pero la paz reinaba desde hacía casi dos años y no se acababa de constituir Gobierno: “¿Por qué toda esta demora? ¿Acaso no se hace para posibilitar la anexión de Cuba, a pesar del compromiso establecido en la Enmienda Teller?” —preguntó antes de exigir la retirada inmediata de los militares (Foner, t. II, 1978: 218).

Durante la elección de los ayuntamientos municipales quedó confirmado que la inmensa mayoría del pueblo cubano aspiraba a la verdadera independencia. Imagen: Tomada de Trabajadores

La discusión subió de tono porque los sectores antiexpansionistas expresaban en sus declaraciones que el advenimiento de un imperio conduciría al despotismo a lo interno de Estados Unidos, idea que incluyó la dirigencia del Partido Demócrata dos meses después en el programa político presentado en su Convención Nacional.

La Administración McKinley estaba decidida a sortear cualquier obstáculo a sus propósitos. En el plan elaborado por la Inteligencia naval para proteger el canal del Istmo de Centroamérica se incluyó preservar Cuba, pues los analistas consideraron que para ejercer el control del Paso de los Vientos necesitaban una estación carbonera en Corinaso Point, a la entrada de la bahía de Guantánamo. ¿Qué hacer? Convencidos de que resultaba imposible consumar la anexión —Cuba no era Hawái, Filipinas ni Puerto Rico—, empezaron a pensar en una especie de protectorado con lazos económicos, jurídicos y políticos que la dejaran a los pies de Estados Unidos, o sea, comenzaron a tejer las redes para convertirla en neocolonia.       

Poco después, el 1.º de junio de 1900, el presidente del Subcomité de Asuntos Cubanos del Senado, Oliver H. Platt, le escribió al general Wood. Estaba preocupado porque los escándalos en La Habana y la guerra en Filipinas extendían el descontento contra la política colonial de la administración y el Congreso podía exigir la salida de Cuba o convertir el tema en un asunto clave en las presidenciales de noviembre. No les quedaba otra salida que cumplir la Resolución Conjunta, pero debían hacerlo con inteligencia: “Será necesario asegurar unas relaciones con el nuevo gobierno, que salvaguarden y protejan no solo los intereses de Cuba, sino, además, nuestros propios intereses” —acotó Platt (Foner, t. II, 1978: 219).

Tres semanas después, el 19 de junio de 1900, el Partido Republicano relanzó la candidatura a la Casa Blanca de William McKinley en su Convención Nacional. Como compañero de fórmula presentó a Theodore Roosevelt, estrella mediática de la campaña en Cuba, sobre quien el reconocido antimperialista y profesor de Filosofía en Harvard, William James, advirtió: “Habla con excesiva efusión sobre la guerra, como si fuera la condición ideal de la sociedad humana” (Zinn, 2004: 216).

El 5 de julio el general Wood fue convocado a Washington. A su llegada la prensa especuló sobre los planes que concertaría la Administración McKinley sobre el futuro de los asuntos en Cuba. Pese a la presión de los periodistas, la reserva de quienes definirían los destinos de Cuba parecía absoluta; de repente, funcionarios de menor rango “filtraron” a los medios que se proyectaba imponer a la Isla limitaciones para contraer deudas y compromisos políticos internacionales.

En La Habana la noticia generó estupefacción. No se sabía hasta qué punto era exacta, ni si McKinley apoyaba la idea; pero bastaba que hubiese salido a la luz pública para contrarrestarla y desde el periódico La Discusión, cuyo editor jefe era Juan Gualberto Gómez, se decidió atacar en un artículo fechado el 23 de julio. “¿Puede decirse que la nación cubana sería independiente y soberana, si para tratar con las demás naciones tuviera que hacerlo por el conducto de los Estados Unidos? ¿Si no pudiera contraer empréstitos sin el beneplácito del Gobierno yanqui; si este le prohibiera sostener el ejército y fomentar la marina de guerra que considerara necesarios para su seguridad y defensa?” (Martínez, 1929: 162, t. 1).    

Con Wood de vuelta en La Habana, 48 horas más tarde la Gaceta Oficial convocó a la Convención Constituyente: 31 delegados serían elegidos el tercer sábado de septiembre; aunque las sesiones no comenzarían hasta el 5 de noviembre, víspera de las presidenciales norteamericanas, pues McKinley indicó mantener las cosas tranquilas hasta después de los comicios. La misma orden se encargó de romper el hechizo: los delegados redactarían y adoptarían la Constitución y, como parte de ella, acordarían con Estados Unidos el alcance de las relaciones bilaterales. Dos absurdos saltaron a la vista: de acuerdo con la práctica internacional, luego de redactada la Carta Magna era el pueblo quien la aprobaba, y las relaciones con otra nación deberían ser fijadas por el Gobierno del Estado a constituir, sin contar que como consecuencia de este condicionamiento la política exterior cubana tendría que ser sometida a aprobación de la Casa Blanca.

