La butaca del crítico

Amado del Pino
23/2/2017

Mi maestro Rine Leal lo definió muy bien, casi al final de su vida. Confesaba el agudo analista que, en varias décadas en el ejercicio del criterio sobre el arte de las tablas, muchas veces había envidiado a ese espectador que, simplemente, se levanta y se va cuando la obra lo aburre o no le satisface. Si el crítico teatral se marcha, en primer lugar ya está adelantando un criterio que, en pocas horas, se regará como pólvora por la ciudad teatral. Además, no podrá escribir, si es que se respeta, al menos un poco. Así que a poner a prueba la paciencia y aguardar hasta los aplausos finales.

Si partir se hace casi imposible, dormirse, o como dirían en mi tierra, “coger un repelón”, “dar un cabezazo”, es también peligroso. En ese caso suele voltearse alguien, cercano a los autores de la puesta, desde la fila delantera, y decirte a voz en cuello: “¡Fulano de tal!” como para dejar testimonio de que te sorprendieron en el brinco soñoliento. Recuerdo como una de las horas más largas de mi vida, una vez que asistí a un estreno fuera de La Habana, al que habíamos acudido especialmente invitados un grupo de especialistas. A la mañana siguiente mis brazos parecían haber sido víctimas de un combate con una gata o con una mujer celosa. Y no había nada de eso. Las uñas agresoras eran las mías que trataban de evitar el feo bostezo o el implacable cierre de los párpados.

Otro momento difícil para el crítico se localiza en los saludos finales, sobre todo en noches de estrenos. Dentro de la atmósfera de euforia y celebración resulta pedante ponerse a explicarle a un intérprete las fallas que observamos en la construcción de su personaje. Pero tampoco es del todo lícito repartir abrazos y felicitaciones a la misma persona que luego evaluaremos en las páginas del periódico o la revista.

Sucede que algunas veces no conocemos personalmente a un actor o actriz y cuando alguien nos lo va a presentar, nuestra memoria saca rápida cuenta: ¿En qué obra lo vi? ¿Qué dije de su trabajo? Suele ocurrir que la cara de nuestro interlocutor nos sirve de guía para el recuerdo. También suele pasar que por ser honesto en una crítica pierdes un amigo, o más bien te percatas de que nunca lo fue. Cuando de verdad hay afecto, los señalamientos pueden doler, pero no contaminan lo personal. Una gran actriz me decía en una ocasión: “Si siempre me dices que estoy brillante, te pierdo como referencia”. Por supuesto que aquel que lo encuentra todo bueno, por miedo o por quedar bien, a la larga deja de ser valorado y respetado.

Muchos creadores aseguran que no les importa lo que dice la crítica, pero la misma vehemencia que emplean en desconocerla sirve de prueba de la importancia que le confieren.

No es fácil estar en la butaca del crítico, sirviendo de intermediario entre la puesta en escena y sus espectadores; entre la prisa del presente y la búsqueda paciente de los que mañana tratarán de reconstruir temporadas e imaginar funciones o aplausos. A la larga debo volver a Rine y su relampagueante sarcasmo: “Los críticos son como las estrellas, inclinan pero no obligan”.

Publicado en el número 150 de La Jiribilla.