I parte

Dentro de la pujanza indiscutible que posee la cultura cubana se encuentra la música. Siempre ha sido un tema de polémica y hasta de asombro cuando, ya sea en encuentros académicos o en alguna reunión familiar, salta la comparación entre población total y tamaño de nuestro archipiélago con la musicalidad que poseemos como cubanos, y la cantidad de músicos que ha dado esta tierra. Y sí, es una ecuación casi mística el hecho, como también lo es aquel dicho popular de que quien no tiene de congo, tiene de carabalí, en clara alusión al deporte. Somos un país muy reconocido culturalmente por la música, y deportivamente por el baseball.

Pero cuando nos referimos a música, el concepto puede ser inclusivo para algunos o elitista para otros. ¿Qué zonas conocemos más? ¿Qué parte consumimos más, y cuál tiene más y mejor difusión?

Y esa es una realidad que ha estado en medio de un vendaval de críticas o ponderaciones y que en muy contadas ocasiones ha llegado a consenso feliz.

Cuando menciono una parte de la música, de forma segmentada obviamente, debemos abrazar la idea de los disímiles géneros locales y universales que tuvieron un origen por decantación y necesidades propias de comunidades en siglos anteriores, o en años recientes. También debemos adicionar otros que, de forma bastante inducida, se publicitan por el mass media sin ser precisamente orgánicos o representativos de grandes públicos, sobre todo durante la reapropiación cultural hegemónica después de la Segunda Guerra Mundial. Lógicamente, no podemos afirmar que todo el caudal musical heredado de antiguas culturas fue espontáneo, o fruto de accidentales procesos. No. En los diversos choques interculturales primó la rama más fuerte y, por lógica, también fomentaban y condicionaban el consumo de la cultura dominante.

“En nuestro país la música ha significado el sustento espiritual y real de muchas generaciones”. Imagen: Tomada de El Universal

¿Sería entonces arriesgado afirmar que Beethoven fue producto de una coyuntura paradójica o de eventos subjetivos que propiciaron su atormentada obra creativa? Sí, claramente. Y gracias a un sistema de jerarquización social con basamento en la solvencia y códigos aristocráticos pudo —como casi todos sus antecesores, contemporáneos y sucesores— subsistir y moldear su arte en ese sentido.

Ahora bien, ¿qué diferencia una época de otra? ¿Cómo pudiéramos entonces atemperarlas en un pequeño archipiélago caribeño en cuanto a esa subjetivización del arte y sus derivaciones?

En nuestro país la música ha significado el sustento espiritual y real de muchas generaciones que, diferenciadas por antagónicos estratos sociales, han transitado con sacrificio y talento por esos peligrosos caminos.

Durante mucho tiempo, la llamada cultura popular estuvo desplazada a lugares de baja promoción o de dudosa legitimidad, según, claro está, el concepto alfa dominante de años anteriores que segregaba por la conformación étnica y económica. De una parte nacían de forma empírica géneros e instrumentos que nos diferenciaban como cultura, y de la otra se complejizaba el estudio y acceso a un conocimiento que, años mas tarde, sería una de las más profundas simbiosis de todo el planeta. Ya lo definiría Guillén en su obra cuando simbolizaba su todo mezclado con la amplísima fuerza de esos cauces cimarrones, caribeños, españoles o chinos. Nuestra música se convertiría en un oasis policromático continental que muy pocos países podían ufanarse de poseer, y reafirmaba la idea o la duda de cómo había sido posible el milagro, siendo, increíblemente, una pequeña porción de tierra rodeada de agua.

“Siempre ha sido un tema de polémica y hasta de asombro cuando, ya sea en encuentros académicos o en alguna reunión familiar, salta la comparación entre población total y tamaño de nuestro archipiélago con la musicalidad que poseemos como cubanos”.

Los procesos de identificación personal o grupal en temáticas musicales en nuestro país han sido muy similares a otros que se han sucedido en la historia del género de forma universal. Es decir, clases sociales antagónicas, músicos de formación académica o empírica, incomprensiones, plagios, simbiosis, y todo ello hasta alcanzar una posterior y sólida identidad cultural. Si hiciéramos un ejercicio en una clase de Historia de la Música, podemos colocar en determinados momentos en una línea temporal a varios exponentes que, teniendo en cuenta similitudes diversas y hasta conceptos aleatorios, y nos sorprenderíamos de esa hipotética —pero no totalmente alocada— comparación.

Pudiéramos constatar desde elementos como la manipulación, el gusto inducido, el talento, la originalidad, la inclusión de temáticas nacionalistas, triunfalistas y hasta oportunistas en diversas obras, ya fueran por encargo de terceros o por mero coqueteo personal para con un determinado momento histórico.

En el plano cubano también tuvimos muy de cerca a las escuelas pianísticas rusa y polaca, influencias de los nacionalistas noruegos y de maestros del dodecafonismo como el austriaco Schönberg. Pero negarle su peso al plenista puertorriqueño o al tamborero dominicano, sería un fiasco enorme. Tampoco debemos olvidar al campesino que en oriente construía una marímbula ni a quienes en occidente sacaban sonido del machete o la cuchara.

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