Para Joan Jara la memoria fue mucho más que una instancia sagrada; era una manera de movilizar sensibilidades y sembrar en los seres humanos —uno, diez, cien; miles y, mucho mejor, millones; qué más hubiera querido en Chile y fuera de Chile— la necesidad de desterrar para siempre el horror e instaurar el reino de la ternura.
Llega a nosotros la noticia de su muerte el domingo 12 de noviembre en Santiago, apagada a los 96 años de edad, y repaso los detalles de un semblante luminoso, moldeado por un incesante ímpetu, como el que divisé en la capital chilena un mediodía del verano austral de 2007.
Me había citado con una colega ávida por saber de primera mano detalles de la ceremonia donde la entonces presidenta Michelle Bachelet impuso la orden Pablo Neruda a nuestro Leo Brouwer, cuando interrumpió el diálogo para saludar a una mujer que desmentía los años con su radiante juvenilia.
“Ella es Joan Jara, la viuda de Víctor y este es un amigo cubano”. ¿Joan? ¿La que no para hasta que se haga justicia? ¿La bailarina inglesa que fundó una familia con uno de los más grande cantores que haya dado América Latina en el siglo XX?
Al descubrirme viajero de la isla antillana, aquella mujer canturreó por lo bajo, como para sellar un entendimiento: “Si yo a Cuba le cantara / le cantara una canción / tendría que ser un son / un son revolucionario / pie con pie / mano con mano / corazón a corazón…”
No nos despedimos. La canción que Víctor dedicó a Cuba, compartida por nuestra memoria, se prolongó como señal de un encuentro permanente, que transitaría en lo adelante por acceder casi de inmediato a la nueva edición de Víctor, un canto inconcluso, que la casa chilena Lom acababa de poner en circulación. A comienzos de la tercera década de la actual centuria, la Fundación Víctor Jara reeditó, con un acabado mucho más completo, el volumen, pero aquel que vio la luz en el Chile de 2007 hizo época, no solo por las circunstancias políticas que se vivían entonces en torno a la urgencia de poner las cosas en su sitio con la memoria histórica sino también, y sobre todo, porque una nueva generación de chilenos, y de otros países del continente —la generación nacida de las democracias frágiles, incompletas, pero democracias al final de tantos años de dictaduras— establecía nexos de continuidad con la cultura musical popular representada por Víctor Jara.
“Yo no pensaba que podía escribir, pero me tocó por casualidad, por solidaridad con Chile. Conocí a una editora inglesa y ella insistió y me di cuenta de que debía dejar un testimonio sobre Víctor, de una vida tan contrastada, de toda esa experiencia en Chile. Y lo he hecho con muchas ganas, porque es importante que uno cuente la verdad de lo que ha vivido, para que ayude al famoso ‘nunca más’…”.
Definitivamente uno no se despide de Víctor ni de Joan cuando avanza a través de las páginas del libro. Años después, la viuda del cantor explicó cómo y porqué se había lanzado a la aventura literaria: “Yo no pensaba que podía escribir, pero me tocó por casualidad, por solidaridad con Chile. Conocí a una editora inglesa y ella insistió y me di cuenta de que debía dejar un testimonio sobre Víctor, de una vida tan contrastada, de toda esa experiencia en Chile. Y lo he hecho con muchas ganas, porque es importante que uno cuente la verdad de lo que ha vivido, para que ayude al famoso ‘nunca más’. Ha sido una tarea pesada pero también me ha ayudado esa posibilidad de poder contar”.
Siete días después el golpe de Estado que derrocó al Gobierno de la Unidad Popular, Joan vio con sus propios ojos lo que había quedado de Víctor, entre los cadáveres de la morgue. “Era Víctor —contó—, aunque lo vi delgado y demacrado ¿Qué te han hecho para consumirte así en una semana? Tanía la ropa hecha jirones, los pantalones alrededor de los tobillos, el jersey arrollado bajo las axilas, los calzoncillos azules, harapos alrededor de las caderas, como si hubieses sido cortados por una navaja o una bayoneta, el pecho acribillado y una herida abierta en el abdomen. Las manos parecían colgar de los brazos en extraño ángulo, como si tuviera rotas las muñecas”.
Luego le dijeron que en medio de la reclusión forzada, en las noches de cautiverio, antes de que lo asesinaran, el trovador intentó elevar la moral de los que lo rodeaban; cantó y los hizo cantar con él.
“Se ensañaron con Víctor —dijo— porque decía la verdad sobre lo que él sentía y veía. Víctor no tenía miedo y él llegaba a las personas a través de la cultura, del canto. Eso es muy peligroso”.
Esto es lo que vale. Por mucho que la dictadura trató de silenciar su legado, el canto continuó y echó raíces que deben, bien cultivadas, empinarse en lo adelante.
Joan nunca cesó de luchar por la justicia y ello fue parte de su sino. Los responsables directos del crimen, tardíamente, han ido pagando. Los máximos responsables se las arreglaron para salir por la tangente, comenzando por el mismísimo Augusto Pinochet, que escapó del castigo.
La otra parte de Joan enfiló sus esfuerzos en defensa de la irreductible autenticidad de la obra de su compañero. “Se ensañaron con Víctor —dijo— porque decía la verdad sobre lo que él sentía y veía. Víctor no tenía miedo y él llegaba a las personas a través de la cultura, del canto. Eso es muy peligroso”.