Alguna vez fuimos ganados para un debate donde el centro de nuestras críticas eran las dinámicas de funcionamiento de las instituciones culturales; de ahí derivamos hacia intercambios sobre las numerosas disfunciones sociales que nos han acompañado en el ya largo proceso de construcción de una sociedad basada, sobre todo, en la justicia social, la soberanía y la igualdad de oportunidades.

Avanzábamos; los caminos para la producción y promoción de la cultura eran expeditos, sobre todo después de que, en el V Congreso de la Uneac, en 1993, Fidel emitiera su ya clásica sentencia de que la cultura es lo primero que tenemos que salvar, relanzada luego en el 2000 con sus programas sobre la “masificación” de la cultura. El uso del verbo “salvar” referido a la cultura cobraba rica connotación si lo encadenamos con que la principal consigna en aquellos difíciles años, de derrumbe de todo, fuera “salvar la Patria, la Revolución y el Socialismo”.

Debatir con espíritu crítico contenía propósitos de crecimiento, de hacer cada vez más expeditas las bondades de un sistema institucional concebido para que el país funcionara con orden. En los días que corren, signados y catalizados por la agresividad imperial, el boom mediático antizquierdista y las disfunciones estructurales de nuestra economía —que pasan costosa y constante factura— el perfil de los debates ha evolucionado con dolorosa celeridad hacia la devaluación de las instituciones en pos de desmontar las bases del sistema político social con que venimos operando desde que decidiéramos que el destino del país debía estar irreversiblemente ligado a la lógica socialista.

“Debatir con espíritu crítico contenía propósitos de crecimiento, de hacer cada vez más expeditas las bondades de un sistema institucional concebido para que el país funcionara con orden”.

La historia de nuestros debates en foros culturales es diversa y variopinta. No olvido lo decepcionante de dos congresos de la Uneac (en el 2008 de manera incipiente; en el 2014 con ímpetu arrollador) donde lo más que afloró fueron intereses gerenciales, paralelos a las instituciones de algunos artistas empeñados en hacer que coincidieran —en la demoledora dinámica del mercado— sus ofertas artísticas con la obtención de plusvalías.

Desde entonces hasta hoy no son pocos los que aspiran a funcionar como si cada proyecto fuera una industria cultural independiente, con ellos como empresarios de nuevo tipo. Se subvierte y devalúa así el sentido de que existan instituciones, sujetas al presupuesto estatal y los reglamentos para su uso. Es una tendencia dialógica que no ha parado de crecer y exhibe ya ejemplos a tomar en cuenta, aunque en los dos últimos congresos de la Uneac las intervenciones de carácter general recuperaron en alguna medida su espíritu constructivo.

No es por gusto que, en el desarrollado mundo capitalista y otros rincones del mundo, las industrias culturales y los espacios de gestión se definen como estructuras que complementan a la creación, y solo en muy raras ocasiones el creador y el gerente coinciden en una misma figura. Y está claro que cuando esto ocurre, por lo general se trata de proyectos alternativos de precaria subsistencia. Muy pocos creadores devienen exitosos empresarios a partir de su arte, y por lo general, cuando sucede, lo empresarial nace como corolario de lo artístico.

Los lenguajes se bifurcan y se entremezclan en tóxica hibridez: ya no se dialoga, sino que se negocia; la obra se convierte en producto; se reducen las complejidades para complacer mercados espurios; se renuncia a la experimentación en aras de la moda, cobran relevancia la literatura masiva, con sus cuatro o cinco tópicos obligatorios, los seriales y la música chatarra para complacer hábitos de consumo.

“La nuestra es una sociedad que necesita, como ninguna otra, la constante renovación de ideas y procederes, el debate público, colegiar estrategias y que los acuerdos de esos debates se vinculen ágilmente con la operatividad estatal”.

No son pocos los que se enrolan como ofertantes en ese póker maléfico con el entusiasmo infantil del artista que se ve como empresario lúdicro y se envilece en su pequeño coto de autocomplacencia. Pero lo más curioso es que muchos de ellos se disfrazan de promotores que buscan también, con ralo oportunismo, su tajada en el presupuesto. Para eso piensan que sirven las instituciones. Que todo vale, hasta servirse de las arcas de las instituciones que declaran inútiles.

Están en pugna en nuestro país dos fuentes de capital: las mermadas del estado, que se compromete con el funcionamiento de los grandes proyectos: la salud, la educación, la gran industria; la cultura, contra el floreciente capital de las MiPymes, dadas a cubrir, con lógica de minifundio, el deprimido espacio de los bienes de consumo y los servicios. Lo material inmediato y urgente contra lo esencial de acción prolongada, materializado desde hace décadas esto último y, por costumbre, con apariencia social de normalidad silvestre.

La nuestra es una sociedad que necesita, como ninguna otra, la constante renovación de ideas y procederes, el debate público, colegiar estrategias y que los acuerdos de esos debates se vinculen ágilmente con la operatividad estatal. Para una y otra cosa deben servir nuestros foros y nuestros órganos administrativos. Hoy como nunca debe quedarnos clara esa ruta, porque lo otro sería caer mansamente en las manos implacables de las fuerzas que aspiran a retrotraernos a las manos caóticas y oportunistas de un mercado anárquico, destructor de la justicia que hemos alcanzado a construir.

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