La prueba de que todos poseemos un destino, pese a que con frecuencia se nos entierra vivos o se nos convierte en casas hechizadas, viene a entregárnosla, con creces, la vida y la poesía de Georgina Herrera, que ha sido recogida en libro en un loable esfuerzo de la editorial Letras Cubanas. A ella nos referiremos ahora que esta grande de nuestras letras ha partido.
[1] De una tenacidad que se sobrepone o se autoconstruye en nacimientos y testimonios habré de hablar, de una voz que canta al reino de la familia, o lo evoca, aún perdidos sus dominios. Es la sangre equiparada quien cuenta la leyenda, y de ella se sostiene. Por eso entro a su Obra Completa sin camisas de fuerza o visiones preconcebidas que pudieran establecer la lectura del prólogo.
De su primer libro, G.H, que esta edición me permite leer, puedo decir que es la obra de alguien que se sabe poeta y avanza, entre giros y conflictos propios, o dolorosos crecimientos creativos, hacia una forma aún por lograr. Ya en los otros la maternidad es contemplada como un gran sacrificio eclipsado por la majestad del fruto en que el hijo se constituye;[2] como algo raigal e imprescindible para que ella “aprendiera / definitivamente / a manejar la dicha y la agonía”.[3] Contemplamos a una madre tierna y orgullosa que canta su condición —plenitud que se alcanza en esa vida doméstica al amparo de los hijos, la mujer es feliz porque es madre, véanse en ese sentido los poemas “Hija buscando a su madre” y “Como una foto rápida, en familia”,[4] donde el disfrute de la unión familiar se recuerda intentando agruparse de nuevo— o la problematiza ante los avatares cruentos del vivir, ya sea por la pérdida de los hijos o por su lejanía, en los que percibimos el anhelo de los momentos de comunión familiar:
“La que antepone a todo la ternura”
Suave mujer. La mitad de tu mundo
(con tres años), a horcajadas
anda sobre tus hombros.
Débil sandalia en su pie espolea
el pecho que la ama. Dice
“¡caallo!”. Baja
su cabeza. Tú, la tuya alzas
y se besan.
Así,
los viejos dioses de Occidente
no han de llevarte hasta el Olimpo.
Probablemente se te olvidan
nombres famosos,
fechas trascendentes. Pero
eres la más dichosa.[5]
En ese afán y éxtasis de cantar a la paz del hogar y de los hijos en comunión construye diversos relatos de amor y ternura infinitos, para los que tiene una curiosa habilidad que muestra no solo en estas semblanzas domésticas,[6] sino también en las que dedica a ciertos seres desdichados, desvaídos, como pueden ser la solterona, el ahorcado, la prostituta, la querida, contemplados desde el cristal de la muerte, o determinados personajes históricos y literarios. Entre esos seres ocupa un lugar especial el niño, que hace aparecer el tema de la muerte de los hijos como premonitoria presencia desde su primer libro publicado:
“Natacha”
Natacha, tu juguete
duerme apacible el sueño lamentable.
Llega su hermano poderoso y único.
La reduce
de seda original y tibia espuma,
a su pequeño nombre dispersado.
Natacha se ha fugado hacia las sombras
despavorida, huérfana, cortada.
Al no encontrar un borde de qué asirse,
lenta se rueda sola a las tinieblas,
se ovilla en las pupilas de su padre.
Natacha será un cuento
para niños que duerman por las tardes.
Alguien pone claveles sobre un mármol
blanco y bajo el mármol
una suave montaña de recuerdos
no sirven ya de nada.
Bajo el agua veloz del pensamiento
la cuna de coral se vuelve agua.
Natacha se disuelve
en la sonrisa opacada de su madre.[7]
Y se repite, ya angustioso y desgarrado, en la narración de la experiencia propia:
“Una niña: su muerte”
Tan pequeñito espacio necesitas
y la casa tan grande que te han dado;
honda
como el color eterno de tus noches,
tan alta como el cielo.
Pobrecita.
No tú, la muerte.
Y tu madre que ya sabe
apenas desechados sus juguetes
la verdadera causa de un sollozo.
Ay, si fuera verdad que un día pudiera
Llegar a ti y, besándote,
animarte.
Y si fuera verdad vivir de nuevo.
¡Ay, qué bueno por ella![8]
“En ese afán y éxtasis de cantar a la paz del hogar y de los hijos en comunión construye diversos relatos de amor y ternura infinitos”.
Llama la atención aquí el intento de distancia en la poeta de la realidad tristísima que cuenta, el impulso de objetividad ante una realidad tan agresiva, que no cursa exento de ternura. Este concepto preside el pensamiento poético de Georgina, siempre envuelto en signos de cordialidad y amor, y puede encontrarse a manera de vocablo frecuentemente en su poesía. Pues la profunda ternura que la habita cuando describe “los privilegios” de su don de madre es casi telúrica. Y no otra cosa muestra que su visceral necesidad de amor, que solo puede ser satisfecha en la evocación.
