Nicolás y Roberto
16/12/2020
Gracias al espacio Tiene el leopardo un abrigo, que auspicia la Fundación Nicolás Guillén y al cual he sido invitada, tengo la oportunidad de hablar de la relación de dos grandes poetas que se amaron hasta el fin de sus respectivas vidas. No fue este un amor exclusivo, como es natural. No voy a detenerme en relacionar los nombres de las y los poetas que visitaban mi casa, pero sí debo contar varias anécdotas que ilustran la admiración, el respeto, el cariño entre Nicolás Guillén y Roberto Fernández Retamar. Como en un viaje al revés, comienzo por el final.
En julio de 2019, el cuerpo de mi padre dejó escapar su alma. Tuve el terrible privilegio de verlo morir, y la inmensurable satisfacción de acompañarlo. Por razones que serían difíciles de explicar y que yo misma no acabo de comprender, en sus últimas semanas, Roberto (y digo su nombre en un intento por tomar distancia), me habló muchísimo, casi apresuradamente, presintiendo que me dejaba al pairo en un mundo que sin él, y ya desde un año antes también sin mi madre —su compañera de toda la vida—, me sería confuso, incluso hostil. En ningún momento desvarió. Su materia física se deterioraba sin remedio, pero su pensamiento absorbió toda la energía que emanaba del resto del cuerpo, hasta convertirse en una voz maravillosamente sobrenatural.
No solo me dijo como debía ser su último libro, Alternativas de Ariel. No se limitó a su obra personal, no redujo sus obsesivas maneras de trabajar hasta el mínimo detalle en su revista Casa de las Américas, sino que fue mucho más allá. Me confesó cosas innombrables, me contó pasajes de su vida nunca antes relatados, me dejó instrucciones que repetía una y otra vez, me cantó, me recitó, me rió, me acarició mientras musitaba un “gracias” que fingí no escuchar. En uno de esos momentos, sin que viniera al caso (aunque en Roberto todo era así, el caso lo ponía él), me dijo “Grábate esto: el mejor poeta de este país se llama Nicolás”. A continuación, me pidió que le alcanzara su ejemplar de El gran Zoo, y también su El diario que a diario. Estos pedidos alternaban con los de sus libros de Martí, su Dios, a quien jamás dejó de releer. No debe existir prueba mayor de admiración que esa, leerse poemas de Guillén, y situar su nombre como el mejor, el más grande, el más elevado de todos los poetas humanos en una tierra de poetas, sabiendo que la muerte acecha.
Sin embargo, no he sido convocada hoy para que diga públicamente que RFR admiraba rabiosamente a NG, sino para conversar acerca de la amistad entre ellos dos. Mucho escribió Roberto sobre Nicolás. Como él mismo dijera, “lo acribillé a ensayos”. Ya que sería tedioso repetir uno a uno esos textos, intentaré hacer un collage, que ilustre las múltiples reverencias que le rindió.
Cuando se le otorgó en 2001 el Premio Nicolás Guillén, por la Asociación de Amistad y Solidaridad Italia-Cuba en Piacenza, en una evocación que Roberto tituló “Sobre lo que ha sido Nicolás Guillén en mi vida”, contó sus primeros deslumbramientos hacia Nicolás, de la siguiente manera:
Si no los sobresalta mucho, diré que Guillén y yo nacimos en La Habana el mismo año: 1930. Aclaro que él nació entonces a la gran poesía, con la memorable aparición de sus Motivos de son; y yo, modestamente, a la vida, lo que él había hecho en 1902. Veintiocho años, pues, nos separaron, y fue lo único que nos separó. Cuando, en algún momento temprano de mi adolescencia, comencé a leerlo, con fervor que no desaparecería, ya él era autor de títulos capitales: Sóngorocosongo (1931), West Indies Ltd. (1934), Cantos para soldados y sones para turistas (1937), España. Poema en cuatro angustias y una esperanza (1937), e incluso de varios de los textos que incluiría en El son entero (1947). El primer volumen suyo que tuve y leí fue la antología Sóngorocosongo y otros poemas, la cual, teniendo como prólogo una carta de don Miguel de Unamuno, le publicó en La Habana, en 1942, el poeta-impresor español Manuel Altolaguirre, quien vivía entonces exiliado en Cuba, tras el final aciago de la Guerra Civil española. Aquel libro al que tanto agradezco me acompaña desde hace más de medio siglo. Él me permitió hacer algo infrecuente: en 1947, estando en mi último año de Bachillerato, presenté como trabajo de curso en literatura, gracias a la gentileza de la profesora que lo aceptó, un estudio sobre Guillén, quien no estaba entonces en el programa. El estudio, creo recordar, no valía mucho. Pero me llenó de orgullo haber vinculado al gran poeta, más allá de las convenciones, con mis faenas escolares. En Guillén admiraba ya (admiraría siempre) no solo su obra literaria, sino también la orientación de su vida, patente con altísima calidad en esa obra. Un par de años después, para conocerlo en persona, fui al periódico de los comunistas cubanos, Hoy, donde él trabajaba. Nicolás, según habría de llamarlo desde entonces, me recibió con la mayor cordialidad, como si yo no fuera un mozalbete que no había publicado todavía su primer verso, sino un escritor amigo de siempre. Eso seríamos en lo adelante.
