La trova no se vende

Fernando León Jacomino
17/3/2017

Ser contemporáneos de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés constituye uno de esos privilegios que nunca sabremos aquilatar. Hace pocos días pude disfrutar un concierto del primero, en Regla, y contemplar un cofre con casi toda la discografía del segundo, en el Gran Teatro de La Habana. Ambos se me antojaron robles de floridas copas a cuyos pies reside ese gran territorio de sombras en el que han de abrirse paso sus colegas de otras generaciones. Tal vez sea esta una de las principales razones por las que no nos tomemos completamente en serio a toda una pléyade de cantautores que, siguiendo sus pasos, han llenado de canciones y poblado de peñas y descargas la geografía citadina de un país que, sin embargo, los desconoce en toda la plenitud de su talento y los percibe como un pequeño grupo de locos que no alcanzó la fama y que, por lo tanto, no merece la atención que se concede al cantante de turno. Tal estado de cosas, que ya resultaba alarmante a finales del siglo pasado, se ha profundizado y agravado con la tendencia —creciente en nuestra sociedad—, a relacionar la respetabilidad de un artista con su poder adquisitivo, y aplicar una suerte de antilógica según la cual el estatus hace al talento y no a la inversa.


Silvio, Noel y Sara con el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC,
ese gran aliado de la canción de autor.  Foto: Internet

Este no es un problema nuevo, como todo el mundo sabe. Desde que alguien denominó “la generación de los topos” al grupo que emergió después de los fundadores (representado hoy por Santiago Feliú, Gerardo Alfonso, Carlos Varela y Frank Delgado), nuestros cantautores han debido lidiar con la espesa sombra de aquella primera hornada que incluye también a Noel Nicola, Vicente Feliú, Sara González y Amaury Pérez, entre otros, y en la que se fundió talento (mucho talento, realmente) con un contexto histórico de irrepetible intensidad.  Unas veces por oposición y otras por respaldo, se colocaron en el epicentro de un movimiento social que terminó catapultando sus canciones primero a la televisión y luego al cine —Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC mediante—, para, finalmente, lanzarlas a toda Latinoamérica y el mundo, convertidas ya en la banda sonora de una Revolución triunfante, baluarte de los sin nada e inspiración para lo que a partir de entonces se conoció como el Tercer Mundo.

Animada por instituciones como la Casa de las Américas, y defendida a capa y espada por personas concretas y extremadamente lúcidas como Haydée Santamaría y Alfredo Guevara, nunca como entonces la canción ha vuelto a cumplir entre nosotros esa función de banda sonora de un proceso social. Y no quiere esto decir que los cantautores que vinieron luego dejaran de intentarlo, sino que, poco a poco, sus creaciones fueron perdiendo aquella conexión efectiva con toda una serie de medios que antes hicieron posible aquella interacción directa con grandes masas de espectadores. Dicho en otras palabras, siguieron siendo canciones animadas de ambiciones comunicacionales análogas, pero ya no fueron más la banda sonora de un país; desconexión que, sin dudas, alcanzó para marcar la diferencia.

Hay que imaginar aquí al cine cubano de aquellos años sesenta y setenta como lo que fue entonces: amparado por el talento y la intencionalidad del ICAIC y su Grupo de Experimentación Sonora, entidades que supieron dialogar con la más acendrada vanguardia musical del momento y que otorgaron infinidad de nuevos sentidos a todas aquellas canciones que acompañaron documentales y filmes de ficción, en un momento en que los cines detentaban no solo la hegemonía cultural, sino incluso la hegemonía noticiosa, gracias a Santiago Álvarez y su equipo del Noticiero ICAIC Latinoamericano. Tales producciones monopolizaron el consumo audiovisual y suplieron, en buena medida, la carencia de telerreceptores que padecimos hasta bien entrados los 80, sobre todo en pueblos y ciudades del interior. Yo, que nací en Yaguajay en 1968 y que no supe lo que significaba tener un televisor propio hasta los 14 años, recuerdo perfectamente los famosos y ya casi olvidados parquecitos del televisor (con su cabina alta, su reja y su candado), y las precarias pero puntuales unidades de cine móvil, especialmente aquella que plantaba El Moro sobre la pared grande de tabla de palma de Carmen y Panchita, a escasos 50 metros de mi casa.

