Puede ser estimulante buscar y encontrar huellas textuales de José Martí en Fidel Castro, ya sea con citas al pie de la letra, paráfrasis, reminiscencias apenas perceptibles, asimilaciones decantadas o apropiaciones como la del título del presente artículo. Sin embargo, la mayor y más determinante continuidad entre ambos líderes revolucionarios se afianzó más allá de la palabra, aunque ella, como vehículo para expresar y plasmar ideas, desempeñe un papel relevante.
Ni siquiera habrá que forzar comparaciones de temperamentos que, por encima de afinidades, presentan las diferencias naturales de dos personalidades fuertes, con luz y grandeza propias. Si hay vertientes que testimonian la identificación del Comandante con el Maestro —identificación que él mismo reconoció—, fueron las tareas que ambos acometieron como objetivos de sus vidas, la entrega a su pueblo y la ética como guía vertebral de sus actos y de su conducta.
Lectores voraces los dos, Fidel pudo haber escrito de sí palabras con que Martí se autocaracterizó en uno de sus numerosos apuntes: “Napoleón nació sobre una alfombra donde estaba la guerra de Europa./ Yo debí nacer sobre una pila de libros”. Pero Martí mismo plasmó en otro apunte una confesión que complementa la citada y es igualmente válida para ambos revolucionarios: “El libro que más me interesa es el de la vida, que es también el más difícil de leer, y el que más se ha de consultar en todo lo que se refiere a la política, que al fin y al cabo es el arte de asegurar al hombre el goce de sus facultades naturales en el bienestar de la existencia”.
“Yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.
Cuando a raíz de los acontecimientos del 26 de julio de 1953 Fidel Castro declaró que habían tenido como autor intelectual a José Martí, se basaba en lo que este seguía significando para la dignificación de Cuba. Su plan emancipador incluía erradicar las lacras heredadas de la colonia y forjar una república moral que representara los derechos del pueblo y la garantía de los más elevados ideales humanos: “Yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”, afirmó Martí en su discurso del 26 de noviembre de 1891, conocido como “Con todos, y para el bien de todos”.
Martí, en otra de sus joyas oratorias, la del 24 de enero de 1880, expresó: “Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”. Por su parte, en “La historia me absolverá” —alegato con que Fidel ejerció su autodefensa en el juicio que se le impuso como jefe de la acción armada de aquella fecha en Santiago de Cuba y en Bayamo— este definió claramente qué entendía como pueblo “si de lucha se trataba”. Evidenció un pensamiento que tenía en Martí una fuente decisiva, afincada en la voluntad —práctica, no simple teoría— de echar la suerte con los pobres de la tierra.
Tales aspiraciones ni siquiera podían entenderse, mucho menos ser planteada su realización, sin partir del plan mayor que Martí había abrazado cuando las fuerzas mambisas debían derrotar al ejército español para que Cuba alcanzara su independencia política. El creador del Partido Revolucionario Cubano y organizador de la Guerra de 1895 tenía claro cuál era su deber mayor, y así lo resumió en su carta inconclusa a Manuel Mercado el día antes de caer en combate: “Impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”.
La frustración temporal de esa meta —ya muerto Martí, y con la intervención estadounidense que él se había propuesto impedir— significaría el desequilibrio mundial que los Estados Unidos buscaban provocar y finalmente capitalizaron. Esa tragedia haría aún más complicado alcanzar la república moral por la que luchó el héroe de Dos Ríos, y que fue suplantada por la república neocolonial, corrupta, que se constituyó en 1902 bajo injerencia yanqui.
Después del golpe de Estado que Fulgencio Batista perpetró el 10 de marzo de 1952, y sobre todo por la realidad que la dominación imperialista impuso —con empleo de esbirros vernáculos—, esa república mediatizada había desembocado en el régimen sangriento contra el cual se alzó en 1953 la vanguardia de la Generación del Centenario martiano. Su conmemoración, ese mismo año, activó resortes emocionales que propiciaban subrayar la presencia del legado de Martí en aquella acción y en el pensamiento que la definía. Pero esa presencia era un hecho esencial, con raíces en la consecuencia revolucionaria signada por la ética.
Sobre esa base, no a la inversa, se explican las expresiones textuales del abrazo de Fidel Castro al ideario martiano. El propio título del alegato citado remite al discurso que Martí pronunció el 17 de febrero de 1892, conocido como “Oración de Tampa y Cayo Hueso”, que termina con esta exclamación: “¡La historia no nos ha de declarar culpables!”.
La irrupción de textos de Martí en los de su continuador no fue, ni podía ser, la de una indagación acometida con mero sosiego académico. No pocas veces, más que la cita literal, asoma una asunción orgánica, fruto de la apropiación a base de memoria, o de corazón, como se dice en otras lenguas. Tal es el caso de una idea de Martí resumida por Fidel con sesgo aforístico, tan caro a la oratoria persuasiva y particularmente a Martí, que campeó en ella.
Al tomar como norma de vida —más que mera cita— un fragmento de la carta de Martí al general Antonio Maceo del 15 de diciembre de 1893 —“Yo no trabajo por mi fama, puesto que toda la del mundo cabe en un grano de maíz”—, Fidel replanteó la sintaxis para concentrar la idea, y dejó la frase en sus términos esenciales: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”. Se está, pues, ante una idea que viene de Martí, pero la cita es propiamente de Fidel, quien, al tiempo que escogió un concepto de la gloria identificable con la fama a la que se había referido Martí, parecía estar creando anticuerpos contra la posible vanidad, asociable a la gloria que asedia a héroes y, en general, a seres humanos extraordinarios.
Pero también el Comandante sabía que la gloria era, es, un concepto mucho más abarcador y elevado que la fama. Por eso sostuvo acerca de su pueblo, en circunstancias difíciles, un juicio como el siguiente en su discurso del 1ro. de mayo de 1980 en la Plaza de la Revolución José Martí: “Sin demagogia, sin propósito de halagar, sino como expresión del más profundo, sincero y emocionado espíritu de justicia, me atrevo a decir que un pueblo como este merece un lugar en la historia, un lugar en la gloria. ¡Que un pueblo como este merece la victoria!”.
Martí y Fidel encarnaron una gloria que solo puede explicarse por la entrega de ambos a la lucha patriótica y revolucionaria, antimperialista y, por tanto, al servicio del pueblo. Con esa dimensión gloriosa siguen ambos iluminando el camino para mantener la independencia y la libertad que la victoria del 1ro. de enero de 1959 aseguró como logro ascendente, y para conservar la brega en la construcción de la república moral, un reclamo de primer orden que perdura desde los cimientos cotidianos hasta lo grandioso decisivo.