Un año más tarde, en 2002, leyó en el Teatro Auditórium Amadeo Roldán, de La Habana, lo que había escrito para inaugurar la Gala Solemne organizada con motivo del centenario de Nicolás Guillén. De dicho texto, extraigo un fragmento:
Cuando cumplió 60 años, lo acribillé con ensayos y artículos. Entre ellos, acaso el menos perecedero sea El son de vuelo popular, en que hablé de la suya como una “poesía de la descolonización”, lo que sigo creyendo y tanta vigencia le da, por ser la descolonización cuestión vital. En los 70, le dediqué este soneto, editado varias veces, pero que no quiero dejar de traer aquí:
Cuando yo era muchacho, “Nicolás
Guillén” me era una música asombrosa,
Una voz algo pólvora, algo rosa,
Un rostro dibujado —y mucho más.
Luego fui grande —es un decir—, y las
Tareas de la historia, grave cosa,
Me concedieron la labor honrosa
De trabajar unido a Nicolás
—Libros, Crisis de Octubre, reuniones,
¡Tantas cosas vividas en común!—.
Hoy, tras 70 duras ilusiones,
Al entrañable Nicolás Bakongo
—Amigo fraternal, maestro— dejo un
Soneto donde el alma entera pongo.
Cuando en 1982 Guillén cumplió 80 años, su amigo Retamar publicó en la Gaceta de Cuba un texto titulado “Boceto y esperanza de una profecía”, que era una especie de crítica-ficción. Quizás sea este el ejemplo que prefiero dejar íntegro. No solo muestra las habilidades narrativas de su autor, (jamás entenderé el desdén que profesó hacia dicho género literario, dominándolo tan a la perfección), sino que deja al descubierto su capacidad de manejar el humor, característica que compartía con el propio Nicolás. Antes de citar dicho texto, permítaseme una anécdota muy personal. En algún momento de mi niñez, mi padre le contó a Guillén que en la escuela primaria me obligaban “a leer poemas de ese amigo tuyo, con el que siempre te ríes”, ante lo cual, cierta vez que Nicolás llamó a mi casa y yo respondí el teléfono, me soltó a bocajarro “Laidi… ¿todavía no me sabes?”. Como se comprenderá, enmudecí. A continuación, me pidió hablar con Roberto. Recuerdo que fui corriendo a su estudio y le dije “Papá, te llama Nicolás”. Debo aclarar que en esos momentos en casa solo teníamos un aparato telefónico, de modo que no era posible escuchar ninguna conversación. Mi papá contestó, mientras yo lo observaba con atención.
—¿Qué dice el mejor poeta vivo de la Lengua Española?— dijo Roberto para, al cabo de unos segundos, luego de escuchar la respuesta de Nicolás, estallar en una carcajada de esas imposibles de olvidar. Insistentemente, yo le preguntaba a mi padre: “¿qué dijo? ¿qué fue? ¿por qué te ríes así?”, hasta el punto en que él cubrió el auricular del aparato para responderme (y lograr que lo dejara en paz, para poder hablar con su amigo):
—Me ha dicho: “Ay flaco, no juegues con lo que tú sabes que es verdad”.
Leeré páginas escritas en 1982, cuando aún mis padres no eran abuelos, y por eso Roberto se pregunta repetidas veces si serán nietas o nietos suyos quienes escucharán a Nicolás, en una fecha que entonces parecía distante, y que hoy, hemos dejado atrás hace casi cuatro décadas.