Habría que considerar también, tema del que solo se habla en negativo, la cerrazón de nuestro espectro sonoro de entonces, donde algo tan sencillo como Los Beatles y, por extensión, toda la música en inglés, tardó demasiado en surcar el espacio radioeléctrico, hegemonizado también por nuestras plantas gubernamentales; lo cual dejaba mucho más espacio libre a un determinado tipo de canción pensante, no bailable y afirmativa en lo fundamental para con el proceso social que se vivía. También teníamos entonces discos de vinilo, tocadiscos soviéticos y al menos una gran casa discográfica que producía tiradas significativas, destinadas a un mercado nacional que consumía nuestras producciones.

Luego la realidad se fue complejizando, el país se fue “metiendo en mil asuntos”[1] y esa nueva era fue pariendo su nueva canción, al son de estribillos como “a veces me pasan por la radio, a veces no”. La canción necesaria de entonces no fue radiada ni televisada como aquella que viajó “de norte a sur y de este a oeste”, y su propio carácter de resistencia cultural a lo interno del proceso la fue convirtiendo en patrimonio de quienes asistían a los conciertos y se pasaban luego aquellos casetes piratas que terminaban deshaciéndosenos en las manos, como aquel de un Frank Delgado de 1994 que aún conservo y que mis amigos no trovadictos perseguían más por los chistes políticos intermedios que por las canciones, aun cuando las canciones fuesen “Utopía”, “Konchalovski hace tiempo que monta en Lada” y el “Blues del apagón”, entre otras perlas.


Raúl Torres, uno de los nuestros cantautores contemporáneos más prolíficos y talentosos. Foto: Sonia Almaguer

Pero historias y matices mediantes, a los efectos de la canción de autor y su difusión, podría decirse que vivimos hoy la cara opuesta de la moneda que fueron aquellos primeros años. Hemos llegado incluso a articular determinadas teorías como aquella que se complace con el acceso de este tipo de composiciones a un pequeño grupo de elegidos, preparados para comprenderlas; como si las canciones de las que se habla hubiesen renunciado a las ambiciones de entonces, a esa vocación humanista y anticolonial que las continúa caracterizando, aun cuando no exista la menor posibilidad real de que las mismas se conecten naturalmente con esas grandes masas para las cuales fueron escritas.

¿Dónde están y qué signo traen hoy las películas cubanas de mayor audiencia y qué protagonismo tienen en ellas, como parte de su banda sonora, la canción de autor en función dramática que, una vez radiada, te cuenta una y otra vez la historia de un personaje al cual alguna vez quisimos parecernos? ¿O acaso la gente recordaría con igual vehemencia canciones como “Ámame como soy” o “La Era”  de no haber sido por la apoyatura audiovisual de que en su día gozaron?

Podrá alegarse con razón que ya el cine en general, y el cubano en particular, compite con numerosas opciones, mecanismos y dispositivos que están mucho más al alcance del espectador que la programación inestable de nuestras deterioradas salas; pero ¿qué pasa con la televisión, ese medio masivo por excelencia y muy influyente aun en nuestra sociedad? ¿Cuánta canción insulsa presenta o acompaña espacios televisivos de mediana o gran audiencia y cuánta música incidental recurre a fragmentos rutilantes de temas que ni siquiera han sido licenciados por disqueras cubanas y que, en condiciones de no bloqueo, no podrían someterse al libre albedrío de que hoy son objeto? ¿En qué punto del camino desaprendimos aquella costumbre de organizar encargos que movilicen a nuestros más destacados compositores y hasta qué punto lo desaprendimos realmente cuando somos capaces de retomarlos para resolver momentos graves, donde sabemos que se juega la suerte de la Nación?

Dos muertes recientes, terribles y reveladoras, arrojaron luz sobre un cantautor llamado Raúl Torres, al cual ya conocía mucha gente por canciones extraordinarias como “Se fue” y  “Candil de nieve”, grabadas coincidentemente a dúo con Pablo Milanés, y “Regrésamelo todo”, grabada por Ana Belén. Pero ahora se trataba de canciones que devendrían himnos y que canalizarían, otra vez, el sentir de todo un pueblo. Y no hicieron falta videoclips vanguardistas ni complejos bloques de efectos especiales, sino que bastó con graficarlas elementalmente, usando imágenes vivas de los homenajeados en su relación con el pueblo, para que ambas composiciones movilizaran las reservas morales de todo un país, sin contar el efecto global que produjeron, expresado de mil maneras por amigos del mundo.