“Fue tal el descontento que se habló de no concurrir a las urnas. Los periódicos de acento cubano atribuyeron la que denominaron `cláusula sospechosa´ a la perfidia de Wood y a insondables designios de McKinley”.

Ese 25 de julio en La Discusión Juan Gualberto Gómez denunció la maniobra: “Hay mucho que acordar y pactar con los Estados Unidos, pero estos asuntos no son, por su índole, de carácter constitucional y, por lo tanto, no tienen cabida en la Carta Fundamental que para nuestro pueblo se redacte” (Martínez, 1929: 164, t. I).  

Fue tal el descontento que se habló de no concurrir a las urnas. Los periódicos de acento cubano atribuyeron la que denominaron “cláusula sospechosa” a la perfidia de Wood y a insondables designios de McKinley; sin embargo, se llegó a la conclusión de que no era esencial, pues “[…] la Constituyente haría en ese aspecto lo que patrióticamente se le antojare” (Márquez, 1941: 71, t. II). El Gobierno militar, por su parte, redobló la campaña para comprar voluntades y generar división en las filas revolucionarias. Wood se lanzó a la calle para promover personalmente a los candidatos anexionistas y se hizo acompañar de dos defensores del protectorado: el autonomista Diego Tamayo y Perfecto Lacoste, quien ya entonces presidía el Círculo de Hacendados. Otro artículo de La Discusión reveló los métodos:

Como el embajador romano ante Cartago, él, Mr. Wood, lleva ante los pueblos y gobiernos […] “la paz o la guerra”. Al que acepte sus candidatos; al que acceda a sus deseos; al que comparta sus intentos y coopere a sus planes, le ofrece paz… y ferrocarriles, hospitales, etc. Al que se oponga osadamente; al que niegue su concurso o escatime su complicidad, le declara la guerra… traducida en una destitución en forma de renuncia obligatoria por enfermo. (Martínez, 1929: 171, t. 1).

El capitán de navío Lucien Young reveló los propósitos velados al abogado Horatio S. Rubens, amigo de Martí y asesor del Gobierno militar de Estados Unidos en Cuba: “Vine en uso de licencia y antes de irme de La Habana, entendía, como era lógico, que había la intención —a mí juicio— de entregar la isla a un Gobierno cubano o pulsar su manera de pensar sobre la anexión” (Rubens, 1956: 376).

“Los revolucionarios más radicales creyeron llegado el momento de lanzarse a la calle. Por doquier se escuchaba una frase lacerante:`Donde se iza la bandera americana una vez, jamás se arría´”.

Era esta una idea fija entre influyentes políticos de Washington: el 11 de septiembre, Whitelaw Reid, íntimo de McKinley y uno de los tres plenipotenciarios de Estados Unidos a la rúbrica del Tratado de París, escribió una carta reveladora al general James H. Wilson, jefe del Departamento Militar de Matanzas: “Setenta y cinco años de nuestra diplomacia en este tema, se han dirigido inalterables hacia una cosa: la absoluta necesidad de controlar a Cuba para nuestra propia defensa”. Haber renunciado a su anexión mediante la Enmienda Teller constituye “un grave error, algo solo posible en un momento de histeria nacional, y tan poco probable de ser cumplida al pie de la letra, como lo fue la promesa de Gladstone veinticinco años antes de dejar Egipto” (Pérez Jr., 2014: 135). Dos semanas después, el senador republicano Albert Beveridge se pronunció al respecto en un acto de campaña:

Cuba es una simple extensión de nuestra línea de costa en el Atlántico […] una prolongación de la península de La Florida. Cuba debe ser americana, es el máximo ejemplo de destino manifiesto en la historia. La geografía la hace americana […]. Ninguna isla tan pequeña mantuvo jamás una existencia separada, junto a un país tan grande y un gobierno tan poderoso (Pérez Jr., 2014: 48-49).

Electos los delegados, la Constituyente se instauró el 5 de noviembre de 1900 en el teatro Martí: “Será vuestro deber, en primer término, redactar y adoptar una constitución para Cuba y, una vez terminada esta, formular cuáles deben ser, a vuestro juicio, las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos” —dijo Wood ante una multitud que no cabía en aquel local escogido para que sesionara la Asamblea. Y puntualizó: “Cuando hayáis formulado las relaciones que, a vuestro juicio, deben existir entre Cuba y los Estados Unidos, el Gobierno de los Estados Unidos adoptará, sin duda alguna, las medidas que conduzcan, por su parte, a un acuerdo final y autorizado entre los pueblos de ambos países a fin de promover el fomento de sus intereses comunes” (Martínez, 1929: 187). O sea, McKinley se arrogaba el derecho a tomar la decisión final respecto a los términos de las relaciones bilaterales.

