Ciudad, ha muerto César López. ¡Vive su gloria!

Jorge Ángel Hernández
7/4/2020

No por posible ―latente para los más cercanos―, es menos impactante la noticia: ha fallecido el poeta César López, este martes, 7 de abril de un 2020 de pandemia. Lo conocí en una lectura en un pueblo de Pinar del Río, a mediados de los años 80 del pasado siglo XX. Allí comenzó una amistad que, para mí, fue magisterio en un buen número de aristas, poéticas y de firme conducta en esa tiara de sucesos que rondan la vida literaria. Escribiría acerca de su obra en varias ocasiones. Su capacidad de revelar el absurdo y convertirlo en historia, trasciende la herencia de Virgilio Piñera, para buscar otras rutas con amplia dignidad, también herederas de Camus o Ionescu.

Primer Libro de la Ciudad. Fotos: Internet
 

Su poesía, la más celebrada por críticos, jurados y lectores, creó una saga mítica con la sucesión de los primeros tres Libros de la Ciudad. Partiendo de Santiago de Cuba, imbricó en ella el ámbito poético cubano y nos llamó a mirar todo el país, sobre todo por dentro. No nos llamaba a contemplar, sino a ser parte, a defender las conquistas que el humano merece. Silencio en voz de muerte, dedicado a su entrañable amigo Frank País, vilmente asesinado, era tan singular en su característica elegiaca, que sigue siendo raro en nuestras letras. Es aun impactante, sin embargo, y me alegra haber sido parte de la celebración que convocara la Asociación de Escritores de la UNEAC en el aniversario 50 de su publicación. Quiebra de la perfección es tan coherente con sus profanaciones/homenajes, que es también rara avis en nuestra poesía. Conozco toda su obra, libro a libro, y siempre es posible hallar sustancia nueva en ella. Será menester, por demás, seguir hallándola.

La singularidad, si es extrema y a toda costa en desafío, como la de la obra literaria que lega César López, también paga un peaje caro en los anales del juicio y el canon literario. Cuando los críticos, los estudiosos y analistas, distribuyen casillas, pedestales y alfombras, corre peligro aquella que, tal vez, ocuparía el poeta, el narrador, el crítico, siempre de este lado y solo. No lo escuché, jamás, quejarse de ello; sí arremeter contra aquellos que usaban la literatura para escalas de progreso social y cabildeos inmorales. Lo escuché, una y más de mil veces, acudir a un sinfín de referencias, que manejaba con gracia e ironía soberbia. Escuché de su voz, cada día más tramada en gutural sonido, anécdotas valiosas, invaluables, de cubana sustancia e ingobernable picardía, acerca de personas y hechos que hoy son mitos –o desván olvidado– en nuestras letras. Era cortés y entrañable al mismo tiempo. Satírico y afable en una misma frase. Abarcaba y sabía deslindar. Era estilete y probidad en solo un gesto. Tuve la dicha de apreciar esas virtudes en más de una ocasión sin que jamás, insisto, pretendiera recados por su don especial.

Segundo Libro de la Ciudad.

Su obra, singular como pocas, arrastra esas virtudes en sus frases, siempre a favor de una literatura que no separa del hombre su esencia creadora. Así regresa a la ciudad suprema a la que todos marchamos, tan singular como su obra, en este día de pandemia y excepciones que solamente el absurdo, medular, intrínseco en su narrativa, hubiera podido prevenir. Murió el poeta, Ciudad: ¡Vive su gloria!