Pero ocurre que hasta en eso hemos sido injustos con nuestros cantautores, pues solo nos acordamos de estas potencialidades en aquellos momentos cimeros de la Historia, como si la vida no nos fuera también en los pequeños eventos del día a día; en la capacidad de una canción para enamorar al niño de su escuela, al joven de su vocación, al abuelo de su aplastante rutina. Por eso nuestras cuñas promocionales son tan feas y nuestros mensajes políticos tan directos, al margen de un mundo hecho trizas, pero hegemonizado por un capital político y mediático que nos lleva siglos de ventaja en lo que a mostrar su mejor faz respecta. 


Buena Fe, el grupo cubano que con más astucia, estabilidad y mejor tino ha negociado su popularidad
en nuestros medios masivos.  
Foto: Internet

Por eso es tan lamentable que nuestro sistema de instituciones no haya logrado encontrar el modo de conectar su mejor canción con el gusto de esas grandes masas de espectadores y, por este camino, a cotos de mayor estabilidad económica y reconocimiento social.  En su lugar hemos implantado el mito de que la trova no se vende, y encumbrado indirectamente a otro tipo de canción de autor que con frecuencia no es ni una cosa ni la otra, ya que se encomienda sobre todo al estribillo fácil, al ritmo pegajoso y a la rigurosa administración de las ideas, a razón de una por canción; fórmula que ha permitido a varios de sus representantes imponerse en un medio con tanto respaldo estatal y abundancia de oportunidades como carencia de intencionalidades, un universo mediático en el cual solo se alcanza la máxima popularidad si se negocia con la balada sosa que impone el mercado global. Tal como sucede en Colombia o México, nuestra falta de jerarquización e intencionalidad ha ido generando un ambiente sonoro donde solo puede aspirarse a este tipo de inserción por contagio; tentación a la cual, por suerte, no ha querido ceder aun nuestra mejor canción de autor.

Por eso es que ahora, que tanto se habla de conectar a través de los sentimientos y las emociones, no deberíamos renunciar a las potencialidades de un género que ha dado la talla en momentos decisivos, en lances donde nadie nos hubiese perdonado la concesión a tanta canción mediocre que se nos cuela diariamente en los medios para celebrar o conmemorar los más disímiles eventos, muchas veces producidas y mal encargadas por instituciones nuestras y cuya piedra angular consiste en confundir intenciones con realizaciones, proponiendo verdaderos bodrios en defensa de instituciones y efemérides que merecerían mejor suerte, sobre todo en lo que respecta a su aceptación por parte del gran público. Ahí están para probarlo, verificables en cualquiera de nuestras transmisiones televisivas, el vulgar reguetón que “acompaña” a nuestra escuadra nacional de boxeo y el pop superficial y ambiguo que promueve las reuniones, en todo el país, de los Comité de Base de la Unión de Jóvenes Comunistas, donde la ingenuidad y el buen deseo nos llevan a identificar al militante de filas con un simple gallo de pelea, como si de un ruedo instintivo se tratase nuestra contienda de hoy.

Simplemente por no pecar de lesa ingenuidad, nuestro paradigma no debería ser el espacio reducido ni el pase de lista de los cuatro gatos que nos siguen de una peña o evento trovadoresco a otro, por más placer que nos produzca contemplar, una y otra vez, las mismas caras. Deberíamos aspirar, en cambio, a conquistar esa tonadita sencilla que suena en la boca del caminante que madruga y sale a componer su día; ese silbido íntimo que evoca vivencias e impulsa a seguir, pese a todo, “empujando un país”. Nuestra competencia en este sentido, solo será cierta cuando ese maquinal susurro que generemos a fuerza de intencionalidad y denuedo compita contra “Lágrimas negras”, de Miguel Matamoros; “Veinte años”, de María Teresa Vera; “Pensamiento”, de Teofilito; “El reparador de sueños”, de Silvio; “Yolanda”, de Pablito, o “Cabalgando con Fidel”, de Raúl Torres. Y esas cumbres solo podrán emularse si convertimos en acontecimiento masivo, en “parte del aire”, nuestra mejor canción de autor.

 


[1] Los fragmentos de canciones y poemas que se entrecomillan, la mayoría de ellos perfectamente reconocibles, pertenecen a Silvio Rodríguez, Carlos Varela, Miguel Barnet y Fito Paez.