El universo fructuoso de la madre acompañada por sus hijos pequeños no solo es el espacio que se añora. Hay poemas que son delicados pretextos para cantar el paraíso del pasado familiar, de la niñez de la escritora; o refieren las relaciones madre-hija, reinterpretados cuando la hija ha experimentado bien profundo el hecho de ser madre.[9] El universo de lo femenino es reflejado aquí en varios poemas bien logrados donde la voz es auténtica y raigal, donde puede ser aquiescente con la injusta situación en que la coloca la pareja, y la describe, a manera de retrato, con agudeza, pero la acepta;[10] o muestra el desasosiego del amor, o recrea las difíciles relaciones entre madre e hijo;[11] y agudamente muestra a través de una imagen la esencia sufrida de la mujer: “no sé lo que me hizo / pagar siempre con sangre / las breves claridades que de mi oficio tuve”;[12] también puede ser abordada la naturaleza femenina, no solo la que emana de su ser, sino la que debe fingir —una naturaleza violentada— para mantener un lado astuto y ocultamente peleador junto a los hombres; pero además reflejan un reencuentro con lo amado y doloroso que quedó en el pasado, ámbito indudable también de la familia.
Si tuviera que escoger un rasgo definidor de su poesía, escogería ese, la importancia de la familia, más allá de esa zona de su poesía que condena al racismo, el canto al dios de la sociabilidad de la familia que se inclina una vez más en esta obra para demostrarnos una vez más que la poesía es la sombra de la memoria, como lo pudo ver José Emilio Pacheco; que aflora hasta en los numerosos retratos que hay entre sus poemas, en muchos de los cuales une familia y muerte, o nos cuenta una historia de vida, de toda una vida, en la descripción del instante de la muerte: en un retrato ornado por la muerte una historia de vida.[13] Así, la infancia —la casa de la infancia— y el pasado se constituyen en categorías donde la familia se representa, incluidas y amalgamadas la que la creó, y la que ella conformó, desde un presente de madre solitaria. El esplendor y el caos de su núcleo afectivo queda elocuentemente expresado en este par de imágenes: “pechos panal para la miel de aquellas / indefensas boquitas ávidas, /pechos abejas aguijoneando en vuelo total inevitable”, donde el universo del dolor es una incógnita que no ha entregado todo lo que es, todo lo que sabe. En tal sentido podemos encontrar varios poemas que clasifican como curiosas Artes poéticas, elocuentes, eficaces, y son los siguientes: “Sobre el poeta, el amor, la poesía”, “El tigre y yo durmiendo juntos” y “Excusas con S.O.S”.[14] Así la poesía es el espacio en que el poeta puede hablar con los muertos. Gestos, voces, conversaciones fragmentarias, afectos, desdicha, felicidad… sombras que pasan, que toman cuerpo, que brillan un instante, que se hacen tenues, que huyen.[15]
“Su visceral necesidad de amor solo puede ser satisfecha en la evocación”.
Estamos en presencia de una poesía de signo sigiloso y desgarrado, con lances rotundos que le aportan vitalidad a su expresión.[16] La reflexión que viene con la emoción de adentro, cuando no es esperada, es de lo que más valoro en la poesía de Georgina Herrera, que es directa, sin imágenes cuidadas, pero limpias y tenaces, como las formas en que actúa muchas veces la naturaleza.
Notas:
[1] Georgina Herrera. Poesía Completa. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2016. Sobre la idea manejada consúltese Hilda Doolitte (H.D). Prólogo de Pura López Colomé a Poemas escogidos, Editorial Hotel Ambos Mundos, México, 1996, p. 12
[2] Esta idea recuerda el parlamento que escuché hace poco en la calle: “Madre es estar dispuesta a los más grandes sacrificios, y no esperar nada a cambio.”
[3] Georgina Herrera. Ob. Cit., “Anaisa I”, p. 63.
[4] Ibíd., p. 440 y 441.
[5] Ibíd., p. 92. Véase también el poema “¿De noche? Con los hijos” p. 140, “Ella ha descubierto su corazón”, p. 142 y “Con la mejilla sucia y no lo sabe”, p. 143.
[6] Véanse los poemas “Ella durmiendo”, p. 144 y “Ella otra vez durmiendo”, p. 145.
[7] Ibíd., p. 36.
[8] Ibíd., p 77.
[9] Véase el poema “Mami”, p. 88.
[10] Véase el poema “Así regresas siempre”.
[11] Me refiero al siguiente poema:
“Una mujer parada está en la puerta”
…que da a la calle.
Tan poca cosa es
que ni dejar de ser ya puede.
Pero sus ojos, casi sin ver,
escapan
tras el hijo.
Vino a verla
por no tener valor para quitársela
del hombro o la memoria.
Ahora la despedida es no mirarla
ni alzar la mano que tan poco cuesta.
También es poco cuanto
queda de lo que fue,
tan poco
que no recuerda quién es o que está sola,
cuidada por quien sabe
qué sensación en alguien de profunda lástima.
Nada recuerda, o casi nada
y, digo casi
porque al que se va sin despedirse
sus ojos neblinosos lo acompañan
igual a cuando
lo hacía con toda su belleza Y la fuerte, maternal rutina:
“Cuídate, vienes mañana, como quieras”.
Entonces había un beso
dado con prisa, mas su amor bastaba
para tapar en él esa increíble ausencia.
Pero ahora…
el tiempo, siempre el tiempo
cobrándose quién sabe qué desastres
la sepulta, ahí, junto a la puerta,
le da la dimensión de… menos que un suspiro.