Compelido por el descontento con la “cláusula sospechosa”, Wood explicó que las relaciones con Estados Unidos podrían quedar como un cuerpo aparte a la Carta Magna; pero Washington no iba a variar su dictado: se debatía el proyecto cuando el 11 de enero de 1901 el secretario de la Guerra, Elihu Root, sugirió al Departamento de Estado considerar la conveniencia de incorporar en la ley fundamental de Cuba cuatro disposiciones que contemplaran: 1) derecho de Estados Unidos a intervenir en Cuba si lo estimaba necesario; 2) incapacitar al Gobierno cubano para celebrar tratados con otra potencia sin el consentimiento estadounidense; 3) adquirir títulos de tierras para estaciones carboneras; 4) sancionar todos los actos del Gobierno militar y todos sus derechos adquiridos. Root propuso estudiar el diseño de Gran Bretaña para mantener su derecho de intervención una vez que se retirara de Egipto. Es importante “llegar a conclusiones concretas en cuanto al alcance y la repercusión que podría tener la reservación de un derecho de intervención en Cuba”, apuntó (Foner, 1978: 242-243, t. II).

Electos los delegados, la Constituyente se instauró el 5 de noviembre de 1900 en el teatro Martí. Imagen: Tomada de Cubadebate

El 9 de febrero Root le indicó al general Wood llevar a los delegados reunidos en el teatro Martí un documento que tituló: “Opiniones del departamento ejecutivo del Gobierno de los Estados Unidos sobre las prescripciones que debe contener la Constitución cubana referente a las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos”. Precedido de una larga fundamentación en la que se adujeron las razones históricas, morales y prácticas por las que Estados Unidos se consideraba con el derecho de regir los destinos de Cuba; luego puntualizó cinco preceptos a establecer en la Carta Magna: el Gobierno cubano no podría celebrar tratados con potencias extranjeras sin consentimiento de Estados Unidos, ni contraer deudas que excedieran la renta ordinaria de la Isla; Estados Unidos se reservaba el derecho de intervenir para conservar la independencia del país y garantizar un Gobierno estable; todos los actos y derechos adquiridos durante la ocupación se mantendrían vigentes; y a fin de facilitar su defensa, Estados Unidos podría adquirir y poseer el título de terrenos para establecer estaciones navales. Para no dejar margen alguno de duda, Root declaró que era esta la posición del ejecutivo y que el Congreso se pronunciaría al respecto (Root, 1901: 385-389).

Parecía concluida la obra legislativa —el 21 de febrero de 1901 se refrendó en la Asamblea la letra de la Constitución—, cuando los constituyentes se vieron forzados a transitar un azaroso curso impuesto con la mayor rigidez desde Washington. Con el documento advirtieron que el asunto era más grave de lo que suponían. Antonio Bravo Correoso, delegado por Santiago de Cuba, dejó testimonio de la reacción entre ellos: “Nuestro asombro no tuvo límites. ¿Qué hacer? ¿Prestarnos a esas sugerencias del extranjero? ¿Restringir nuestra soberanía que acabábamos de consignar en nuestra Constitución? […]. Nuestro patriotismo nos llevaba a repudiar esas condicionales” (Bravo, 1928: 83). De todos modos, conservaron cierta esperanza en que el Congreso se pronunciara contra los planes de la Casa Blanca.

Los revolucionarios más radicales creyeron llegado el momento de lanzarse a la calle. Por doquier se escuchaba una frase lacerante: “Donde se iza la bandera americana una vez, jamás se arría”, máxima que mucho tenía que ver con las expresiones de la oficialidad yanqui destacada en la Isla. Root estaba ansioso. Vivía con la aprensión de que, al levantarse, el periódico de la mañana “pudiera decir que las tropas americanas se hallaban combatiendo a los cubanos”, como ocurrió en Filipinas (Rubens, 1956: 362 y 375). Y la Administración aceleró la marcha…  

Bibliografía:

Foner, Philip S. (1978): La guerra hispano-cubano-norteamericana y el surgimiento del imperialismo yanqui, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.

Martínez Ortiz, Rafael (1929): Cuba: los primeros años de independencia, París, Editorial Le Livre Libre.

Márquez Sterling, Manuel (1941): Proceso histórico de la Enmienda Platt, La Habana, Imprenta “El Siglo XX”, t. II.   

Pérez Jr., Louis A. (2014): Cuba en el imaginario de los Estados Unidos, La Habana, 2006.

Root, Elihu (1901): “Opiniones del departamento ejecutivo del Gobierno de los Estados Unidos sobre las prescripciones que debe contener la Constitución cubana referente a las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos”, en Emilio Roig de Leuchsenring: Historia de la Enmienda Platt, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1973.

Rubens, Horatio S. (1956): Libertad. Cuba y su Apóstol, La Habana, La Rosa Blanca.

Zinn, Howard (2004): La otra historia de Estados Unidos, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.

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